miércoles, marzo 16, 2011

Intervenir o no intervenir: esa es la cuestión

Por Javier Rupérez, embajador de España (ABC, 07/03/11):

Curioso mundo este, en el que muchos de los que en 2003 calificaron a Bush de genocida por haber intervenido en Irak para expulsar del poder al sangriento tirano Saddam Hussein hoy levantan fervorosamente la voz para reclamar se haga contra el tirano sangriento Muammar el-Gadafi lo que entonces tan vehementemente se condenó. ¿Acaso merece el libio el castigo moral y militar que tan ardorosamente se puso en duda en contra del iraquí? ¿Tuvo este mejores credenciales éticas que aquel? ¿Cuál es el baremo de la indignidad para evaluar si la intervención militar para derrocar al tirano está o no justificada? ¿Sería Obama menos genocida si interviniera contra Gadafi que lo que supuestamente fue Bush al hacerlo en contra de Saddam?

La idea de la «intervención por razones humanitarias», nunca hasta ahora debidamente perfilada en la práctica política o en la teoría jurídica, comenzó a tomar cuerpo después de que la comunidad internacional —delicado eufemismo que normalmente abarca en exclusiva a los países democráticos y prósperos— contemplara con horror retrospectivo, después de haberlo hecho en silencio cómplice y obsceno, la matanza de un millón de personas de la etnia tutsi a manos de los rebeldes hutus en la Ruanda de 1994. Para los que alberguen dudas al respecto o hayan olvidado la historia y no tengan alterado el ritmo cardiaco, es recomendable la lectura del libro que el general canadiense Romeo Dallaire, jefe entonces de las tropas de la ONU en la zona, dedicó a la narración de la barbarie. Cuya memoria estuvo presente en las decisiones tomadas por los Estados Unidos y sus aliados en la OTAN para finalmente decidirse a intervenir, sin autorización del Consejo de Seguridad, en Bosnia y en Kosovo, a finales de los años noventa del pasado siglo, con el objeto de evitar la aplicación sistemática de criterios de limpieza étnica a todos sus adversarios por parte de Milosevic, el hombre fuerte de la Serbia posyugoslava. ¿Vamos a contemplar impasibles cómo el enloquecido y bufonesco coronel de la antigua Cirenaica extermina a sus súbditos y perpetúa su reinado de sangre y sinrazón?

Claro, nunca son fáciles las intervenciones militares. Lo saben mejor que nadie los americanos, cuyo secretario de Defensa, Robert Gates, ha recordado que la imposición de una zona de exclusión aérea significa un previo bombardeo de las baterías antiaéreas y consiguientemente la guerra. Franceses, alemanes, árabes diversos, rusos y chinos, es decir, los sospechosos habituales, se han apresurado a vocear la convencional cautela de los melindrosos. O de los interesados. No quieren intervención. O, mejor dicho, no quieren intervención americana. Sabiendo que no es posible ninguna otra —aunque a los franceses no les temblara el dedo en el gatillo cuando en Chad en 1987 actuaran precisamente en contra de las incursiones libias para preservar la seguridad de sus aliados y la integridad de sus sagrados intereses nacionales—. Es decir, hay intervenciones e intervenciones, según sus protagonistas. Pero ¿qué pasa si los súbditos del tirano de la jaima empiezan a morir a centenares bajo la atenta mirada de las cámaras de la CNN? ¿Seguirán los biempensantes televidentes occidentales mirando para otro lado? ¿Y qué pasará en el momento de la verdad, cuando, Dios no lo quiera, se imponga la realidad de la barbarie y el Consejo de Seguridad sea incapaz de tomar la decisión de autorizar la intervención militar y la sangre convierta el desierto en un charco viscoso y rojizo? ¿De verdad alguien piensa que con respingos y mohínes se podrá convencer a los Estados Unidos para que observen impávidos desde sus buques de guerra desplegados en las aguas vecinas a Trípoli cómo civiles inocentes son exterminados por la vesania del sátrapa?

Gadafi nos ha roto el guión. Lo de Túnez y Egipto había transcurrido tan bien, con los autócratas optando prudentemente por la retirada tras unos breves y en gran medida incruentos escarceos, que pensábamos que era orégano todo el monte de la transición árabe a la democracia. Pero el asesino de Lockerbie está hecho de otros mimbres, y evidentemente, como su colega el mesopotámico Saddam Hussein, quiere morir matando. La lógica y la responsabilidad del momento demandan lo primero y exigen poner coto a la segundo. Caben muchos circunloquios, análisis, esperas, observaciones, verificaciones y certezas, y toda prudencia será poca a la hora de tomar la gran decisión, si de intervenir militarmente se trata. Y no es cuestión de condicionar el desenlace: ojalá la razón inunde su turbada mente y decida poner pies en polvorosa y buscar acomodo en Venezuela, o en Cuba, o en Nicaragua, donde encuentra seguro los abrazos fraternales de sus conmilitones Chaves, Castro y Ortega. ¡Menudo póquer de ases harían los cuatro juntos! Pero allá, al final del proceso, agotadas todas las posibilidades, descartadas por imposibles otras opciones, cuando se llegue a imponer la realidad de la inminente catástrofe, la cuestión seguirá siendo si se interviene o se deja de hacerlo. Momento de la verdad en el que tienen poco espacio los tiquismiquis jurídicos, dicho sea con el máximo respeto a los que de ellos viven y por ellos juran.

Ha estado sobradamente en su sitio el presidente Obama al indicar a Gadafi que su tiempo ha terminado, mientras recordaba que para su país, los Estados Unidos, todas las opciones para el tratamiento de la crisis estaban sobre la mesa. Incluyendo la intervención militar. Al hacerlo seguramente habrá recordado que su antecesor en la Casa Blanca se vio parejamente en similar tesitura: un tirano harto de fechorías al que hubo que extender también un perentorio ultimátum bajo la amenaza, luego cumplida, de la acción bélica. Y este, Obama, como aquel, Bush, procurará que si la dura decisión se adopta sea bajo la clámide protectora del Consejo de Seguridad, y si posible incluso con el asentimiento de todos sus quince miembros. Pero si el Consejo de Seguridad —es decir, algunos de sus miembros permanentes— no quiere considerar el tema, o si haciéndolo no desea conceder su plácet, ¿dejaremos que los esbirros del exótico coronel se ensañen impunemente con los que piden su destitución?

Sí, claro, ya lo sabemos, son cuestiones complicadas estas de la paz y la guerra, y nunca es aconsejable la precipitación, y todas esas cosas, pero si los verdugos matan y los inocentes mueren y hay medios para impedirlo nunca faltará la razón para intervenir y, en la medida de lo posible, salvar la vida de los que están a punto de perecer. Está en juego su integridad. Y su dignidad. Y la nuestra. La jaima de Gadafi ya no tiene sitio en que desplegar su inicuo folclore.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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