lunes, abril 11, 2011

Por qué combatimos

Por André Glucksmann, filósofo. Traducción: José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 07/04/11):

Las primaveras de los pueblos tropiezan inevitablemente con la fuerza de las armas. Así ocurrió en 1848, cuando las insurrecciones europeas tuvieron que doblegarse ante el fuego de los ejércitos imperiales. Ese fue el destino de Budapest, en 1956; Praga, en 1968, y Tiananmen, en 1989. Y ese estuvo a punto de ser también el de las revoluciones árabes cuando Gadafi decidió dar ejemplo e imponer el orden a cualquier precio. Hoy está en juego la supervivencia de los manifestantes libios, el futuro de las rebeliones por la libertad en el sur del Mediterráneo y el porvenir de los derechos humanos en todo el planeta. Sabemos que las autoridades comunistas chinas, inquietas, censuran cualquier referencia a las revueltas de Túnez y El Cairo, mientras que los editorialistas rusos se interrogan sobre la posibilidad de un contagio que Gorbachov considera posible y, curiosamente, el Kremlin teme como a la peste. La intervención internacional en Libia es crucial; una parte de nuestro futuro se decide aquí y ahora.

Toda guerra es despiadada. Un muerto es un muerto. Para quien no se atribuye el poder de resucitarlos no hay guerra justa. Toda guerra implica riesgos: por muchas precauciones que se tomen, los daños imprevistos son moneda corriente y los ataques aéreos, por muy escrupulosos y precisos que sean, no pueden preservar a todos los civiles que aguardan en tierra. ¡Vayan a explicarle a una víctima colateral que es justo que la masacren! No, a menos que pretenda tener la sabiduría y la omnipotencia de un dios, nadie puede decretar que una guerra es justa. Solo hay guerras necesarias o innecesarias. Para evitar lo peor, a veces uno se permite lo malo. Para impedir la masacre anunciada en Bengasi y los “ríos de sangre” prometidos a sus 700.000 habitantes, la ONU autorizó la intervención aérea que reclamaban Francia y Reino Unido, Nicolas Sarkozy y David Cameron. Los pilotos franceses, los primeros en despegar, levantaron el asedio de Bengasi. En efecto, no hay bombardeos “justos”, pero sí los hay necesarios, cuando se trata de proteger a un pueblo en peligro (resolución 1973, marzo de 2011).

Algunos, entre los que me cuento, piensan: “¡al fin!”. ¿Cuántas hecatombes hemos permitido que se perpetrasen para terminar lamentando no haberlas impedido? ¿Cuántos Guernicas, desde el crimen franquista y nazi ilustrado por Picasso? Cada generación puede desgranar sus cobardías, hilvanando una tras otra no-intervención; enumerarlas todas es misión imposible. Por ejemplo, desde la caída del Muro, para los europeos, está Srebrenica; para la comunidad internacional en su conjunto, Ruanda -10.000 tutsis ejecutados cada día durante tres meses-. La resolución 1973 no garantiza en modo alguno que nunca vuelva a producirse una carnicería así, sino solamente que será más difícil aceptarla. Ya nadie es completamente rey en su casa: el argumento de la soberanía absoluta, que dejaba las manos libres a los tiranos para erradicar a su antojo a los ciudadanos de su coto particular, está seriamente inutilizado. He aquí una gran primicia geopolítica: el derecho universal a vivir y a sobrevivir se alza por encima del derecho soberano a matar.

Otros gruñen y hacen como que no comprenden. Con su inusual abstención, los rusos y los chinos, en vez de bloquear el Consejo de Seguridad, esperan febrilmente que los salvadores se estrellen. Como de costumbre, el más irritable es Vladímir Putin, que, retomando palabra por palabra las alegaciones de Gadafi, denuncia una “cruzada medieval” y luego derrama como este lágrimas de cocodrilo sobre las vidas inocentes destrozadas por las bombas occidentales.

El otro pilar de la tandemocracia, el presidente Medvédev, estimando que semejante ultraje perjudica los intereses internacionales de Moscú, desaprueba un vocabulario que, sin embargo, la vox pópuli rusa aprueba en un 70%. Mientras el santurrón del KGB-FSB recomienda a los occidentales que rueguen “por la salvación de sus almas”, la ONG Memorial, que, por lo que se ve, tiene mejor memoria que él, le recomienda valientemente que se preocupe de su propia salvación: “Aparentemente, Putin ha olvidado por completo lo que ha hecho en su país y su responsabilidad en estos trágicos acontecimientos. El primer ministro debería rogar por su propia alma”.

No solo Vladímir Putin sabe lo suyo de cruzadas -los carros de combate que irrumpían en la Chechenia musulmana eran bendecidos previamente por los popes rusos-; no solo destaca en materia de bombardeos (masivos, en este caso, pues redujeron Grozny al estado de la Varsovia de 1944), sino que ha descifrado correctamente hasta qué punto la condena de Gadafi salpica sus hazañas caucasianas.

Los hay también que ponen mala cara, se muestran reacios a comprometerse y prefieren contemplar de lejos el vuelo de los aviones. A su cabeza, una Alemania que heredó de la antigua República Federal de Bonn su estatus de gigante económico y enano político.

Uno se limitaría a sonreír o a burlarse si, hoy reunificada y convertida en la potencia próspera de la Unión Europea, Alemania no tendiese a imponer a los demás la norma de su quisquillosa inacción: el uso de la fuerza puede llevarnos a patinar o a estancarnos; dejemos pues, que los exterminadores exterminen a sus anchas. De modo que Europa les vende armas a los déspotas, ¡pero se compromete a no utilizarlas contra ellos! La moral está a salvo y el comercio, también. Olvidemos la irónica sabiduría de Clausewitz cuando señalaba cómo el que quiere establecer o restablecer su dominación se presenta como “amigo de la paz” y estigmatiza a quienes se oponen a la tiranía y defienden la libertad como “perturbadores de la paz”.

La apuesta de la resolución 1973 es tanto más fundamental en cuanto que ha quedado precisamente delimitada. La intervención armada apunta únicamente a proteger y no a desembarcar, invadir, instaurar una democracia o construir una nación. No se trata de actuar en lugar de una población, sino solo de permitirle decidir su destino por su cuenta y riesgo. Para eso había que restablecer el equilibrio de fuerzas, anular el poder devastador que confiere la tecnología moderna del armamento a unos dictadores sin moderación frente a quienes se manifiestan con las manos desnudas.

El ejemplo libio es un caso particular. Su éxito no está garantizado ni es fácilmente exportable. Hay que distinguir los regímenes policiales y corruptos, como los de Ben Ali y Mubarak (véase el excelente Printemps de Tunis, de Abdelwahab Meddeb, Ediciones Albin Michel, marzo de 2011), y el poder terrorista, totalitario y ubuesco de Gadafi. El siglo está lejos de haber terminado con los dictadores que tienen las manos manchadas de sangre. Que no olviden, sin embargo, que la “necesidad de proteger” a las muchedumbres desarmadas pende sobre sus fechorías cual espada de Damocles.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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