sábado, abril 02, 2011

El precio de la democracia en el mundo

Por Julio Cresp Mac Lennan, historiador y escritor (ABC, 02/04/11):

¿Es legítima la intervención militar de un país con el fin de derrocar a una dictadura? ¿Hasta qué punto se pueden justificar las relaciones cordiales entre democracias y dictaduras? ¿Deben realmente la Unión Europea y Estados Unidos ocuparse de difundir la democracia en el mundo o limitarse a defender sus intereses? Con las revueltas en el mundo árabe, estos viejos dilemas han recobrado actualidad. El exitoso levantamiento de los pueblos tunecino y egipcio contra las dictaduras de Ben Alí y Mubarak ha llevado a muchos ciudadanos europeos a pedir explicaciones a sus gobiernos por las estrechas relaciones que han mantenido con los regímenes dictatoriales de esa región. Más extraordinaria ha sido la reacción ante la frustrada revolución libia, donde la masacre llevada a cabo por Muamar Gadafi contra su propio pueblo ha indignado a unos y preocupado a otros por las consecuencias económicas y geopolíticas que pueda tener la continuidad de esta dictadura en el Mediterráneo, y tanto la sociedad civil como los gobiernos parecen estar sorprendentemente de acuerdo en que no pueden permanecer impasibles ante los graves acontecimientos que están teniendo lugar en ese país.

Tradicionalmente, los valores y principios como pueden ser promover la democracia en el mundo se mantuvieron al margen de la diplomacia occidental, cuyo fin era simplemente la defensa de intereses nacionales. «No tenemos ni aliados eternos ni enemigos eternos, solo nuestros intereses son eternos, y nuestro deber es seguir esos intereses», dijo el ministro de Asuntos Exteriores británico Lord Palmerston a mediados del siglo XIX. Según la doctrina de Lord Palmerston, que iba a inspirar no solo la política exterior británica sino la de numerosos países, todo buen estadista debe anteponer los intereses de su país a cualquier otra consideración, y una diplomacia seria es la que se centra en defender esos intereses nacionales.

Sin embargo, la defensa de intereses nacionales no es incompatible con la promoción de la democracia, sino que ha de ser plenamente complementaria, pues un mundo más democrático es el interés de toda democracia que se precie. Así lo muestra el caso de los británicos, que construyeron un imperio por interés nacional pero con lealtad a sus valores políticos, y de él iban a surgir democracias tan sólidas como las de Canadá, Australia o la India. La defensa de la democracia fue también uno de los principales motivos por los que Gran Bretaña luchó contra la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.

Estados Unidos tuvo durante mucho tiempo un concepto bastante idealista sobre la promoción democrática; desde el momento en que irrumpió en la escena internacional como gran potencia, defendió la idea de que su política exterior y la democracia estaban inextricablemente unidas. El presidente Woodrow Wilson dijo en una ocasión que su objetivo era hacer al mundo más seguro para la democracia, y Estados Unidos iba a utilizar su poderoso ejército para demostrar en varias ocasiones que la guerra contra una dictadura era la forma más rápida y eficaz de promover la democracia en el mundo. Lo demostró en la Segunda Guerra Mundial frente a Alemania, Italia y Japón, ocupando sus países para derrocar a sus regímenes dictatoriales y lograr que surgieran democracias estables, y más recientemente frente a Serbia, donde la caída del dictador Slobodan Milosevic en 1999 dio paso a una democracia. Sin embargo, en los casos de Afganistán e Irak la intervención militar para eliminar dictaduras y sustituirlas por democracias no ha dado el resultado esperado, mostrando que la democracia no se puede imponer y tampoco suele prosperar si no se dan las condiciones políticas, sociales y culturales para que germine. La frágil democracia que ha surgido en Irak, tras una guerra muy controvertida, y la costosa guerra que aún continúa en Afganistán han contribuido a que los estadounidenses dejen de creer en la idea de exportar la democracia por medios militares. El precio de la guerra en una economía endeudada y el dolor que producen las muertes en su ejército han hecho a la Administración americana volverse mucho más cauta a la hora de enviar tropas a luchar contra cualquier dictador.

