sábado, febrero 09, 2008

Una importante reforma fiscal

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Presidió las comisiones para la reforma del IRPF en 1998 y 2002 (EL MUNDO, 22/11/07):

Muchos economistas creemos que el principal objetivo de la política es conseguir el mayor bienestar para todos los ciudadanos. Para una población dada, ese objetivo supone lograr un rápido crecimiento del PIB sostenible a largo plazo al atender a todos los factores -culturales, medioambientales y sociales- que influyen sobre su crecimiento en un periodo dilatado. Por eso un buen Gobierno debe procurar un crecimiento sostenido de la producción utilizando, sin más restricción que la del equilibrio presupuestario, los principales instrumentos a su alcance, es decir, los impuestos, los gastos y las regulaciones.

Respecto a las regulaciones, las que introducen mayor libertad y reglas más nítidas para el funcionamiento de los mercados son las que coadyuvan más a ese objetivo. En cuanto a los gastos públicos, deberían limitarse a los que proporcionen a los ciudadanos bienes y servicios que les sean necesarios pero que, debido a su naturaleza colectiva, difícilmente les serán proporcionados en cantidades suficientes por la iniciativa privada. Los impuestos, por su parte, deben financiar equilibradamente los gastos públicos, pero han de cumplir esa misión sin introducir obstáculos adicionales al crecimiento y tratando con justicia a los contribuyentes.

No va a resultar fácil alcanzar durante los próximos años un acelerado crecimiento de la producción en España. Entre 1996 y 2006, la mejor década de nuestra economía en su historia reciente, el PIB creció a una tasa anual del 3,8% gracias a una expansión irrepetible de la construcción, a un considerable crecimiento del consumo privado impulsado por mayores rentas y bajos tipos de interés, a un gran esfuerzo inversor acompañado de un aumento extraordinario de la población trabajadora por la inmigración y a un contexto internacional muy favorable que permitió financiar los grandes déficit exteriores derivados de la fuerte inversión del país y de su escaso ahorro interior. Para los años próximos parece claro que la construcción no será el motor de nuestra economía; que el consumo privado se resentirá de los mayores precios y de los más altos tipos de interés; que nuestras inversiones se verán limitadas por esos altos tipos de interés y por las dificultades de financiarlas con ahorro de fuera y que la inmigración no podrá seguir creciendo a los ritmos explosivos de años pasados. Todo eso, unido a una coyuntura internacional en baja, pone en grave riesgo el crecimiento de nuestra producción y, en consecuencia, el bienestar de los españoles.

Es hora, por tanto, de que el sector público se emplee a fondo para impulsar el crecimiento. Dos grandes alternativas se le ofrecen. La primera, aumentar el gasto público, extendiéndolo incluso a zonas en que la iniciativa privada es más eficiente. Como en la Unión Europea hay pacto de estabilidad presupuestaria, ese aumento exigirá de mayores impuestos. La segunda, por el contrario, reducir los impuestos desacelerando simultáneamente el gasto total.

La primera de esas alternativas ya está en marcha. Los anuncios gubernamentales de estos días incluso parecen acelerarla. El gasto público está aumentando respecto al PIB y la última reforma del IRPF, la de 2006, ha supuesto mayores cargas para muchos contribuyentes, especialmente para las familias con varios hijos, los perceptores de modestas sumas de intereses y de dividendos y otros casos bien extendidos entre la población. Por si fuera poco, en la reforma de 2006 los rendimientos del trabajo son mucho peor tratados que los del capital.

Pero esta alternativa de aumentar gastos e impuestos ha venido fracasando en el último tercio de siglo en los países de nuestro entorno. Así lo demuestran numerosos estudios recientes. La fórmula de éxito parece ser justo la contraria, es decir, la de reducir impuestos para elevar la renta disponible de los contribuyentes y desacelerar simultáneamente el gasto público de forma que siga creciendo, pero menos que el PIB. Los individuos son quienes mejor conocen sus propias necesidades y por eso hay que reducir los impuestos para que disfruten de mayor renta disponible y sean ellos mismos y no el Gobierno quienes decidan en que gastarla o ahorrarla. Por otra parte, la desaceleración del gasto público -que no su reducción- obligará a concentrarlo en las tareas que constituyen su ámbito natural.

