domingo, enero 25, 2009

Gozar de la vida

Por Eugenio Trías (ABC, 25/01/09):

El sufrimiento puede ser teofánico: el modo de mostrarse Dios, un Dios que crea y destruye, Dios creador y Dios de las tormentas. La infirmitas puede tener el carácter de una prueba. Así en Job. O ser vía catártica, como en los salmos penitenciales.

Pero el amor primigenio parece desprenderse de la naturaleza primera: de una creación anterior a la caída y a la expulsión.

También en régimen de exilio se puede gozar de la experiencia paradisíaca: la comunión de alma y cuerpo en fusión amorosa; la persecución a la que urge un deseo apremiante sin mancha de culpa y de pecado. Sucede de forma breve, fugaz. Pero sucede.

El Cantar de los cantares está, según tradición religiosa judía, católica, protestante, ortodoxa, incluido en el canon: obra inspirada por el Espíritu Santo, según esas creencias religiosas, lo mismo que el Eclesiastés, el Libro de Job, los textos proféticos o el salterio.

Esa inspiración se advierte si se acoge el texto ad litteram. Si se asume en su significación literal, con todo el juego desplegado de metáforas, metonimias, elipsis, alusiones, insinuaciones, dobles sentidos. Toda una orografía erótica enmarca el Cantar de los cantares como escenario y contexto. Como en todas las lenguas del mundo, en la semántica de éros nada es lo que parece a primera vista; tampoco en hebreo.

El escenario del poema bíblico está muy poblado de accidentes geográficos, de riquezas hacendísticas, de órganos corporales, de animales: montes de mirra, viñedos, bodegas, huertos cerrados, fuentes selladas, manos activas, pies humedecidos, pájaros que revolotean, pájaros canoros, pequeñas raposas.

Nada es lo que a primera vista se dice. Por ello, la exigencia de la lectura ad literam es, más que nunca, obligada. Es preciso tener el oído atento a todo juego de revelaciones y de ocultaciones, de enmascaramientos y desnudamientos, de huidas y reencuentros en el que el rito amoroso-sexual se produce. «Descuidar la viña» -causa de la morenez de la muchacha enamorada- no significa lo que en primera audición puede sugerir.

El cuerpo femenino se esparce por viñedos, huertas, fuentes; el masculino apremia a través de formas animales o vegetales. Chica y chico se buscan, se encuentran, se pierden, se vuelven a encontrar. Entran en el interior de la bodega, donde el sabor de los besos es más sabroso que el vino.

Pier-Luigi Palestrina, en su versión del Canticum Canticorum, se atiene siempre a esa forma literal. La prueba de ese instinto certero se halla en la perfecta selección de 29 poemas a los que pone música, y en la sabia manera en que los distribuye.

Los grandes artistas, como sucede también con San Juan de la Cruz, al enfrentarse a este poderoso texto saben desplegar todo el caudal de erotismo que en su vuelo poético encierra, por mucho que luego quieran justificarlo al racionalizar en forma de auto-exégesis su plasmación poética o musical.

Precisamente por esa lectura ad litteram del poema (con todo su juego retórico espontáneo) acceden a la mística revelación que este texto inspirado atesora. Un texto que es tanto más verdadero en términos religiosos y espirituales cuanto más se comprende lo que dice de manera literal: una literalidad plasmada en la exuberancia que la poética erótica puede ofrecer, con todo su juego de figuras retóricas espontáneas.

Alfred Einstein tachó de hipócrita la dedicatoria de Palestrina al Pontífice Gregorio XIII, hacia 1583, de su versión del Canticum Canticorum. Como corrección de una tendencia que rechaza, dice Palestrina al Pontífice haber compuesto esos motetes basados en el Cantar de los cantares, «donde se expresa tan apasionadamente el divino amor de Cristo por su esposa elegida, la Iglesia».

