sábado, febrero 23, 2008

O Dios o Frankenstein

Por Antonio Gómez Rufo, escritor. Acaba de publicar la novela La noche del tamarindo (EL MUNDO, 28/01/08):

No es nuevo decir que una de las angustias más frecuentes de los individuos que habitan las sociedades de nuestro entorno es el miedo a envejecer. La prosperidad de las empresas dedicadas a la cirugía plástica (en España se realizaron medio millón de operaciones estéticas el pasado año) y los beneficios de la industria cosmética así lo atestiguan. Y es que los avances en la reparación de la carrocería humana han llegado a límites impensables hace sólo una década por lo que ya puede asegurarse que, con un poco de dinero y una buena elección del reparador, el aspecto exterior de los seres humanos puede mantenerse joven durante muchos años. Ser joven es, sobre todo, un estado de ánimo. Y para conseguir esa anhelada prolongación de la juventud avanza desbocada una ciencia médica biogenética a la que se le ponen demasiadas trabas. Ya se dice que, al menos teóricamente, el ser humano podría vivir 125 años o más sin que las dificultades para alcanzar esa edad sean excesivas, pero lo verdaderamente importante no es disfrutar de un aspecto joven muchos años sino que el organismo, por dentro, no se desmorone de un modo inevitable. No en vano se puede observar que hay muchos más ancianos resignados que dichosos. El problema es cómo resolver el deterioro de la salud mental porque de lo contrario sería absurdo hacer realidad lo que, en teoría, es perfectamente factible.

También es verdad que los gobiernos, en general, y los poderes económicos que manejan los hilos del mundo no se sienten entusiasmados con esa posible longevidad general. La razón es tan simple como comprensible: ningún Estado podría mantener un sistema de pensiones que cubriera a la totalidad de la población hasta edad tan provecta. Y ningún Gobierno se arriesgaría a permitir en su país una población que precisara del establecimiento masivo de alternativas de ocio, cultura, entretenimiento y trabajo específico. En definitiva: la razón para interponer trabas a ciertas investigaciones científicas e impedirlas en nombre de no se sabe qué criterios morales parece ser, como siempre, económica.

Ya se sabe que el proceso de envejecimiento del ser humano se caracteriza por cuatro elementos concretos: alteraciones en el metabolismo de la glucosa, disminución progresiva de testosterona, pérdida de masa ósea y ausencia de vitaminas antioxidantes, lo que se materializa en un quebranto de las facultades físicas. No parece que se trate de elementos tan graves como para que su corrección exija de demasiados esfuerzos. Lo que sucede es que ese proceso viene acompañado de algo más que la disminución de facultades físicas: se nutre de una progresiva disminución de las facultades psíquicas, de un decaimiento progresivo, una resignación aprendida de lo que se ve alrededor y una convicción cultural de que lo que toca es envejecer y luego morir. El aburrimiento ante el exceso de cromos repetidos, dirían algunos; por no decir que la verdad es que descubrimos desolados que soplamos con menos fuerza cuantas más son las velas que adornan nuestra tarta de cumpleaños.

Aun así no nos resignamos sino que exigimos más años de vida saludable, porque lo creemos posible. Bastaría con extender la atención reparadora del aspecto exterior del ser humano (lo que es sencillo mediante prácticas de cirugía plástica, cremas y hábitos de vida) y con profundizar en el estudio de la genética molecular y celular, en la experimentación con células-madre y en la investigación de los procesos de regeneración del organismo. Ello supondría una inversión estatal en I+D que no se desea o no es posible, una decisión firme de tomarse en serio el desarrollo investigador y una voluntad política hasta ahora inexistente.

Lo más sobresaliente de este proceso antienvejecimiento tan ansiado por la población es que, hasta donde es fácil deducir, en el mundo se ha impuesto una medicina para ricos y otra para pobres. Y para los muy ricos, para esas fortunas inconmensurables que cada vez disfrutan más individuos sin nombre ni rostro, se realizan prácticas de las que lo más prudente es no hablar. Porque, ¿cómo atreverse a denunciar el dramático tráfico de órganos humanos existente? ¿Cómo especular con la permanente desaparición de niños expuesta por la Unión Europea y Amnistía Internacional, entre otros, que afecta a tantos países, desde Mozambique a la India, desde Brasil a Sudáfrica, y a otros muchos lugares a los que resulta imposible señalar porque nunca quedan rastros a seguir ni pruebas que aportar? ¿Y cómo averiguar qué sucede en realidad en la trastienda de algunas clínicas privadas de cirugía estética en algún que otro país? No es posible denunciar, insisto, porque se carece de pruebas, pero el debate está abierto y nos debería hacer pensar sobre algunas cosas que están sucediendo a nuestro alrededor.

