Por Benjamín Forcano, sacerdote y teólogo (EL PERIÓDICO, 06/04/09).
Quien no conozca un poco la historia, seguramente pensará que en la Iglesia católica las normas son inamovibles. Pero nada más lejos de la realidad. En el siglo XIII bulas del papa Inocencio IV, y en el XVI, del papa León X afirmaban que era “voluntad del Espíritu quemar a los herejes”, y Galileo fue censurado para evitar que la razón científica pudiera constituirse al margen del magisterio. Más recientemente, se seguía afirmando que la Iglesia “es una sociedad de desiguales”, que “la división de clases en la sociedad es conforme a la voluntad divina”, que “la libertad religiosa es poco menos que un delirio”, que “el matrimonio es un contrato entre un hombre y una mujer para procrear”.
El Concilio Vaticano II (cima del magisterio eclesial) modificó estas perspectivas. Afirmó que era ley fundamental la igualdad de todos los miembros dentro de la Iglesia, así como el derecho a la libertad religiosa y comprender el matrimonio como una comunidad de vida y amor, por lo que tiene razón de ser aun cuando falte la descendencia. Dos cosas aparecen aquí muy claras: el matrimonio, con todo su ámbito de intimidad sexual, no se justifica ni se ordena a la procreación y su ra- zón fundante es el amor –que puede ser fecundo o infecundo– y se manifiesta en las expresiones gozosas del placer. El placer, componente y consecuencia del amor, es tan legítimo como el amor mismo. Se descarta la necesidad de justificarlo como subordinado a la procreación: es bueno, legítimo y sacramental.
El problema se plantea cuando, en el ejercicio de esa intimidad, se pretende establecer como norma única dominante el respeto a la estructura biológica del acto sexual, que debería desarrollarse sin interposición o alteración de ninguna clase. Tal norma respondería a una visión fisicista de la sexualidad humana, reducida al cuadro natural-instintivo de una sexualidad animal, agotada –supuestamente– en sola procreación: “Natural –decía Ulpiano– es lo que la naturaleza enseñó a todos los animales”. Pero tal aforismo falsea el significado natural de la sexualidad humana: la persona no es mero cuerpo ni puro instinto ni se aparea, al modo de los animales, solo para procrear. La persona tiene la responsabilidad de discernir y en una situación de conflicto de valores elegir aquellos valores que en conciencia considere más importantes.
ESTA ES moral tradicional, que enseñaron y explicaron diversos episcopados cuando el conflicto de la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI: “A este respecto, recordaremos simplemente la enseñanza constante de la moral: cuando se está en una alternativa de deberes, en la que cualquiera que sea la determinación tomada no puede evitarse un mal, la sabiduría tradicional prevé buscar delante de Dios cuál es, en tal coyuntura, el deber mayor”.
Idéntico planteamiento cabe aplicar al sida. “¿Qué dice el moralista cristiano cuando le surge el dilema: condón o sida? Nos encontramos aquí ante un caso típico, en el que el Papa actual (Juan Pablo II) piensa de un modo diferente que la mayor parte de los teólogos y de los laicos que piensan críticamente. Imaginen dos casos: un hombre casado sabe que está infectado del sida. De ninguna manera puede exponer a su mujer al peligro de contagio. En esta situación sería irresponsable engendrar una nueva vida, que, con toda probabilidad, estaría también infectada. Usando el condón, puede evitar los dos peligros. Sin condón sería el acto matrimonial con su mujer, sin duda, un pecado contra el quinto mandamiento. Otro caso: un hombre tiene fuera del matrimonio contactos sexuales, aunque sabe que está infectado de sida. Si lo hace con condón, comete, sin duda, un pecado contra el sexto mandamiento. Si lo hace sin condón peca, además, contra el quinto mandamiento” (J. G. Cascales y B. Forcano, Bernhard Häring, Nueva Utopía, página 50).
A este respecto comenta el padre Häring: “La historia y la propia experiencia nos enseñan más que suficientemente que todos nosotros, sin excluir a los papas, con frecuencia podemos errar y aseverar tonterías con una seriedad sorprendente. La Iglesia ganaría mucho, si todos nosotros –en todos los planos– quisiéramos aprender de todo eso” (ídem, página 51).
ES UN HECHO común que el Evangelio apenas tiene orientaciones o normas de carácter sexual. Vacío ese que debía colmarse históricamente con el recurso al modelo cultural dominante. Es lo que hicieron los Santos Padres, entre ellos San Agustín y Santo Tomás. Sus doctrinas moldearon el pensamiento de Occidente. Pero hoy nadie las identifica sin más con el mensaje del Evangelio.
