Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 31/12/11):
Yo entré en Corea del Norte en septiembre de 1992. No se puede decir 
que la visité porque no es país para turistas, aunque entonces 
apareciera por allí algún alemán nostálgico de la República Democrática 
(RDA). El más importante hotel proyectado nunca, el Ryukyung, de 105 
plantas, lo iniciaron en 1987 y sigue en obras; aseguran que en abril 
del 2012 inaugurarán las 25 de abajo. Hacía años que había caído el muro
 de Berlín y admito que mi perplejidad ante la idea de ver en vivo y en 
directo una monarquía comunista, algo inédito en la historia de la 
humanidad, me incitó a la aventura. La curiosidad nos pierde.
Entonces regía los destinos del país el Querido Líder, Kim Jong Il, 
porque el Gran Líder, Kim Il Sung, su padre, estaba dando las últimas 
boqueadas. Moriría un par de años más tarde. Es posible que me equivoque
 en los apelativos retóricos del liderazgo, porque quizá al hijo se le 
llamaba Amado Líder o algo por el estilo, cosa muy importante, dado que 
jamás se pronunciaba su nombre. Había que entender que cuando los 
traductores –la jefa traducía al francés y un siervo de la gleba, recién
 salido de nuestro medievo, hablaba un castellano ortopédico, pero 
decente– se referían al Gran Líder o al Amado Líder cabía entender que 
se trataba de Padre e Hijo, con mayúsculas.
En mis limitaciones para predecir los procesos históricos me parecía 
imposible que aquello pudiera seguir. Y hete aquí, que ahora acaba de 
morir el Amado Líder y le ha sustituido un nieto del Gran Líder, del que
 los servicios de información occidentales saben mucho pero que nosotros
 apenas si conocemos su nombre, media docena de fotos y un currículo que
 haría palidecer de ansiedad a cualquier candidato a oposiciones. De 
nombre Kim Jong Un y que ni siquiera es el mayor de sus hermanos, sino 
el pequeño.
Mi experiencia coreana resultó inaudita. No había visto una cosa 
igual en mi vida. Aunque mi conocimiento personal de los regímenes 
comunistas era limitada –Praga en los sesenta, Rumanía en los setenta, y
 alguna entrada y salida al Berlín oriental–, lo de Corea del Norte 
superaba cualquier medida. Era un país sometido a una tiranía absoluta, 
sin resquicios. Los expertos aseguran que se trata de la experiencia 
estaliniana multiplicada por ciertos rasgos de la tradición oriental. 
Puede ser. Pero lo más llamativo era el aislamiento. Vivían en otra 
galaxia y lo más escandaloso es que pensaban que las otras galaxias 
donde habitábamos los demás eran peores que la suya.
Nunca olvidaré el circo. En Pyongyang, la capital, tenían un gran 
espectáculo circense montado como si se tratara de un coliseo con 
millares de asientos, parcelados, donde eran constatables las 
diferencias entre el común y los diversos estratos del funcionariado del
 poder. Parecido a nuestro Liceu, pero a lo bestia. Los ejercicios 
gimnásticos y sobre el trapecio constituían un prodigio de talento y 
audacia. Soy un amante del circo y puedo asegurar que asistí a uno de 
esos espectáculos únicos, pensados por profesionales con tradición e 
inteligencia. Pero lo que me dejó noqueado fueron los payasos. Tenía mi 
oreja pegada a la del traductor, pero no hubiera sido necesario. El 
teatro circo se desternillaba de risa, literalmente se volcaban en 
aplausos ante un par de tipos, vestidos de vagabundos de la peor 
especie, que representaban la vida insufrible de sus vecinos de Corea 
del Sur. Toda el hambre, las necesidades, el miedo, que ellos sentirían 
apenas salieran de aquel recinto, constituía un motivo de chanza al 
convertirse en la vida de los otros.
¿Cómo es posible que se lo creyeran? ¿Qué otra opción tenían? 
Aislados de cualquier información sobre el mundo real, no sólo del que 
había más allá de sus fronteras sino del propio, se habían convertido en
 personajes de Orwell. Bastaba visitar el Museo de Bellas Artes, o como 
se llamara el museo nacional dedicado a la pintura, para constatar una 
tradición cultural de una riqueza comparable a Japón o China. Habían 
sido precursores en mundos artísticos que luego se trasladaron a otros 
lugares de Asia. Pero apenas uno salía de aquellas salas fascinantes de 
pintura antigua, chocabas con interminables salones dedicados al Gran 
Líder, donde el arte se limitaba a la retórica, la grandilocuencia y la 
vulgaridad.
