sábado, febrero 16, 2008

Religión frente a nacionalismo

Por Said Aburish, escritor y biógrafo de Sadam Husein. Autor de Nasser, el último árabe (LA VANGUARDIA, 22/12/07):

Entre las numerosas guerras y conflictos que rugen sin freno en Oriente Medio - los estadounidenses contra Al Qaeda en Iraq, la OTAN contra los talibanes en Afganistán, el enfrentamiento entre chiíes y suníes en toda la región, el desafío kurdo al Estado turco-, la guerra silenciosa entre el islam y el nacionalismo es probablemente el conflicto más importante y activo en la actualidad.

Esta guerra comenzó entre Gamal Abdel Naser de Egipto y los Hermanos Musulmanes en los años cincuenta. Naser se entregó de lleno a la causa de la unidad árabe y fomentó un socialismo moderado adaptado a las circunstancias de una sociedad musulmana.

Cuando Naser intentó aplicar un programa de reforma agraria en Egipto, los Hermanos Musulmanes, que contaban con millones de seguidores, se enfrentaron a él e intentaron asesinarle. Naser - fiel musulmán y casi un pacifista pese a su formación militar- intentó en un principio alcanzar un acuerdo para compartir el poder con este movimiento. Incapaz de satisfacer sus demandas, los aplastó, ahorcó a algunos de sus líderes y encarceló a miles de seguidores. El enfrentamiento perduró hasta que Naser murió en 1970.

Los métodos de Naser ofrecen buen número de lecciones. En primer lugar, su primera baza fue su personalidad. A diferencia de los gobiernos contra los que actualmente combaten los islamistas, Naser no estaba manchado por prácticas corruptas y no era blanco fácil de la propaganda de sus oponentes. En segundo lugar, Naser se valió de las enseñanzas del islam contra ellos. Al señalar a los islamistas como enemigos de la reforma agraria y antiguos partidarios del rey Faruq, persuadió al mundo árabe de que los islamistas eran un movimiento político retrógrado.

Arabia Saudí y Estados Unidos salvaron a los fundamentalistas musulmanes de una derrota segura. Ambos gobiernos se enfrentaron a Naser y apoyaron financiera y políticamente al citado movimiento. Arabia Saudí impulsó la Conferencia Islámica, una organización abiertamente contraria a Naser; Estados Unidos respaldó los esfuerzos saudíes y buscó, incluso, un Billy Graham (un predicador evangélico estadounidense muy popular) musulmán para reemplazar a Naser. La presión de Naser había provocado divisiones en los propios Hermanos Musulmanes dando paso a un ramillete de pequeños movimientos que actuaban en cada país: la rama siria en Siria, la iraquí en Iraq…

A finales de los setenta y principios de los ochenta el movimiento había recobrado fuerzas de forma que podía optar de nuevo por el poder. En Arabia Saudí, en 1979, islamistas armados ocuparon la gran mezquita en La Meca a lo largo de 12 días. Tras el episodio hubo un levantamiento en la ciudad siria de Hama. El régimen laico de Damasco rodeó la ciudad con unidades del ejército y la bombardeó durante una semana. Murieron de 10.000 a 25.000 insurrectos.

La tercera manifestación de violencia islámica fue el asesinato del presidente egipcio Anuar el Sadat, tiroteado por miembros del grupo musulmán Al Tafkir Wal Hajra, desgajado de los Hermanos Musulmanes. Hubo brotes de violencia en varias ciudades pero los islamistas fueron reprimidos.

Todo ello originó una reacción regional de los gobiernos árabes contra los islamistas. Las fuerzas de seguridad de Jordania, Siria, Iraq, Arabia Saudí y otros países comenzaron la operación de aplastar a los islamistas. No tuvieron tanto éxito como Naser porque los gobiernos respectivos eran corruptos y fácil blanco de críticas, pero infligieron potentes golpes a los islamistas.

Luego vino la cuestión de Afganistán.

Mientras los islamistas intentaban derrocar diversos gobiernos árabes, la URSS invadió Afganistán. Estados Unidos quería parar los pies a los comunistas pero sin emplear sus propias fuerzas armadas. Arabia Saudí no quería ver a los rusos allí. Los islamistas, temerosos de una derrota completa, se ofrecieron para combatir a los rusos. Las tres fuerzas - EE. UU., Arabia Saudí y los islamistas- resucitaron la antigua alianza. Arabia Saudí apoyó a los islamistas para combatir en Afganistán y EE. UU. les dio armas e instrucción. Bin Laden estaba entre los que lucharon en Afganistán y recibió ayuda saudí y de la CIA.

Cuando los rusos derrotados salieron de Afganistán en 1989, dejaron el país en manos de miles de islamistas entrenados militarmente. Los islamistas afganos volvieron a casa para enfrentarse a sus antiguos patrocinadores. Sabían que EE. UU. y sus aliados acabarían por convertirse en su enemigo. En Arabia Saudí volaron la sede de la misión militar estadounidense, los cuarteles de Jobar. Y, en último término, obligaron a los estadounidenses a salir del país.

Los islamistas son lo bastante fuertes como para luchar contra EE. UU. en Iraq y Afganistán y para cometer actos terroristas en Egipto y Arabia Saudí. Además, Hamas, que ganó las elecciones en Gaza y Cisjordania, y Hizbulah, en Líbano, son los héroes del mundo árabe por su acción contra Israel en verano del 2006. Además, Irán - mayor país chií del planeta- está presto a apoyar a grupos islámicos contra EE. UU. y Occidente, y ayuda financieramente a Hamas.

El primer ministro iraquí, Al Maliki, es miembro de Dawa, partido islámico con estrechos lazos con Irán. Hasta Turquía tiene hoy un primer ministro islámico.

Los movimientos islámicos crecen y trabajan por la unidad. Desean aparcar sus diferencias y colaborar entre sí. En la actualidad, los gobiernos de Arabia Saudí, Líbano, Egipto e Iraq no pueden enfrentarse a los islamistas. De hecho, no podrán hacerlo por el fuerte sentimiento antiestadounidense generado por Palestina, Iraq y Afganistán. En cuanto a las implicaciones de este panorama, no tenemos más que pensar en un conflicto musulmán-israelí en lugar de un conflicto árabe-israelí. Una victoria islámica, por lo demás, revertiría en el agravamiento de muchos otros conflictos.

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