El nuevo enfoque del Vaticano II debe marcar el pensar y obrar de los cristianos: “Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada de forma más adecuada”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Quien no conozca un poco la historia, seguramente pensará que en la Iglesia católica las normas son inamovibles. Pero nada más lejos de la realidad. En el siglo XIII bulas del papa Inocencio IV, y en el XVI, del papa León X afirmaban que era “voluntad del Espíritu quemar a los herejes”, y Galileo fue censurado para evitar que la razón científica pudiera constituirse al margen del magisterio. Más recientemente, se seguía afirmando que la Iglesia “es una sociedad de desiguales”, que “la división de clases en la sociedad es conforme a la voluntad divina”, que “la libertad religiosa es poco menos que un delirio”, que “el matrimonio es un contrato entre un hombre y una mujer para procrear”.
El Concilio Vaticano II (cima del magisterio eclesial) modificó estas perspectivas. Afirmó que era ley fundamental la igualdad de todos los miembros dentro de la Iglesia, así como el derecho a la libertad religiosa y comprender el matrimonio como una comunidad de vida y amor, por lo que tiene razón de ser aun cuando falte la descendencia. Dos cosas aparecen aquí muy claras: el matrimonio, con todo su ámbito de intimidad sexual, no se justifica ni se ordena a la procreación y su ra- zón fundante es el amor –que puede ser fecundo o infecundo– y se manifiesta en las expresiones gozosas del placer. El placer, componente y consecuencia del amor, es tan legítimo como el amor mismo. Se descarta la necesidad de justificarlo como subordinado a la procreación: es bueno, legítimo y sacramental.
El problema se plantea cuando, en el ejercicio de esa intimidad, se pretende establecer como norma única dominante el respeto a la estructura biológica del acto sexual, que debería desarrollarse sin interposición o alteración de ninguna clase. Tal norma respondería a una visión fisicista de la sexualidad humana, reducida al cuadro natural-instintivo de una sexualidad animal, agotada –supuestamente– en sola procreación: “Natural –decía Ulpiano– es lo que la naturaleza enseñó a todos los animales”. Pero tal aforismo falsea el significado natural de la sexualidad humana: la persona no es mero cuerpo ni puro instinto ni se aparea, al modo de los animales, solo para procrear. La persona tiene la responsabilidad de discernir y en una situación de conflicto de valores elegir aquellos valores que en conciencia considere más importantes.
ESTA ES moral tradicional, que enseñaron y explicaron diversos episcopados cuando el conflicto de la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI: “A este respecto, recordaremos simplemente la enseñanza constante de la moral: cuando se está en una alternativa de deberes, en la que cualquiera que sea la determinación tomada no puede evitarse un mal, la sabiduría tradicional prevé buscar delante de Dios cuál es, en tal coyuntura, el deber mayor”.
Idéntico planteamiento cabe aplicar al sida. “¿Qué dice el moralista cristiano cuando le surge el dilema: condón o sida? Nos encontramos aquí ante un caso típico, en el que el Papa actual (Juan Pablo II) piensa de un modo diferente que la mayor parte de los teólogos y de los laicos que piensan críticamente. Imaginen dos casos: un hombre casado sabe que está infectado del sida. De ninguna manera puede exponer a su mujer al peligro de contagio. En esta situación sería irresponsable engendrar una nueva vida, que, con toda probabilidad, estaría también infectada. Usando el condón, puede evitar los dos peligros. Sin condón sería el acto matrimonial con su mujer, sin duda, un pecado contra el quinto mandamiento. Otro caso: un hombre tiene fuera del matrimonio contactos sexuales, aunque sabe que está infectado de sida. Si lo hace con condón, comete, sin duda, un pecado contra el sexto mandamiento. Si lo hace sin condón peca, además, contra el quinto mandamiento” (J. G. Cascales y B. Forcano, Bernhard Häring, Nueva Utopía, página 50).
A este respecto comenta el padre Häring: “La historia y la propia experiencia nos enseñan más que suficientemente que todos nosotros, sin excluir a los papas, con frecuencia podemos errar y aseverar tonterías con una seriedad sorprendente. La Iglesia ganaría mucho, si todos nosotros –en todos los planos– quisiéramos aprender de todo eso” (ídem, página 51).
ES UN HECHO común que el Evangelio apenas tiene orientaciones o normas de carácter sexual. Vacío ese que debía colmarse históricamente con el recurso al modelo cultural dominante. Es lo que hicieron los Santos Padres, entre ellos San Agustín y Santo Tomás. Sus doctrinas moldearon el pensamiento de Occidente. Pero hoy nadie las identifica sin más con el mensaje del Evangelio.
El nuevo enfoque del Vaticano II debe marcar el pensar y obrar de los cristianos: “Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada de forma más adecuada”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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