sábado, febrero 09, 2008

Una mujer contra el mundo

Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 30/12/07):

Hasta hace muy poco creía que el mejor libro de crítica literaria aparecido en América Latina era Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948), de Ezequiel Martínez Estrada. Ahora, que acabo de leerlo, pienso que es el que Octavio Paz dedicó a Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe (1982).

Me refiero a esos ensayos en los que la investigación rigurosa, la imaginación, el buen gusto y la elegancia expositiva se alían para explicar una obra literaria, el proceso que la gestó, la manera en que la experiencia privada de su creador y la realidad histórica y social de su tiempo se reflejan en ella, y el efecto que tuvo en la cultura de su época y en las que la sucedieron. No minimizo ni descarto los estudios especializados -filológicos, estilísticos, estructuralistas, deconstructivistas, etcétera- que, hoy, por lo general, están fuera del alcance del lector profano, pero si tengo que elegir prefiero esos trabajos a medio camino entre el análisis y la creación que, tal como lo hacen la poesía y la novela con la realidad vivida, se valen de la literatura existente para construir a partir de ella obras que la trascienden y son, en sí mismas, literatura de creación.

El libro de Paz sobre Sor Juana, que nació como unos cursos que dictó sobre ella en la Universidad de Harvard en los años setenta, resume todo el material biográfico y bibliográfico que la poeta y escritora mexicana generó hasta los hallazgos más recientes (la primera edición de su libro es de 1982). La obra poética, teatral y ensayística de la autora es analizada con acerada agudeza intelectual y tanta sensibilidad poética que no exagero diciendo que, gracias a esos análisis lúcidos y estimulantes, poemas tan complejos como Primero sueño resplandecen con una nueva luminosidad y nos descubren, tras su riqueza verbal y sus audacias retóricas, una sólida arquitectura conceptual hecha de ideas filosóficas, teológicas y de mitología helénica y romana. Paz dedica muchas páginas a una fascinante pesquisa sobre la presencia en Primero sueño y otros poemas de Sor Juana de la antiquísima tradición hermética, de raíces egipcias y resucitada en la Edad Media, que descifran el sentido de sus oscuras metáforas y misteriosas alegorías, y argumenta de manera persuasiva que este sistema poético hecho de ocultamientos y disfraces era una manera de tomar precauciones contra el riesgo -que hacía vivir a todo creador de la época en el pánico crónico- de incurrir, por omisión o comisión, en delito de heterodoxia o sacrilegio y, por lo tanto, de caer en las redes de la Inquisición.

La Sor Juana cuya delicada silueta se levanta de las páginas de Las Trampas de la Fe es conmovedora. Su coraje, su reciedumbre, sus astucias, su temple fueron tan grandes como su inteligencia y su talento. Los capítulos que describen la sociedad colonial en la que ella nació y creció, esa abigarrada pirámide de castas, razas y clases rígidamente estratificadas cuya cúspide aristocrática era reflejo fiel de la que regía la metrópoli imperial y cuya humilde base, la de los indios, conservaba vivos, aunque secretos o camuflados, los mitos, creencias y costumbres de las civilizaciones prehistóricas tienen la vivacidad y la energía de los grandes murales y de las mejores películas épicas. Y permiten entender mejor, admirar más y compadecer más hondamente a quien en este contexto social, siendo mujer, estaba dotada de un espíritu libre y era curiosa, ávida de conocimientos y empeñada en adueñarse de la cultura de su tiempo.

Ser de este modo, como lo fue la humilde Juana Inés Ramírez de Asbaje, nacida por los alrededores de 1651, muchacha bastarda y sin recursos, significaba enfrentarse a una maquinaria disuasoria y represiva todopoderosa al servicio de una idea que hacía de la mujer un ser inferior, un animal doméstico y reproductor y sobre la que, por encima de cualquier otra consideración, planeaba la maldición bíblica de haber sucumbido, la primera, a las tentaciones del demonio y de ser ella misma, por su naturaleza pecadora, la mayor enemiga de la salvación masculina. Que, pese a ello, Juana Inés se las arreglara para escribir, leer y aprender mucho más que la mayoría de sus contemporáneos, e incluso, hasta para redactar -en su Respuesta a Sor Filotea- un sutil manifiesto defendiendo el derecho de la mujer, que nadie le reconocía aún, al conocimiento y al ejercicio de las letras, las ciencias y las artes, muestra que, además de su sobresaliente formación y su vuelo creativo, estaba dotada también de una ciclópea fuerza de voluntad y que llegó a ser diestra en la esgrima de la política y los malabares de la supervivencia.