La ciencia biogenética tiene un gran futuro pero, sobre todo, un futuro hoy por hoy impensable. Se anuncian bacterias capaces de generar energía, se amenaza con saltarse la prohibición de patentar nuevos fármacos biomoleculares (de efectos que no conocemos), se especula con logros tecnológicos inimaginables hoy… Se asusta a la población insinuando que, sin controlar a los científicos, alguno podría crear artificialmente genes que conformen un virus letal utilizado como arma terrorista (para la extensión de una epidemia, por ejemplo). Pero, ¿acaso ciertos gobiernos no cuentan ya con armas químicas y biológicas capaces de arrasar una ciudad o un país entero? La ciencia no debería ser nunca sospechosa por investigar y crear: acabamos de ver que en Estados Unidos se ha logrado crear vida artificial fabricando la cadena de ADN de una bacteria y que en Valencia se ha conseguido impulsar una clonación celular para curar enfermedades. Es verdad que los científicos pueden ser Dios o Frankenstein; pueden crear, fabricar e investigar para el bien o para el mal, como siempre se ha hecho, pero el uso que se haga de los avances científicos no será responsabilidad del investigador sino del sistema político que lo utilice.

Por lo que ya sabemos, Fausto no sería hoy un soñador, ni el Holandés Errante un vagabundo de los siete mares, ni Prometeo un patológico ambicioso; tampoco soñarían los buscadores de Eldorado, los perseguidores de la eterna juventud o los médicos medievales de las soluciones alquímicas. Ni Dorian Grey necesitaría un pacto diabólico. El futuro ya está aquí y con su perseverancia y las sorpresas que cada día nos transmiten los medios de comunicación nos insinúa que Blade Runner es cada vez menos ciencia-ficción, que La Isla es mucho más real de lo que creíamos cuando la vimos en el cine, que las novelas que describen los deseos eternos del ser humano han dejado de ser mera ficción y que la longevidad extrema es una posibilidad real para quien pueda pagársela. Otra cosa es la nueva desigualdad social entre quienes tengan que acudir al precario ambulatorio de la esquina y quien pueda pagarse Houston, Navarra o el más sofisticado de los centros privados. Pero tampoco eso sería ninguna novedad en el mundo, para qué engañarnos.

Es natural el miedo a envejecer; y comprensible la aspiración a perpetuarse y sobrevivir en las mejores condiciones físicas y mentales. La juventud vive de sueños y la vejez de recuerdos, decía George Herbert acertadamente. Así pues, ¿quién no quisiera ser siempre joven? Pero una cosa es aceptar investigaciones y descubrimientos obtenidos a través de cordones umbilicales, placentas y material orgánico humano desechable y otra muy diferente ocultar actividades científicas y médicas ilegales y denigrantes, en el probable caso de que se estén realizando. Y no es preciso referirse a la moral al tratar de estos asuntos: la moral responde a un tiempo concreto y a una ideología determinada y la ciencia no puede detenerse ante semejante estrechez coyuntural, como nunca lo hizo. En todo caso cabe referirse a la ética, a esos principios inmutables ante los que, con frecuencia, miramos hacia otro lado. Que la ciencia transgreda es inevitable e, hipocresías aparte, al final a nadie le parecería mal si el cáncer termina venciéndose o las enfermedades cardiovasculares se convierten en cosa del pasado, como la viruela.

Pero lo decente es vigilar porque si el precio a pagar es en vida de niños, en manipulación de enfermos terminales y en compra de órganos a los más pobres, sería repugnante. La indecencia nos acecha en el modelo de sociedad que hemos creado entre todos aunque, al fin y al cabo, el dinero sólo puede comprar lo que está en venta. Y algunas cosas no lo pueden estar. ¿Controlar a los científicos? No lo sé. Mejor sería pagarles más.

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