lunes, enero 02, 2012

El Tratado Europeo: una pura farsa

Por Paul Kennedy, profesor de Historia de la cátedra J. Richardson Dilworth en la Universidad de Yale y director de Internacional Security Studies en la misma universidad. © 2011, Tribune Media Services, Inc. Traducido por AB Traducciones (EL PAÍS, 02/01/12):

Solomon Binding -algunos lectores lo recordarán- fue el personaje mítico creado por el ingenioso columnista inglés Bernard Levin para poner en solfa a los múltiples contratos, acuerdos y promesas “solemnes y vinculantes” (en inglés, solemn and binding) negociados entre el Gobierno de Harold Wilson y los sindicatos británicos durante la década de los setenta, probablemente la década más sombría y desesperada de ese país. El argumento de Levin era que los dirigentes del sindicato eran totalmente incapaces de cumplir sus promesas, que los objetivos de moderación salarial acordados eran incumplidos repetidamente y las huelgas se sucedían; por tanto, todo era una pura farsa, una obra de teatro político. Su consecuencia principal fue que, irónicamente, millones de votantes británicos de centro se inclinaron, frustrados, por Margaret Thatcher en las elecciones generales de 1979.

Yo recordaba el escepticismo de Levin al leer la letra pequeña del acuerdo económico alcanzado por todos los Gobiernos de la Unión Europea -con la excepción de Reino Unido- en la noche del 8 de diciembre. Tras otro día de intentos por alcanzar la reconciliación, un primer ministro británico frustrado voló de vuelta a casa. La prensa y los medios televisivos, con su infalible capacidad para empeorar las cosas y exagerar las riñas internacionales, tuvieron otro día de gloria: “Aislamiento poco esplendoroso de Reino Unido”, “Torpeza de Cameron”, “Triunfo de Merkel sobre Europa”; este fue el tono de los titulares. Algunos ministros franceses sugirieron de manera poco prudente que Reino Unido debería abandonar la UE, la prensa británica liberal y laborista atacó al primer ministro por su actitud obstinada y los tabloides londinenses, terriblemente chovinistas, ladraron su aprobación. Todo acabó siendo un embarazoso ejemplo de lo bajo que ha caído en la mayor parte de Europa la inteligencia política y periodística, con raras excepciones, como la de Gideon Rachman (del Financial Times), que inmediatamente señaló que a los europeos les estaban dando gato por liebre.

Una vez que se disipó el humo, surgieron tres conclusiones principales. La primera conclusión es que el texto del presente tratado es poco realista y, por tanto, impracticable. El objetivo de porcentaje de deuda pública respecto al PIB es políticamente inaceptable para la mayoría de las opiniones públicas -supondría ingentes recortes del gasto público, incluso aún mayores que los que ya se están practicando. Ninguno de los Estados periféricos más pequeños, cuya debilidad fiscal causó la presente crisis, podría alcanzar dicho objetivo; incluso es poco probable que la Alemania de Merkel pudiese alcanzarlo. El hecho de que el presidente francés Sarkozy defienda firmemente el acuerdo es una versión moderna de la comedia francesa.

Por si fuera poco, el mecanismo de aplicación de sanciones, tal y como está expresado en el tratado, es extraño y confuso: ¿podrá algún Gobierno derrochador realmente ser llevado ante un organismo como el Tribunal Europeo y castigado? ¿Desean Merkel y Sarkozy una reacción ultranacionalista en toda Europa? Porque esto es lo que están provocando. No resulta sorprendente que las agencias de calificación Standard & Poor’s y Moody’s estén rebajando el rating de tantos Gobiernos europeos.

La segunda conclusión es más interesante, aunque nadie parezca haber reparado en ella. Y es que realmente solo existen tres países en Europa que cuentan -Reino Unido, Francia y Alemania-. Por contar no deseo sugerir para nada superioridad cultural, social o ideológica por parte de los Tres Grandes; de hecho, pienso que los supuestos PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España), cuya frágil condición fiscal causa la preocupación de los inversores, figuran entre los países más encantadores de todo el mundo. Quiero decir que solo Londres, París y Berlín tienen suficiente peso y confianza para emprender una política gaullista de marchar en solitario en el caso de no estar de acuerdo con lo que el mayor órgano europeo parece querer hacer. Esto a su vez conduce a un interesante minué político a tres bandas. De esta manera, si Reino Unido y Alemania acuerdan una línea de actuación particular sin haber consultado con Francia, París lo paralizará. De manera similar, si los periódicos están llenos de fotografías de Merkel y Sarkozy mientas cierran un acuerdo especial que quieren que después acepte el resto de Europa, es previsible que Cameron trate de parar el acuerdo y oponerse. Nadie más lo hará.

