lunes, marzo 21, 2011

Sin tiempo para sentir tristeza

Por Kazumi Saeki, escritor japonés (EL MUNDO, 18/03/11):

Cuando golpeó el terremoto yo estaba en las termas de Sakunami, a casi 25 kilómetros de mi hogar, en Sendai, como anfitrión de una pareja británica. Mientras estaba sumergido en una piscina al aire libre junto a Ben, el marido, la nieve en polvo comenzó a desprenderse de las rocas circundantes. Un instante después cayeron pequeños trozos de piedras desprendidas.

«Es un terremoto, y de los grandes», dije, urgiendo a Ben para que entrase en el vestuario de al lado. Me puse el albornoz, sin secarme siquiera. Mientras intentaba que mis piernas me sostuviesen y me ataba el cinturón con manos temblorosas comprendí de pronto, aterrorizado, que había llegado el gran terremoto de la provincia de Miyagi, anunciado desde hacía tanto tiempo.

El terrible movimiento de tierra duró más tiempo que ninguno de los que yo había experimentado. Como supe más tarde, no se trataba solamente del anunciado terremoto. Era un maremoto gigante en alta mar, frente a Miyagi; frente a la costa de Sanriku, en la provincia de Iwate, al norte; frente a la provincia de Fukushima, al sur. Duró seis minutos.

Oí gritos procedentes del vestuario femenino, y poco después apareció Liz, la mujer de Ben, ayudada por mi esposa. Los terremotos son muy poco frecuentes en Gran Bretaña, y pude ver claramente la gran conmoción que sentía Liz al vivir uno.

Se había suspendido el transporte público de regreso a Sendai, la gran ciudad más cercana al epicentro, los teléfonos móviles no funcionaban y no se disponía de ningún tipo de información. En el albergue nos permitieron amablemente pasar la noche, y al día siguiente un joven turista de Tokio nos llevó en su coche de alquiler de vuelta a Sendai. Las carreteras estaban destrozadas, y en algunos puntos bloqueadas por casas derruidas. Los edificios más grandes tenían las ventanas hechas añicos, las tejas de las casas habían caído al suelo, y las viejas paredes de bloques de cemento estaban reducidas a escombros.

Ante mis ojos aparecían escenas caóticas, pero, si he de ser sincero, calculé que la magnitud de la destrucción era más bien pequeña. Cuando llegué a mi casa, situada en una zona elevada, la cerradura de la puerta principal estaba reventada, y el suelo cubierto de libros, cedés y platos que habían caído de los estantes. Pero todo estaba seco, y no había nada que alterase mi opinión del alcance del desastre.

Esta percepción cambió completamente cuando me fui enterando, poco a poco, de la magnitud de los daños, gracias a la radio de manivela, mi única fuente de información en medio del prolongado apagón. La costa del noreste de Japón, de cara al Pacífico, ha sufrido numerosos tsunamis, incluyendo uno procedente del terremoto de 9,5 grados de magnitud ocurrido en Chile en 1960, de modo que, en esa región, la preparación para hacer frente a los desastres es una parte importante de la vida cotidiana. Pero este terremoto ha producido olas de 10 metros de altura, mucho mayores de lo que nadie hubiera imaginado, que han barrido pueblos enteros. Cada vez está más claro que el número de víctimas podría llegar a las decenas de miles.

No teníamos agua ni gas, y nuestra única iluminación esa noche provenía de las velas y de la luz de la luna. Con las luces de la ciudad apagadas, las estrellas brillaban con fuerza en el cielo nocturno. A la mañana siguiente, cuando miré hacia el océano, comprobé horrorizado que los barrios próximos al mar sencillamente habían desaparecido. Muchos de nuestros amigos vivían en esas zonas. Solamente podía ver, a lo lejos, los árboles que se plantaron para proteger la costa.

Encontré a mi anciana madre, que vive cerca y había acudido a un refugio de emergencia, donde nos dijo que todo el mundo se quejaba del frío mientras compartían sus bolas de arroz. Muchos tosían. El refugio estaba desbordado, y mi madre decidió volver a casa con mi mujer y conmigo. En el camino de ida y vuelta al refugio pasé junto a una gasolinera donde la gente hacía cola, esperando conseguir un poco del racionado combustible. Habían llegado noticias sobre una catástrofe en la planta de energía nuclear de la vecina provincia de Fukushima, con explosiones de hidrógeno y fugas de radiación. Ahora está comenzando a extenderse una contaminación invisible. La gente ha adquirido un ansia por la tecnología que supera la comprensión humana. Sin embargo, la factura que hay que pagar por ese deseo es demasiado elevada.

Incluso mientras escribo continúa habiendo fuertes réplicas. Al marcharse, Ben hablaba de un «caos sosegado». Es cierto que, frente a esta calamidad, el pueblo de Sendai ha mantenido la calma. Tal vez esto se deba no tanto a la contención emocional que caracteriza a las gentes de las zonas rurales del norte como al vaciamiento de sus emociones. En el vórtice de una catástrofe inimaginable, todavía no han tenido el tiempo suficiente para sentir dolor, tristeza o ira.

Antes de convertirme en escritor trabajé durante 10 años como electricista, hasta que sufrí una intoxicación por amianto. Mi tarea principal consistía en viajar por todo Tokio reparando sistemas de iluminación, incluidas las farolas de las calles y las luces de vestíbulos y escaleras en los edificios de apartamentos. Por esta razón, la visión de las luces de la ciudad, que se extienden tan ordenada e ininterrumpidamente hasta sus confines, siempre me ha proporcionado una gran sensación de alivio. ¿Volveré algún día a sentir esa paz?

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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