Por Shashi Tharoor, diplomático y escritor indio. Su último libro publicado es Nehru. La invención de India (Tusquets). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 12/03/09):
Los horrores que se cometieron en Mumbai a finales de noviembre han causado un impacto duradero en todos los indios. Hoy, el país está recuperándose y anotando el coste en vidas humanas y daños materiales y, sobre todo, en la psique herida de una nación devastada.
Yo crecí en Bombay, como se llamaba entonces, por lo que sentí tremenda empatía al observar esos espantosos acontecimientos. Existe una ironía brutal en el hecho de que los ataques de Mumbai comenzaran con los terroristas atracando su nave junto a la Puerta de India. El grandioso arco, construido en 1911, ha sido siempre un símbolo de la apertura de la ciudad. En torno a él se apiñan masas de turistas extranjeros y paletos locales; los vendedores pregonan sus mercancías; los barcos se mecen en las aguas con sus ofertas de cruceros hacia mar abierto. Las muchedumbres que circulan en sus proximidades reflejan la diversidad de India, con señores parsi que salen a dar su paseo vespertino, mujeres musulmanas vestidas con burka que se acercan a respirar el aire marino, camareros católicos de Goa que descansan de sus obligaciones en el señorial hotel Taj Mahal, hindúes de todos los rincones del país que hablan en multitud de lenguas. En noviembre, mientras aparecía en televisión vacía y protegida por un círculo de barricadas de la policía, la Puerta de India -la puerta a India y al alma india- estaba siendo testigo mudo del ataque más reciente contra la democracia pluralista del país.
Los terroristas, que subieron sus bolsas cargadas de armas por las escaleras del muelle para iniciar su asalto contra el Taj, sabían exactamente lo que hacían. Fue un ataque contra el centro neurálgico financiero y capital comercial del país, una ciudad emblemática de la enérgica entrada de India en el siglo XXI. Golpearon símbolos de la prosperidad que estaba haciendo que el modelo indio resultara tan atractivo para el mundo globalizado: hoteles de lujo, un café frecuentado por extranjeros, el Centro Judío de la ciudad.
Además, los terroristas pretendían polarizar a la sociedad india, y por eso afirmaron que actuaban para reparar los agravios, reales e imaginarios, sufridos por los musulmanes indios. Y al escoger a estadounidenses e israelíes como centros de especial atención demostraron que su fanatismo islamista tenía sus raíces, más que en la fe, en la geopolítica del odio.
El ataque contra el centro judío Chabad Lubavitch y la matanza de sus residentes fue especialmente triste, porque India está orgullosa de ser el único país del mundo con una diáspora judía -que se remonta a hace 2.500 años- en el que nunca ha habido un solo caso de antisemitismo (salvo cuando lo ejercieron los portugueses, en el siglo XVI). Ésta es la primera vez que un judío no se ha sentido a salvo en India; una prueba más de que los terroristas no eran indios y de que seguían planes extranjeros. Es evidente que no fue sólo un ataque contra India; los terroristas fueron contra “los judíos y los cruzados” de los que habla Al Qaeda. Con esta tragedia, India se convirtió en escenario de una batalla mundial.
Tras los asesinatos, los lugares comunes empezaron a correr tanto como la sangre. El terrorismo es inaceptable; los terroristas son unos cobardes; el mundo condena, unido y sin reservas, esta última atrocidad. Los comentaristas estadounidenses se apresuraron a proclamar que aquella noche y aquel día de matanzas constituían el 11-S indio. Pero India había sufrido ya muchos intentos de 11-S, todos ellos patrocinados, como éste, desde el otro lado de la frontera, desde Pakistán.
Sólo en 2008, las bombas terroristas se cobraron vidas en Jaipur, Ahmedabad, Delhi y varios lugares diferentes en un mismo día en el Estado de Assam. Jaipur es la estrella polar del turismo indio en Rajastán; Ahmedabad es la principal ciudad de Gujarat, el Estado modelo del desarrollo de India, con una tasa de crecimiento del PIB local del 14%; Delhi es la capital política de la nación y la ventana de India al mundo; Assam resultaba práctico, desde el punto de vista logístico, para unos terroristas del otro lado de una frontera porosa. Y Mumbai combinaba todos los elementos de sus precursores: al atacarla, los terroristas golpearon la economía, el turismo y el carácter internacional de India.
Causaron muerte y destrucción, abrasaron la psique de la nación, dejaron al descubierto las limitaciones de su aparato de seguridad y humillaron al Gobierno. Hicieron mella en la imagen mundial de India como un gigante económico emergente, un ejemplo de éxito en la era de la globalización y un polo de atracción cada vez más fuerte para inversores y turistas. El mundo vio a una India insegura y vulnerable, un Estado blando, acosado por enemigos capaces de golpear cuando quisieran.
Pero esta vez los terroristas quizá fueron demasiado lejos. Al matar a ciudadanos estadounidenses, franceses e israelíes, los asesinos de Mumbai se han creado enemigos poderosos. Cuando otras bombas anteriores sólo se cobraban vidas indias, para el resto del mundo era fácil considerar el terrorismo en India como un problema exclusivamente suyo, pese a que los atentados estaban causando la muerte de más personas que en ningún otro país del mundo excepto Irak. Mumbai ha internacionalizado el problema. Los terroristas, que fueron protagonistas de los medios de comunicación del planeta durante tres horribles días, lograron un sorprendente triunfo para su causa, un éxito que debió de inquietar a los expertos en antiterrorismo de todo el mundo, porque ahora ven lo fácil que sería para 10 hombres que no tengan miedo a morir tomar cualquier ciudad como rehén. Al fin y al cabo, ¿cuántos hoteles, colegios, aeropuertos, mercados o cines es posible fortificar? Sin embargo, al mismo tiempo, consiguieron garantizar que India no vuelva nunca a estar sola en sus esfuerzos para eliminar este azote.
Como es inevitable, en otros países han empezado a surgir preguntas: “¿Es el final para India? ¿Podrá recuperarse de esto?”.
Las respuestas son no y sí, respectivamente, pero es comprensible que en el mundo se hagan preguntas existenciales sobre un país que, hasta hace poco, parecía a punto de despegar. Después de los ataques, hubo cancelaciones de reservas de turistas extranjeros en hoteles indios situados a cientos de kilómetros de Mumbai, y no cabe duda de que algunos posibles inversores en la economía india han aplazado sus planes y visitas después de ver cómo asaltaban unos hoteles frecuentados por hombres de negocios internacionales. Estas reacciones, desmesuradas, se calmarán con el tiempo.
Mumbai e India pueden recuperarse de los ataques físicos contra ellas. Somos una tierra muy resistente que a lo largo de difíciles milenios ha aprendido a hacer frente a la tragedia. Las bombas y las balas no pueden destruir India, porque los indios nos levantamos de entre los escombros y seguimos adelante como hemos hecho durante toda nuestra historia.
En cambio, lo que sí puede destruir India es una transformación del espíritu de su pueblo y el alejamiento del pluralismo y la coexistencia que, hasta ahora, han sido nuestras mejores cualidades. Afortunadamente, la gente hizo caso al llamamiento del primer ministro a la calma y la contención ante la furia asesina desatada en Mumbai. Mi mayor temor era que, en una tensa época electoral, el oportunismo político pudiera hacer que algunos practicaran la política del odio y la división. De hecho, escribí (mientras los ataques estaban todavía en pleno desarrollo): “Si estos trágicos acontecimientos desembocan en la demonización de los musulmanes en India, los terroristas habrán vencido”. Me satisface decir que, por el contrario, los indios se han mantenido unidos ante esta tragedia. Es más, estuvieron unidos en el sufrimiento: entre las víctimas había personas de todas las confesiones, incluidos 49 musulmanes entre los 188 muertos.
Para volver al principio, a la Puerta de India: al terminar el ataque, miles de ciudadanos se reunieron allí para celebrar una vigilia a la luz de las velas. Había ira, en parte dirigida contra nuestros propios fallos de seguridad y gobierno, pero nunca dirigida contra ninguna comunidad concreta. Y así es como debe ser. Para que India sea India, su puerta -a las múltiples Indias que hay dentro y a los mares agitados de fuera- debe permanecer siempre abierta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Los horrores que se cometieron en Mumbai a finales de noviembre han causado un impacto duradero en todos los indios. Hoy, el país está recuperándose y anotando el coste en vidas humanas y daños materiales y, sobre todo, en la psique herida de una nación devastada.
Yo crecí en Bombay, como se llamaba entonces, por lo que sentí tremenda empatía al observar esos espantosos acontecimientos. Existe una ironía brutal en el hecho de que los ataques de Mumbai comenzaran con los terroristas atracando su nave junto a la Puerta de India. El grandioso arco, construido en 1911, ha sido siempre un símbolo de la apertura de la ciudad. En torno a él se apiñan masas de turistas extranjeros y paletos locales; los vendedores pregonan sus mercancías; los barcos se mecen en las aguas con sus ofertas de cruceros hacia mar abierto. Las muchedumbres que circulan en sus proximidades reflejan la diversidad de India, con señores parsi que salen a dar su paseo vespertino, mujeres musulmanas vestidas con burka que se acercan a respirar el aire marino, camareros católicos de Goa que descansan de sus obligaciones en el señorial hotel Taj Mahal, hindúes de todos los rincones del país que hablan en multitud de lenguas. En noviembre, mientras aparecía en televisión vacía y protegida por un círculo de barricadas de la policía, la Puerta de India -la puerta a India y al alma india- estaba siendo testigo mudo del ataque más reciente contra la democracia pluralista del país.
Los terroristas, que subieron sus bolsas cargadas de armas por las escaleras del muelle para iniciar su asalto contra el Taj, sabían exactamente lo que hacían. Fue un ataque contra el centro neurálgico financiero y capital comercial del país, una ciudad emblemática de la enérgica entrada de India en el siglo XXI. Golpearon símbolos de la prosperidad que estaba haciendo que el modelo indio resultara tan atractivo para el mundo globalizado: hoteles de lujo, un café frecuentado por extranjeros, el Centro Judío de la ciudad.
Además, los terroristas pretendían polarizar a la sociedad india, y por eso afirmaron que actuaban para reparar los agravios, reales e imaginarios, sufridos por los musulmanes indios. Y al escoger a estadounidenses e israelíes como centros de especial atención demostraron que su fanatismo islamista tenía sus raíces, más que en la fe, en la geopolítica del odio.
El ataque contra el centro judío Chabad Lubavitch y la matanza de sus residentes fue especialmente triste, porque India está orgullosa de ser el único país del mundo con una diáspora judía -que se remonta a hace 2.500 años- en el que nunca ha habido un solo caso de antisemitismo (salvo cuando lo ejercieron los portugueses, en el siglo XVI). Ésta es la primera vez que un judío no se ha sentido a salvo en India; una prueba más de que los terroristas no eran indios y de que seguían planes extranjeros. Es evidente que no fue sólo un ataque contra India; los terroristas fueron contra “los judíos y los cruzados” de los que habla Al Qaeda. Con esta tragedia, India se convirtió en escenario de una batalla mundial.
Tras los asesinatos, los lugares comunes empezaron a correr tanto como la sangre. El terrorismo es inaceptable; los terroristas son unos cobardes; el mundo condena, unido y sin reservas, esta última atrocidad. Los comentaristas estadounidenses se apresuraron a proclamar que aquella noche y aquel día de matanzas constituían el 11-S indio. Pero India había sufrido ya muchos intentos de 11-S, todos ellos patrocinados, como éste, desde el otro lado de la frontera, desde Pakistán.
Sólo en 2008, las bombas terroristas se cobraron vidas en Jaipur, Ahmedabad, Delhi y varios lugares diferentes en un mismo día en el Estado de Assam. Jaipur es la estrella polar del turismo indio en Rajastán; Ahmedabad es la principal ciudad de Gujarat, el Estado modelo del desarrollo de India, con una tasa de crecimiento del PIB local del 14%; Delhi es la capital política de la nación y la ventana de India al mundo; Assam resultaba práctico, desde el punto de vista logístico, para unos terroristas del otro lado de una frontera porosa. Y Mumbai combinaba todos los elementos de sus precursores: al atacarla, los terroristas golpearon la economía, el turismo y el carácter internacional de India.
Causaron muerte y destrucción, abrasaron la psique de la nación, dejaron al descubierto las limitaciones de su aparato de seguridad y humillaron al Gobierno. Hicieron mella en la imagen mundial de India como un gigante económico emergente, un ejemplo de éxito en la era de la globalización y un polo de atracción cada vez más fuerte para inversores y turistas. El mundo vio a una India insegura y vulnerable, un Estado blando, acosado por enemigos capaces de golpear cuando quisieran.
Pero esta vez los terroristas quizá fueron demasiado lejos. Al matar a ciudadanos estadounidenses, franceses e israelíes, los asesinos de Mumbai se han creado enemigos poderosos. Cuando otras bombas anteriores sólo se cobraban vidas indias, para el resto del mundo era fácil considerar el terrorismo en India como un problema exclusivamente suyo, pese a que los atentados estaban causando la muerte de más personas que en ningún otro país del mundo excepto Irak. Mumbai ha internacionalizado el problema. Los terroristas, que fueron protagonistas de los medios de comunicación del planeta durante tres horribles días, lograron un sorprendente triunfo para su causa, un éxito que debió de inquietar a los expertos en antiterrorismo de todo el mundo, porque ahora ven lo fácil que sería para 10 hombres que no tengan miedo a morir tomar cualquier ciudad como rehén. Al fin y al cabo, ¿cuántos hoteles, colegios, aeropuertos, mercados o cines es posible fortificar? Sin embargo, al mismo tiempo, consiguieron garantizar que India no vuelva nunca a estar sola en sus esfuerzos para eliminar este azote.
Como es inevitable, en otros países han empezado a surgir preguntas: “¿Es el final para India? ¿Podrá recuperarse de esto?”.
Las respuestas son no y sí, respectivamente, pero es comprensible que en el mundo se hagan preguntas existenciales sobre un país que, hasta hace poco, parecía a punto de despegar. Después de los ataques, hubo cancelaciones de reservas de turistas extranjeros en hoteles indios situados a cientos de kilómetros de Mumbai, y no cabe duda de que algunos posibles inversores en la economía india han aplazado sus planes y visitas después de ver cómo asaltaban unos hoteles frecuentados por hombres de negocios internacionales. Estas reacciones, desmesuradas, se calmarán con el tiempo.
Mumbai e India pueden recuperarse de los ataques físicos contra ellas. Somos una tierra muy resistente que a lo largo de difíciles milenios ha aprendido a hacer frente a la tragedia. Las bombas y las balas no pueden destruir India, porque los indios nos levantamos de entre los escombros y seguimos adelante como hemos hecho durante toda nuestra historia.
En cambio, lo que sí puede destruir India es una transformación del espíritu de su pueblo y el alejamiento del pluralismo y la coexistencia que, hasta ahora, han sido nuestras mejores cualidades. Afortunadamente, la gente hizo caso al llamamiento del primer ministro a la calma y la contención ante la furia asesina desatada en Mumbai. Mi mayor temor era que, en una tensa época electoral, el oportunismo político pudiera hacer que algunos practicaran la política del odio y la división. De hecho, escribí (mientras los ataques estaban todavía en pleno desarrollo): “Si estos trágicos acontecimientos desembocan en la demonización de los musulmanes en India, los terroristas habrán vencido”. Me satisface decir que, por el contrario, los indios se han mantenido unidos ante esta tragedia. Es más, estuvieron unidos en el sufrimiento: entre las víctimas había personas de todas las confesiones, incluidos 49 musulmanes entre los 188 muertos.
Para volver al principio, a la Puerta de India: al terminar el ataque, miles de ciudadanos se reunieron allí para celebrar una vigilia a la luz de las velas. Había ira, en parte dirigida contra nuestros propios fallos de seguridad y gobierno, pero nunca dirigida contra ninguna comunidad concreta. Y así es como debe ser. Para que India sea India, su puerta -a las múltiples Indias que hay dentro y a los mares agitados de fuera- debe permanecer siempre abierta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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