Este equilibrio de poderes de tipo bismarckiano proporciona a los Estados más pequeños algo de libertad de maniobra. Solos nunca podrían parar el monstruo franco-alemán, razón por la cual todos ellos firmaron solemnemente el tratado. Pero ahora esos Gobiernos sumisos han regresado de Bruselas y tienen que enfrentarse a sus respectivos electorados no demasiado contentos, que al parecer comparten muchas de las reservas de Cameron. El editorial del Financial Times del 14 de diciembre, Surgen grietas en el tratado de la UE, me parece que da plenamente en el blanco. La medicina de la pareja Merkel-Sarkozy parece que es demasiado amarga, imposible de tolerar para muchas de las naciones europeas más pequeñas, con independencia de si son miembros de la zona euro o no. El primer ministro checo, Petr Necas, ha admitido que sería demasiado “cortoplacista” firmar declaraciones solemnes sin conocer bien los detalles. Los líderes de la oposición irlandesa han exigido realizar un referéndum en primer lugar, pero dicha consulta probablemente no recibiría el apoyo de la población, y así Irlanda no podría ratificar el Acuerdo. El tratado también presenta problemas políticos en los Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Hungría. Italia está inusualmente silenciosa, pero sus partidos y medios de comunicación siempre han recelado de cualquier eje franco-alemán para el futuro de Europa.

Un observador de este lío venido desde lejos -pongamos, de Marte- probablemente sugeriría que Cameron, Merkel y Sarkozy deben reunirse, enterrar el hacha de guerra y alcanzar una solución intermedia. Pero hay demasiado orgullo nacional y personal en juego. Cameron necesita reconocer que el electorado alemán no aceptará financiar Gobiernos débiles y al BCE para siempre, y que por tanto insista en más disciplina fiscal. Sarkozy tiene que reconocer que las propuestas de un impuesto adicional sobre las transacciones financieras pueden solo ser vistas como un golpe deliberado y envidioso contra la City de Londres. Y Merkel necesita entender mejor los miedos surgidos en casi todos sus vecinos por la recuperación de más poder económico y político de Alemania dentro de Europa. ¿Llegaremos a ver una reconciliación a tres bandas? Ahora mismo, esto parece poco probable.

El verdadero perdedor de este juego no es un Reino Unido “aislado” o una Alemania “superarrogante”, sino la propia Europa y sus posibilidades de influir en nuestra escena internacional verdaderamente delicada, especialmente con una economía global a punto de entrar en una grave fase de estancamiento prolongado. Europa no ha avanzado con este tratado; más bien está dando trompicones. Muchas veces se ha repetido el comentario jocoso de que “el continente es un gigante económico, pero un pigmeo político”. Ahora, incluso su tamaño económico está reduciéndose, junto con el valor del euro con respecto al dólar, la libra y otras monedas.

Hay muchos aspectos preocupantes en los actuales sentimientos antieuropeos del partido conservador británico, pero en lo que respecta al tratado de la UE, es posible que Cameron haya hecho bien en disparar contra la línea de flotación del gigante Merkel-Sarkozy. Los tratados internacionales, como por ejemplo el protocolo de Kioto sobre el cambio climático, nunca podrán funcionar correctamente si los Gobiernos los firman de manera cínica, sin ninguna posibilidad de cumplirlos. Y el Acuerdo de la UE del 8 de diciembre será un desconcierto si varias naciones miembro no pueden alcanzar unos objetivos prácticamente imposibles de conseguir.

Hace más de tres décadas que Bernard Levin creó la figura de Solomon Binding. Es el momento de desenterrar dicha figura y de recordar las lecciones que sus caprichosas acciones nos ofrecen.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona  

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