No conozco Corea del Sur, pero puedo asegurar que Corea del Norte es 
de una belleza tal que ni siquiera la iniquidad de una tiranía puede 
achicar. Esa propensión totalitaria por los grandes monumentos, los 
grandes hoteles, los grandes palacios, no lograba apagar la fuerza de 
una naturaleza excepcional en su hermosa exuberancia. Las residencias 
palaciegas, que al parecer esperan a millares de turistas que nunca 
llegarán, respiran violencia y terror; como si hubieran sido pensadas 
para que Stanley Kubrick rodara El resplandor. Algo impensable porque 
estaban fuera del cine, de la realidad y hasta de la más mínima 
contemporaneidad. Recuerdo que el traductor, para demostrar su alto 
nivel de cultura occidental, me preguntó sonriente: “¿Qué tal sigue 
Picasso?”. Cuando le respondí que había muerto hacía muchos años, no 
pareció creerme, como si se tratara de un intento por socavar sus 
convicciones. Al fin y al cabo, ellos conocían el nombre de Picasso 
ligado sólo a una paloma, la de la paz, que dibujó para ellos. Nada más.
Pero el régimen de Corea del Norte tiene algo que lo hace 
invulnerable. Su ejército y su arsenal nuclear. Si tienes armas de 
destrucción masiva eres alguien; si no las tienes, estás expuesto a una 
intervención. Ocurrió en la vieja Yugoslavia y en Iraq; invadieron 
porque no las había. La amenaza es el elemento disuasorio más 
trascendental. Una tiranía absoluta se convierte en interlocutor 
privilegiado porque tiene un arma que te puede hacer un daño 
incalculable.
Hemos perdido la pasión periodística, o así lo entiendo yo cuando 
contemplo, no sin estupor, el derribo de Gadafi en Libia, y al tiempo 
que nadie se haya tomado la molestia de entrevistar a todos aquellos 
profesores españoles que se convirtieron en exégetas del Libro verde, 
auténtica biblia teórica de la revolución gadafista. Si la memoria no me
 engaña, hubo hasta un congreso en Trípoli, con notable asistencia 
autóctona. ¿Calladitos? Ni siquiera hay quien les pregunte. Estamos con 
encefalograma plano. Lo más novedoso de nuestros medios de comunicación 
son los anuncios publicitarios.
Algo similar ocurre con Corea del Norte. Recuerdo que antes de ir a 
Pyongyang me entrevisté con algún profesor catalán que había sido 
apasionado seguidor del pensamiento Zuche, el invento teórico, 
supuestamente marxista-leninista, de Kim Il Sung, el Gran Líder. ¿No hay
 nadie que les busque ahora para que nos iluminen sobre la inmarcesible 
monarquía coreana del Norte? Saben bastante más que nosotros, lo 
vivieron de primera mano, y ahí están esperándonos, no sé si con las 
mejores ganas pero al menos con la sabiduría que da la veteranía en el 
conocimiento.
Nos hemos reído tantas veces de la socialdemocracia sueca, por 
ejemplo, que deberíamos hacer una reflexión sobre lo que nosotros 
considerábamos una dictadura progresista, que aseguraba y consolidaba 
los pasos hacia la igualdad, frente a aquello que juzgábamos aguachirle.
 Lo fundamental era tomar el poder. Si el poder era tiránico o no, 
importaba poco, lo trascendental consistía en sus realizaciones. Y nos 
encontramos ahora con que la única experiencia comunista es esa 
monarquía coreana, tan surrealista como una película de ciencia ficción 
con protagonistas políticos.
La constatación de que una tiranía no puede ser progresista es una 
lección que nos llegó demasiado tarde; cuando el siglo XX terminaba y 
nosotros habíamos perdido el norte, la ilusión y hasta la capacidad de 
decir aquellas cosas que aprendimos en la frustración de una lógica 
derrota. Las tiranías que nacen progresistas acaban sirviendo a los que 
mandan, nada más. Y entonces se transforman en ese monstruo que ninguno 
quiere reconocer como criatura de su imaginación.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona  
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