En España, la política fiscal de 1996 a 2004 siguió precisamente esas pautas. Se reformó por dos veces el IRPF y se redujeron gradualmente sus tarifas, que desde el 20 al 56% en que estaban en 1996 pasaron a situarse entre el 15 y el 45% en 2002. Al mismo tiempo se introdujo un sistema más justo de tributación, fundamentado en la capacidad de pago de cada contribuyente. El gasto público se desaceleró creciendo por debajo del PIB y el sector público, que en 1996 era de más de un 44% del PIB, terminó en 2004 en valores próximos al 38% de esa magnitud, concentrándose más en las tareas que constituyen su propio ámbito y aumentando fuertemente, sin embargo, su nivel por habitante. El resultado fue, pese a los pronósticos adversos, el equilibrio presupuestario, nuestro ingreso como socios fundadores en la Unión Monetaria Europea y un rápido y sostenido crecimiento de la producción que ha durado hasta hoy. Ahora el Partido Popular anuncia una política fiscal como la ya seguida con tanto éxito entre 1996 y 2004. Es previsible que la reducción de impuestos beneficie a todos los contribuyentes, pero especialmente a quienes perciben rendimientos del trabajo, que fueron comparativamente mal tratados en la reforma del IRPF de 2006, y a las mujeres que trabajan fuera del hogar.

Reducir los impuestos a los rendimientos del trabajo tiene mucho sentido. Esos rendimientos duran lo que la vida activa del trabajador, cosa que no ocurre con los del capital, que sobreviven a su existencia. Por eso los rendimientos del trabajo no son homogéneos respecto a los del capital. Para conseguir homogeneizarlos, los del trabajo deberían ser objeto de una fuerte reducción anual que, a lo largo de la vida activa, permitiese la recomposición del capital humano, al igual que se hace con el capital físico sometido a desgaste o depreciación. Puede argüirse, sin embargo, que las actuales deducciones por trabajo resuelven ese problema, pero lo cierto es que tales deducciones son limitadas y no responden al criterio expuesto.

En el caso de las nuevas ventajas fiscales a las mujeres que trabajen fuera del hogar, su justificación se encuentra en que necesitamos una población activa más numerosa sin que aumente la población total, para que nuestro país se sitúe al nivel de los más avanzados, no solo por su producción total sino, lo que es más importante para los ciudadanos, por su producción por habitante. España presenta todavía una tasa de actividad reducida debido especialmente a que muchas mujeres no trabajan fuera del hogar. Por eso hay que estimularlas fiscalmente para que lo hagan. Los análisis efectuados en otros países demuestran que su oferta de trabajo es especialmente sensible a la retribución neta de impuestos. De ahí que esa rebaja constituya un buen camino para elevar nuestra tasa de actividad y aumentar así la producción total sin que crezca la población, pues esto último reduciría nuestra producción por habitante.

La política fiscal que anuncia el Partido Popular está orientada en la buena dirección, pues recurre a fórmulas y soluciones que ya han demostrado su eficacia. Y son fórmulas, además, que beneficiarán especialmente a quienes perciban rendimientos del trabajo y a las mujeres trabajadoras, precisamente los peor tratados en la reforma del IRPF de 2006. No se conocen todavía otras propuestas de este partido, pero hay que esperar que también respondan a los criterios de eficiencia y justicia ya comentados.

Una última reflexión sobre las reformas fiscales. Pocos son los instrumentos que quedan hoy en manos de los gobiernos de la Unión Europea para articular una adecuada política económica. Por eso hay que utilizarlos conforme a principios muy sólidos, pero con decisiones audaces. También de las reformas de 1998 y 2002 se dijo que aumentarían el déficit y que su coste se distribuiría injustamente. Sin embargo, los datos han demostrado que esas reformas no solo permitieron equilibrar el presupuesto sino que, además, fueron más justas y más eficientes, resultados que también podrían repetirse ahora.

No hay comentarios.: