Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 04/04/09):
“El consenso de Washington está superado”, declaró Gordon Brown al término de la reunión del G-20 en Londres que ha marcado simbólicamente el fin de un modelo de capitalismo y el incierto inicio de una nueva forma de globalización. Atrás queda la fe ciega en la capacidad del mercado para autorregularse, la piedra angular del llamado consenso de Washington, el dogma dominante de nuestras economías y nuestras vidas en las dos últimas décadas. Se acabó el reducir la sociedad al mercado y el mercado a la cotización en bolsa. Y se reafirma la responsabilidad de los estados para gestionar los flujos globales en vez de navegarlos sin brújula. Ha tenido que producirse una crisis catastrófica del sistema financiero mundial para que las llamadas de atención que hasta hace poco se descartaban por ideológicas y arcaicas se hayan convertido en materiales de reflexión para la reconstrucción de la economía mundial.
Empezando por la necesidad de regulación global de los mercados financieros. Eliminar el secreto bancario y controlar los paraísos fiscales contribuirá a tapar la vía de escape que sangraba la capacidad de los gobiernos para recabar sus impuestos, la base de la financiación pública de la economía y la sociedad. La imposición de una transparencia contable permitirá limitar las operaciones especulativas de enormes dimensiones que han dominado los mercados en los últimos años. Y la supervisión de las agencias evaluadoras de las finanzas evitará abusos y errores como los que motivaron la crisis asiática de 1997 o la reciente crisis hipotecaria como consecuencia de evaluaciones sesgadas en función de los intereses ocultos de los evaluadores. El mercado de derivados deberá funcionar dentro de unos límites que disminuirán la creación de capital virtual respecto a los activos de las instituciones emisoras de títulos. Incluso los sueldos y primas de los ejecutivos financieros van a ser escrutados de cerca por las administraciones.
Que los gobiernos se planteen vigilar y regular las primas de ejecutivos privados señala hasta qué punto ha cambiado el clima ideológico tras la debacle financiera a la que hemos asistido. La hoguera de las vanidades de Wall Street, y de sus émulos en otras latitudes, ha consumido a los aprendices de brujo de los modelos financieros y ha planteado con más fuerza que nunca el papel de los valores personales por encima de los valores bursátiles, no sólo en lo moral sino en lo económico. Por la sencilla razón de que sin esa base de responsabilidad corporativa no hay transparencia y no hay confianza. Y transparencia y confianza son los dos pilares sobre los que opera eficazmente el mercado financiero.
Ahora bien, no hemos salido del hoyo ni mucho menos. Y no sólo porque el camino de acuerdos y medidas de Londres hasta su bolsillo es largo en el tiempo e incierto en el espacio, sino por un factor más de fondo:
¿con qué se financia el crecimiento una vez que se acabó la era del crédito fácil? Recordemos que en EE. UU. y en Europa, en la última década dos tercios del crecimiento del PIB provienen de la demanda de los consumidores. Esta demanda fue estimulada al límite mediante esa plétora de capital virtual creado por las instituciones financieras a partir de derivar los derivados e inflar los precios inmobiliarios. Los flujos globales no regulados, incluyendo los miles de millones del lavado de dinero, fueron puestos a disposición de mercados locales con créditos no garantizados.
Si la regulación seca buena parte de las fuentes de ese capital virtual y limita la especulación, la necesaria austeridad financiera se traduce en una restricción masiva del crédito para unas economías de empresas y familias acostumbradas a tirar de tarjeta. El frenazo es tan brusco y de tal envergadura que el choque es inevitable. El choque son quiebras, despidos, recorte de salarios, desesperación individual y desorden social. Por eso Obama vino a Londres con una obsesión. Regular, de acuerdo (aunque sin menoscabar soberanía nacional), pero sobre todo estimular, inyectar dinero público a la economía global y a cada economía nacional.
Porque sabe que los largos plazos se hacen de cortos plazos y podríamos estar regulando el silencio de los corderos económicos en un mundo devastado por la sequía de capital.
De ahí la importancia de las medidas de estímulo que se han acordado, a través del FMI, del Banco Mundial y de programas de préstamos bilaterales y multilaterales a países al borde del colapso, como es el caso de economías en el este de Europa. Incluyendo las medidas de estímulo de los gobiernos en sus propios países, se calcula en más de cinco billones de dólares el dinero que se ha decidido invertir simultáneamente en la economía mundial, en un esfuerzo de estímulo sin precedentes. Pero los problemas no acaban ahí.
Porque la urgencia de esta inversión hará difícil su gestión, además de que cada uno, gobiernos, empresas y bancos, aprovechará para barrer para su casa, pensando en que el bien común empieza por el interés propio. Más aún: ¿de dónde sale este dinero? No lo pueden inventar, so pena de crear un atroz panorama de inflación y recesión a la vez. Proviene de nuestros impuestos en parte, pero tampoco pueden aumentar impuestos en una situación así, salvo a los ricos, y no hay tanto rico como para pagar toda la crisis. Y por tanto, es dinero obtenido con deuda que pagar en el futuro y prestado por los pocos países que tienen exceso de capital, en particular China y algunos petroleros. De ahí que, al tiempo que cambia el modelo económico, cambia también el modelo geopolítico, porque ahora sí hemos entrado de lleno en el multilateralismo.
La cuestión pendiente es la de saber si hemos salido a tiempo de la borrachera neoliberal que nos llevó al borde del abismo o si nuestra adicción consumista es tal que aún preferimos saltar al vacío antes que cambiar de vida. Y sin embargo, hay tantas cosas bellas en la vida que son gratis…
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
“El consenso de Washington está superado”, declaró Gordon Brown al término de la reunión del G-20 en Londres que ha marcado simbólicamente el fin de un modelo de capitalismo y el incierto inicio de una nueva forma de globalización. Atrás queda la fe ciega en la capacidad del mercado para autorregularse, la piedra angular del llamado consenso de Washington, el dogma dominante de nuestras economías y nuestras vidas en las dos últimas décadas. Se acabó el reducir la sociedad al mercado y el mercado a la cotización en bolsa. Y se reafirma la responsabilidad de los estados para gestionar los flujos globales en vez de navegarlos sin brújula. Ha tenido que producirse una crisis catastrófica del sistema financiero mundial para que las llamadas de atención que hasta hace poco se descartaban por ideológicas y arcaicas se hayan convertido en materiales de reflexión para la reconstrucción de la economía mundial.
Empezando por la necesidad de regulación global de los mercados financieros. Eliminar el secreto bancario y controlar los paraísos fiscales contribuirá a tapar la vía de escape que sangraba la capacidad de los gobiernos para recabar sus impuestos, la base de la financiación pública de la economía y la sociedad. La imposición de una transparencia contable permitirá limitar las operaciones especulativas de enormes dimensiones que han dominado los mercados en los últimos años. Y la supervisión de las agencias evaluadoras de las finanzas evitará abusos y errores como los que motivaron la crisis asiática de 1997 o la reciente crisis hipotecaria como consecuencia de evaluaciones sesgadas en función de los intereses ocultos de los evaluadores. El mercado de derivados deberá funcionar dentro de unos límites que disminuirán la creación de capital virtual respecto a los activos de las instituciones emisoras de títulos. Incluso los sueldos y primas de los ejecutivos financieros van a ser escrutados de cerca por las administraciones.
Que los gobiernos se planteen vigilar y regular las primas de ejecutivos privados señala hasta qué punto ha cambiado el clima ideológico tras la debacle financiera a la que hemos asistido. La hoguera de las vanidades de Wall Street, y de sus émulos en otras latitudes, ha consumido a los aprendices de brujo de los modelos financieros y ha planteado con más fuerza que nunca el papel de los valores personales por encima de los valores bursátiles, no sólo en lo moral sino en lo económico. Por la sencilla razón de que sin esa base de responsabilidad corporativa no hay transparencia y no hay confianza. Y transparencia y confianza son los dos pilares sobre los que opera eficazmente el mercado financiero.
Ahora bien, no hemos salido del hoyo ni mucho menos. Y no sólo porque el camino de acuerdos y medidas de Londres hasta su bolsillo es largo en el tiempo e incierto en el espacio, sino por un factor más de fondo:
¿con qué se financia el crecimiento una vez que se acabó la era del crédito fácil? Recordemos que en EE. UU. y en Europa, en la última década dos tercios del crecimiento del PIB provienen de la demanda de los consumidores. Esta demanda fue estimulada al límite mediante esa plétora de capital virtual creado por las instituciones financieras a partir de derivar los derivados e inflar los precios inmobiliarios. Los flujos globales no regulados, incluyendo los miles de millones del lavado de dinero, fueron puestos a disposición de mercados locales con créditos no garantizados.
Si la regulación seca buena parte de las fuentes de ese capital virtual y limita la especulación, la necesaria austeridad financiera se traduce en una restricción masiva del crédito para unas economías de empresas y familias acostumbradas a tirar de tarjeta. El frenazo es tan brusco y de tal envergadura que el choque es inevitable. El choque son quiebras, despidos, recorte de salarios, desesperación individual y desorden social. Por eso Obama vino a Londres con una obsesión. Regular, de acuerdo (aunque sin menoscabar soberanía nacional), pero sobre todo estimular, inyectar dinero público a la economía global y a cada economía nacional.
Porque sabe que los largos plazos se hacen de cortos plazos y podríamos estar regulando el silencio de los corderos económicos en un mundo devastado por la sequía de capital.
De ahí la importancia de las medidas de estímulo que se han acordado, a través del FMI, del Banco Mundial y de programas de préstamos bilaterales y multilaterales a países al borde del colapso, como es el caso de economías en el este de Europa. Incluyendo las medidas de estímulo de los gobiernos en sus propios países, se calcula en más de cinco billones de dólares el dinero que se ha decidido invertir simultáneamente en la economía mundial, en un esfuerzo de estímulo sin precedentes. Pero los problemas no acaban ahí.
Porque la urgencia de esta inversión hará difícil su gestión, además de que cada uno, gobiernos, empresas y bancos, aprovechará para barrer para su casa, pensando en que el bien común empieza por el interés propio. Más aún: ¿de dónde sale este dinero? No lo pueden inventar, so pena de crear un atroz panorama de inflación y recesión a la vez. Proviene de nuestros impuestos en parte, pero tampoco pueden aumentar impuestos en una situación así, salvo a los ricos, y no hay tanto rico como para pagar toda la crisis. Y por tanto, es dinero obtenido con deuda que pagar en el futuro y prestado por los pocos países que tienen exceso de capital, en particular China y algunos petroleros. De ahí que, al tiempo que cambia el modelo económico, cambia también el modelo geopolítico, porque ahora sí hemos entrado de lleno en el multilateralismo.
La cuestión pendiente es la de saber si hemos salido a tiempo de la borrachera neoliberal que nos llevó al borde del abismo o si nuestra adicción consumista es tal que aún preferimos saltar al vacío antes que cambiar de vida. Y sin embargo, hay tantas cosas bellas en la vida que son gratis…
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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