La carta es de una rara astucia. Consiguió, como en los desenlaces de algunas novelas de Agatha Christie, que toda la atención contemporánea y postrera mirase hacia la parte irrelevante (una obra suya del pasado, de la que Palestrina confiesa sonrojarse) evitando así que se concentrara la atención en la obra presente.

No hubo desbordamiento de sensualidad y de hedonismo en aquellos primeros madrigales -ahora rechazados- sino aquí, aquí mismo, en esa versión del Cantar de los cantares escrito después de cancelar el duelo y la depresión que le ocasionó la muerte de su primera mujer y al experimentar la euforia vital que le produjo encontrarse con su segunda esposa en un ambiente de nuevas nupcias. Justo ese libro que con soberano descaro dedica al Pontífice de Roma.

Ese madrigal espiritual tiene por escenario un libro sagrado erótico. ¿Libro sagrado? ¿Libro sagrado erótico? Se lo han preguntado muchas generaciones de exegetas, desde la tradición rabínica hasta Orígenes, desde San Agustín hasta hoy día. Y casi siempre se ha huido, como del demonio, de la lectura ad litteram del hermoso poema.

El propio Palestrina, cuando racionaliza su obra en la carta al Papa Gregorio, da por supuesto que su percepción del texto es alegórica. ¡Los amores de Cristo con la Iglesia, Cristo y el paulino cuerpo místico de Cristo unidos, hermanados, buscados, añorados, reencontrados! ¡Cristo y la Iglesia, Cristo y el alma individual del creyente, o bien -tercera posibilidad- Cristo y la Virgen María!

Pero ese criterio, expuesto en la carta al Papa, no es, precisamente, el que se trasluce de la selección de los textos y, menos aún, en el carácter narcotizante de esa música generadora de continuas sinestesias.

Una música que, como muy bien señala Jessie Ann Owen, debió realizarse en un único impulso, a través de un solo trazo y recorrido. La unidad de estilo, de principio a fin, delata que la obra entera se hizo toda al mismo tiempo.
Palestrina dejó el arrepentimiento para la astuta carta al Pontífice, más falsa que hipócrita. Y, de este modo, preservó el carácter de una obra en la que de la manera más descarada se da cauce y voz al goce de la vivencia de un gran amor carnal, sexual, plenamente consumado. Se reservó ese gozo amoroso para la lectura ad litteram de los poemas seleccionados para su composición musical.

Las viñas, los viñedos, las bodegas, el vino, el monte de mirra, el huerto cerrado, la fuente sellada: es el necesario cortejo de un regressus al escenario primordial previo al exilio paradisíaco, anterior al destierro y a la maldición del trabajo y del parto con dolor. Antes de la infracción que obligó a huir de la mirada de Dios, tras probar el fruto del árbol del Bien y del Mal, sólo existía para Adán y Eva el frondoso Árbol de la Vida. No había una serpiente tentadora ni manzana prohibida que les intimidasen.

Él y Ella no tienen reparo alguno, en el poema sagrado, en burlar la vigilancia celosa a que los hermanos de la mujer le someten. Por eso ella está morena, casi negra: tostada por el sol del amor, expuesta a las altas fiebres de la enfermedad que reconoce. «Me hallo enferma de amor», afirma.

Hay en el poema un retorno a escenarios genesíacos no consignados en la historia sagrada. Se asiste a un renacimiento de ese ímpetu originario del que subsisten vestigios en todo ser humano. En el enamoramiento insiste esa experiencia genesíaca de una creación todavía intacta, incontaminada, sin mancha. Esa experiencia de gracia santificante y hechicera, que es el amor primaveral, nos permite un vislumbre del paraíso primigenio.

Hay huidas, persecuciones, ausencias, urgencias por el reencuentro, angustia y noche oscura por la desaparición de todo rastro del amado, pero también gozosa unión, exploración del cuerpo, sexualidad colmada. Ella lleva la iniciativa principal: otro aspecto asombroso del poema.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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