sábado, abril 02, 2011

Los distintos rostros de la Primavera Árabe

Por Shlomo Ben Ami, ex ministro israelí de Asuntos Exteriores y en la actualidad vicepresidente del Centro Internacional Toledo por la Paz. Es autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy (Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí). Traducido del inglés por David Meléndez Tormen (Project Syndicate, 01/04/11):

En gran medida, el ataque a las fuerzas de Muammar Gadafi en Libia por parte de una alianza liderada por Occidente se motiva en principios. Si hubiera dado la espalda a los rebeldes libios, Occidente habría traicionado su identidad misma.

Por supuesto, no se están aplicando los mismos principios para salvar a las masas reprimidas brutalmente en Yemen o los manifestantes chiíes en Bahréin. Es dudoso que se extienda a Arabia Saudita y Siria, y mucho menos a Irán. Tampoco es improbable que una guerra prolongada en Libia acabe por dar justificación a la advertencia de los gobernantes autoritarios de la región de que el despertar árabe no es más que un preludio del caos.

Estas contradicciones internas se ven agravadas por las condiciones locales de cada uno de los estados árabes, así como por las limitaciones estratégicas, todo lo cual define los matices de esta desigual primavera árabe.

La legitimidad de las monarquías hereditarias, principio establecido por Metternich, el arquitecto del orden post-napoleónico, finalmente prevaleció en la Primavera Europea de 1848. Hasta ahora, el mismo principios sigue en vigor en el mundo árabe. Las monarquías -en Marruecos, Arabia Saudita, Jordania y la mayoría de las dinastías del Golfo- todavía parecen más aceptables a ojos de sus súbditos que las autocracias seculares. La vulnerabilidad de los regímenes de Egipto, Túnez, Libia, Siria y Yemen, que se basan en elecciones amañadas y un aparato estatal de represión, refleja su falta de cualquier otra fuente aceptable de legitimidad.

Por supuesto, las monarquías árabes no son totalmente inmunes a la amenaza de que ocurran levantamientos populares. Pero, debido a que su legitimidad proviene de una fuente religiosa o hasta divina más que de una ficción de apoyo democrático, como fue el caso de los presidentes árabes, sus gobiernos son menos cuestionables.

Más aún, a diferencia de las “repúblicas” árabes -casi de todas las cuales surgieron revoluciones “socialistas” o golpes militares que prometían grandeza y justicia social, sólo para acabar como regímenes corruptos y represivos-, las monarquías de la región nunca prometieron una utopía. En la historia, todas esas promesas han terminado, ya sea a las puertas de un gulag o, como en Egipto y Túnez, con el catártico derrocamiento de los gobernantes por parte de las masas desengañadas. En ninguna de las monarquías árabes han ido los manifestantes a por la cabeza del rey; sus demandas tienen relación con los límites al poder absoluto, no un fin a la monarquía.

El mapa revolucionario también se ve influido por las actitudes hacia Occidente. Una triste lección de la duplicidad de Occidente con respecto a las reformas democráticas en el mundo árabe, que tanto Siria como Irán han abrazado con complacencia, es que los líderes moderados pro-occidentales que abrieron espacios a los manifestantes pro-democracia terminaron siendo barridos a un costado, mientras que quienes aplastaron brutalmente a sus oponentes se mantienen en el poder. Occidente, después de todo, nunca aplicó una presión irresistible sobre ningún régimen árabe para que llevara a cabo reformas y abandonó a sus clientes autocráticos en Túnez y Egipto sólo cuando no pudieron cortar el brote revolucionario. La lección es que Occidente coexistirá con las tiranías, a condición de que sus mecanismos de represión sean rápidos y eficaces.

Estados Unidos, en particular, ha sido mucho más indulgente con respecto a la represión de los movimientos democráticos en el Golfo que en Egipto, Túnez o Libia. Y esto es así porque allí el asunto clave para los estadounidenses no es la democracia frente a la autocracia, sino un eje chií impulsado por Irán frente a los actuales regímenes suníes pro-occidentales.

Teniendo en cuenta el temor desenfrenado a la influencia iraní, el movimiento por la democracia en Bahréin y Arabia Saudita está destinado a ser sofocado con la complicidad de EE.UU. La intervención impulsada por los sauditas en Bahréin apunta a limitar los esfuerzos de Irán por avanzar en la región sobre las olas del descontento chií.

De hecho, el levantamiento de la mayoría chií de Bahréin se ha convertido ahora en una lucha por el dominio regional entre Irán y las monarquías suníes respaldadas por Estados Unidos en el Golfo. Incluso Turquía, un aliado de Irán cuyo primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, criticó duramente la intervención militar contra Libia -arremetiendo contra Occidente por ver la región como “como un peón en las guerras del petróleo por décadas” – hizo un llamado a Irán para que frenase su belicosa retórica durante la crisis de Bahréin.

La inmunidad de la monarquía saudí a las presiones de EE.UU. para que se lleven a cabo reformas democráticas le debe mucho al temor a una “media luna chií” sobre el Golfo, con Irán en su centro. De hecho, Arabia Saudita considera el empoderamiento político de la mayoría chií de Iraq como una calamidad de proporciones históricas, visión que se ve reivindicada por el apoyo abierto de Irak a los designios iraníes en el Golfo. El primer ministro, Nouri al-Maliki, se unió al coro de Irán en contra de “la intervención de las fuerzas suníes en un estado vecino.” Lo secundó el poderoso líder chií de Iraq, Mukhtada Sadr, y su clérigo supremo, el ayatolá Ali Sistani, que instó a Bahréin a deshacerse de las “fuerzas extranjeras”.

Se ha puesto de moda culpar a Occidente por las vicisitudes de la democratización árabe. Sin embargo, las encrucijadas de la historia nunca se han caracterizado por presentar opciones fáciles, y a menudo los errores humanos dan forma a los resultados más que la maldad humana. En su marcha admirable hacia las libertades civiles, los pueblos árabes deben enfrentan una prueba preliminar de toda democracia, por incipiente que sea: asumir la responsabilidad por las consecuencias de las decisiones propias.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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