Sus contemporáneos aseguran que era bella, desenvuelta, y que, en su corta juventud laica, lució con éxito en los salones virreinales. Debió ser también secreta y algo fría, razonadora y capaz de grandes sacrificios, como encerrarse en un convento de clausura y profesar sin mayor vocación para ello, sólo porque éste era el único camino posible para que alguien como ella pudiera educarse y tener una vida intelectual, y, también, una mujer muy femenina que sabía seducir y admirar al prójimo, pues, gracias a estas prendas, consiguió ganar los apoyos y patrocinios sin los cuales hubiera zozobrado mucho antes en las aguas procelosas por las que navegó toda su vida.

El libro de Paz no es mezquino ni se queda corto en destacar todo lo positivo que la colonia -esos tres siglos en que fue parte del imperio español- dejó a México, su incorporación a Occidente y a la modernidad, la riqueza de sus templos, conventos, bibliotecas, el legado cultural y religioso y su hibridación con los cultos nativos hasta constituirse en la vertiente principal de eso que, a falta de mejor definición, se llama la identidad mexicana.

Al mismo tiempo, no he leído una descripción más severa y lapidaria de lo que es una sociedad clerical, sometida a la vigilancia fanática de una Iglesia preñada todavía de celo contrarreformista, dogmática e inquisitorial, implacable contra toda manifestación librepensadora o inconforme, una iglesia de cruzada para la que, en sus extremos fundamentalistas, como el encarnado por el arzobispo de México Aguiar y Seijas, uno de los verdugos espirituales de Sor Juana, todo lo que no fuera entrega total a Dios y a las prácticas religiosas -entre otras cosas, el teatro, los toros, la literatura, el estudio, la higiene- representaba un riesgo de desacato, impiedad y herejía. La figura de este horrible y todopoderoso personaje, con sus carnes dilaceradas por las disciplinas con que castigaba a su cuerpo pecador y comido por los piojos y chinches que dejaba anidar en su lecho y en sus hábitos por amor a Dios, produce escalofríos y nos recuerda aquella época en que la Iglesia católica, como el islamismo fundamentalista de nuestros días, era la ciudadela del oscurantismo intelectual y el autoritarismo político.

La manera como el arzobispo Aguiar y Seijas y el confesor de Sor Juana, el padre jesuita Antonio Núñez de Miranda consiguen por fin, después de una sorda y silenciosa lucha de años, vencer la resistencia de la escritora, y hacerla abjurar de sus escritos y renunciar a la poesía, al estudio y hasta el pensamiento, acusarse a sí misma en una abyecta autocrítica de pecadora e insumisa, y vivir los últimos años de su vida convertida en una especie de autómata religiosa, inspiran las páginas más dramáticas del ensayo de Paz. Se leen con hechizo y horror. Con muy buen criterio y sólidos argumentos, Paz relaciona estos escritos de autocrítica ignominiosa de Sor Juana con los juicios estalinistas de los años treinta en la Unión Soviética, en los que, persuadidos o torturados por sus verdugos, los compañeros de Lenin se declaraban nazi fascistas, traidores y vendidos, para mejor servir a la causa que los aniquilaba.

Un gran libro de crítica literaria abre el apetito y nos lanza a leer aquello que ha inspirado páginas tan contagiosas. Yo nunca había podido terminar Primero sueño, aunque sí había leído décimas, sonetos y visto algún auto sacramental de Sor Juana con placer. Pero ahora, gracias al libro de Paz, leer aquel extenso, profundo y hermosísimo poema ha sido una experiencia inolvidable, una inmersión en un mundo tan intenso y sugestivo como el de Las Soledades o El Polifemo de Góngora, que, entre otras muchas enseñanzas, me ha mostrado que el desenfrenado barroquismo que tanto sedujo a Sor Juana y a su época no era escapismo formalista. Tenía una justificación que iba más allá de lo estético y lo literario, pues era una manera sutil de decir lo indecible y pensar lo impensable, de mantener viva la independencia del espíritu y el hambre de libertad en un mundo dominado por celadores que creían haberlas extinguido.

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