Por otro lado, Estados Unidos y las democracias europeas han optado en varias ocasiones por anteponer sus intereses estratégicos a la promoción de la democracia y mantener buenas relaciones con dictaduras, y este ha sido el caso en el mundo árabe. Hay varias razones por las que Occidente no ha apostado por la difusión de la democracia en el mundo árabe. En primer lugar, por la teoría del mal menor, de que es mejor una dictadura aliada que arriesgarse a provocar cambios que puedan desestabilizar esos países o acabar en un régimen islamista y hostil. Otra poderosa razón es la dependencia energética, y el miedo a que la inestabilidad en países exportadores de petróleo provoque una crisis económica. Por último, también ha influido el prejuicio, muy difundido, de que los árabes no están preparados para la democracia.

Mientras que Occidente se había acostumbrado a cohabitar con las dictaduras árabes, los ciudadanos de estas han sorprendido al mundo levantándose contra sus opresores y exigiendo libertades y oportunidades para una vida mejor, de la misma forma que lo han hecho otros muchos pueblos en Occidente. No es descabellado pensar que si Egipto y Túnez culminan con éxito sus transiciones democráticas otros países de la región sigan su ejemplo y que la democratización se abra paso con cada vez mayor velocidad en la región, pero ello dependerá en gran medida de Libia. Si Gadafi logra retomar el control de su país y su régimen sobrevive a esta revuelta, el resto de las dictaduras concluirán que es posible resistir en el poder a base de represión. Por esta razón la UE y también Estados Unidos harán bien en tomar todas las medidas necesarias, dentro de los límites marcados por la Liga Árabe, eso sí, para derrocar al tirano libio y liberar a su pueblo de una vez por todas.

Además de confrontar la dictadura de Gadafi, la promoción de la democracia en el mundo árabe exigirá medios económicos y políticos. Fomentar la democracia a base de ayuda económica es también una idea controvertida, especialmente porque durante mucho tiempo esta ha acabado siendo una forma de sacar dinero a los pobres del mundo desarrollado para dárselo a los ricos de países subdesarrollados. Afortunadamente, la Unión Europea tiene mucha experiencia con la fórmula de fomentar el desarrollo económico a cambio de apertura política y la democratización; la aplicó con éxito en Europa y ahora tiene la oportunidad de ponerla a prueba en el norte de África, y si lo logra, en el futuro obtendrá importantes beneficios económicos y políticos.

Promover la democracia por medios pacíficos de cooperación o por la fuerza frente a dictaduras siempre ha tenido un precio alto desde todos los puntos de vista, y por esta razón a menudo se ha apostado por la estabilidad frente al cambio político. Pero en esta ocasión, perder la oportunidad histórica de contribuir a la democratización del mundo árabe puede tener un precio muy alto para la Unión Europea, pues lo que ocurra al sur del Mediterráneo acabará repercutiendo sobre su economía y sus intereses e incluso sus valores. Como dijo Benjamin Franklin, aquellos que renuncian a la libertad esencial para mantener la libertad temporalmente no se merecen ni libertad ni estabilidad.

Hace no mucho tiempo, tras el fin de la Guerra Fría, Occidente vivió una época dorada en la que se llegó a pensar que el triunfo de la democracia era inexorable y que su difusión por todo el mundo era solo cuestión de tiempo. Hoy vemos que no es así, en los últimos veinte años las fuerzas antidemocráticas y los regímenes con concepciones muy peculiares de la democracia han prosperado en África, Asia y América. Por esta razón, los países democráticos tendrán que promover sus valores en el ámbito internacional si realmente quieren que predominen. De lo contrario, no hay ninguna garantía de que el siglo XXI vaya a ser más democrático que el siglo XX.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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