Por  Joseph E. Stiglitz, catedrático en la 
Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía, y autor de Freefall: 
Free Markets and the Sinking of the Global Economy. Traducido al español
 por Leopoldo Gurman (Project Syndicate, 12/01/12):
El año 2011 será recordado como la época en que muchos 
estadounidenses que siempre habían sido optimistas comenzaron a 
renunciar a la esperanza. El presidente John F. Kennedy dijo una vez que
 la marea alta eleva todos los botes. Pero ahora, con la marea baja, los
 estadounidenses no solo comienzan a ver que quienes tienen mástiles más
 altos han sido elevados mucho más, sino que muchos de los botes más 
pequeños han sido destrozados por el agua.
En ese breve momento en que la marea creciente estaba, efectivamente,
 subiendo, millones de personas creyeron que tenían buenas 
probabilidades de cumplir su «sueño americano». Ahora también esos 
sueños están retirándose. En 2011, los ahorros de quienes habían perdido
 sus empleos en 2008 o 2009 ya se habían gastado. El seguro de desempleo
 se había terminado. Los titulares que anunciaban nuevas contrataciones 
–aún insuficientes para incorporar a quienes habitualmente se suman a la
 fuerza laboral– significaban poco para cincuentones con pocas ilusiones
 de volver a tener un empleo.
De hecho, las personas de mediana edad que pensaron que estarían 
desempleadas por unos pocos meses, se han dado cuenta a esta altura de 
que, en realidad, fueron jubiladas a la fuerza. Los jóvenes graduados 
universitarios con decenas de miles de dólares de deuda en créditos 
educativos no podían encontrar ningún empleo. La gente se mudó a las 
casas de sus amigos y los parientes se han convertido en sin techo. Las 
casas compradas durante la burbuja inmobiliaria aún están en el mercado,
 o han sido vendidas con pérdidas. Más de 7 millones de familias 
estadounidenses han perdido sus hogares.
El oscuro punto vulnerable de la burbuja financiera de las décadas 
anteriores también ha quedado completamente expuesto en Europa. Los 
titubeos por Grecia y la devoción de los gobiernos nacionales clave por 
la austeridad comenzaron a implicar una pesada carga el año pasado. 
Italia se contagió. El desempleo español, que se había mantenido cerca 
del 20% desde el comienzo de la recesión, trepó aún más. Lo impensable 
–el fin del euro– comenzó a verse como una posibilidad real.
Este año parece encaminado a ser aún peor. Es posible, por supuesto, 
que Estados Unidos solucione sus problemas políticos y adopte finalmente
 las medidas de estímulo que necesita para reducir el desempleo al seis o
 siete por ciento (el nivel previo a la crisis de cuatro o cinco por 
ciento es demasiado pedir). Pero esto es tan poco probable como que 
Europa se dé cuenta de que la austeridad por sí misma no resolverá sus 
problemas. Por el contrario, la austeridad solo exacerbará la 
desaceleración económica. Sin crecimiento, la crisis de la deuda –y la 
crisis del euro– solo empeorarán. Y la larga crisis que comenzó con el 
colapso de la burbuja inmobiliaria en 2007 y la recesión que la siguió, 
continuarán.
Además, es posible que los países con los mercados emergentes más 
importantes, que capearon exitosamente las tormentas de 2008 y 2009, no 
sobrelleven tan bien los problemas que se perciben en el horizonte. El 
crecimiento brasileño ya se ha detenido y eso genera ansiedad entre sus 
vecinos latinoamericanos.
Mientras tanto, los problemas de largo plazo –incluido el cambio 
climático y otras amenazas ambientales, y la creciente desigualdad en la
 mayoría de los países del mundo– continúan allí. Algunos incluso han 
empeorado. Por ejemplo, el alto desempleo ha deprimido los salarios y 
aumentado la pobreza.
La buena noticia es que solucionar estos problemas de largo plazo 
ayudaría a resolver los de corto plazo. Una mayor inversión para adaptar
 la economía al calentamiento global ayudaría estimular la actividad 
económica, el crecimiento y la creación de empleo. Impuestos más 
progresivos, que redistribuyan desde los ingresos altos hacia los medios
 y bajos, simultáneamente reducirían la desigualdad y aumentarían el 
empleo al impulsar la demanda total. Los impuestos más elevados a los 
ricos podrían generar ingresos para financiar la necesaria inversión 
pública, y proporcionar cierta protección social para quienes menos 
tienen, incluidos los desempleados.
Incluso sin ampliar el déficit fiscal, esos aumentos de «presupuesto 
equilibrado» en los impuestos y el gasto reducirían el desempleo y 
aumentarían el producto. Lo que preocupa, sin embargo, es que la 
política y la ideología en ambos lados del Atlántico, pero especialmente
 en EE. UU., no permitirá que nada de esto ocurra. La fijación en el 
déficit inducirá recortes en el gasto social, empeorando la desigualdad.
 De igual manera, la persistente atracción hacia la economía de oferta, a
 pesar de toda la evidencia su contra (especialmente en períodos de alto
 desempleo), evitará que se aumenten los impuestos a quienes más tienen.
Incluso antes de la crisis hubo un reordenamiento del poder económico
 –de hecho, una corrección de una anomalía con 200 años de historia, en 
la que la participación asiática del PBI global cayó desde cerca del 50%
 a, en cierto punto, menos del 10%. El compromiso pragmático con el 
crecimiento que se percibe actualmente en Asia y otros mercados 
emergentes destaca frente a las equivocadas políticas occidentales, que,
 impulsadas por una combinación de ideología e intereses creados, 
parecen casi reflejar un compromiso para evitar el crecimiento.
Como resultado, la reestructuración económica global probablemente se
 acelere. Y casi inevitablemente dará lugar a tensiones políticas. Con 
todos los problemas que enfrenta la economía global, seremos afortunados
 si estas presiones no comienzan a manifestarse dentro de los próximos 
doce meses.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona    
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