Por Javier Junceda, decano de la facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Internacional de Cataluña (ABC, 31/12/11):
La profunda crisis que padecemos no puede ya calificarse de 
económica, sino de social y política. Una detenida observación de su 
evolución revela la presencia de cierta brecha en el marco institucional
 de que nos dotamos hace más de dos siglos, como consecuencia de las 
distintas oleadas revolucionarias que cristalizaron en las cartas 
norteamericana y francesa.
Los mercados financieros, término con que se ha venido acuñando al 
conjunto de operadores económicos internacionales, está adoptando en 
este delicado contexto un rol alternativo al que hasta hoy habían 
desempeñado los tradicionales poderes públicos, legítimamente elegidos o
 designados. Con independencia de que tales mercados financieros hayan 
sido o no los causantes del actual estado de cosas, acaso por un déficit
 interventor de los entes reguladores internos y externos, es lo cierto 
que su función lleva camino de convertirse en un prius cardinal en el 
quehacer de la tríada de poderes surgidos tras el advenimiento de los 
Estados constitucionales, cuando no en su real sustituto.
Indudablemente, las necesidades económicas de las naciones precisan 
del decisivo aporte crediticio e inversor, máxime en el modelo de 
bienestar generado tras la última gran guerra, pero nunca como hasta 
ahora los acreedores se habían erigido en la clave de arco de la 
conocida modernamente por gobernanza, impidiendo de facto la celebración
 de referendos populares, haciendo caer sin sigilo a ejecutivos elegidos
 democráticamente de uno u otro signo o, en fin, difuminando 
subrepticiamente la participación uti cives, de la comunidad política en
 su conjunto, sobre su mismo futuro. En una estrategia que no cuesta 
calificar como de plutocrática se ha conseguido, incluso, hacer 
enmudecer hasta el mismo debate sobre estos graves asuntos en las 
universidades, donde no están siendo materia del sereno estudio y 
reflexión que se merecen, salvo contadas excepciones.
En este controvertido escenario, los Estados deben sin duda 
afianzarse sobre la fortaleza de sus propias instituciones y sus propios
 principios, sin caer en las mudanzas apresuradas que censuraba la 
máxima ignaciana para épocas de desolación. Y, para ello, quizá proceda 
volver la mirada a la regulación a escala internacional e interna del 
sector financiero, introduciendo en él rígidos controles que eviten la 
indigestión crediticia tolerada durante años, procediendo acaso a un 
paralelo acomodo del Estado prestacional al nuevo entorno económico, 
facilitando la consolidación de una sociedad moderna y competitiva, con 
servicios y coberturas sociales adecuadas a nuestras dimensiones, y no 
aquella en la que los lazarillos se empeñen en vivir del presupuesto.
Todos estos ajustes son enteramente posibles, creemos, con el uso de 
las herramientas dispuestas en nuestros ordenamientos contemporáneos, 
sin necesidad de que sean objeto de reemplazo por otros métodos y 
maneras que no permitan la plena participación ciudadana en ellos. 
Podemos y debemos profundizar en los mejores sistemas para encauzar 
dicha contribución social, algo que está en el ágora desde el pasado mes
 de mayo, pero sin suplantar a muchos o pocos inversores por quienes no 
lo son, porque la historia nos ha enseñado las consecuencias, no 
necesariamente benignas, de preterir al titular real de la soberanía.
Quienes componen los mercados financieros como partícipes de un fondo de
 inversión o cualquier otro producto, sin duda ambicionan que su dinero 
sea eficazmente gestionado y les reporte los correspondientes 
rendimientos, ganando o perdiendo conforme al riesgo implícito en toda 
operación comercial, pero ello no necesariamente entraña ninguna 
capacidad adicional para alterar el statu quo de un determinado país, 
salvo que el resto de la comunidad política, debidamente formada e 
informada, así lo decida en libertad. Lo propio puede predicarse de las 
agencias de calificación, que sirven como útiles instrumentos de 
medición de la evolución económica, pero que, al margen de su mayor o 
menor fiabilidad e independencia, no pueden ocupar lugares más allá del 
que se les reserva en dichos particulares ámbitos, como hoy acontece, 
aunque sus conclusiones puedan ser tenidas en cuenta en el disputa 
democrática.
Ni los mercados financieros ni las agencias de rating han 
exteriorizado jamás su propósito de suplantar la función reservada al 
principio democrático, aunque las recomendaciones de estas últimas 
puedan resultar, en ocasiones, rayanas en la intromisión en la función 
ejecutiva o legislativa. Han sido en buena medida los responsables 
públicos elegidos por vía democrática quienes, sorprendentemente, les 
reconocen en esta hora su papel preponderante y decisivo en nuestras 
sociedades, cediéndoles de forma insólita su propio espacio en lugar de 
someter los problemas que nos acosan a mecanismos legales y de gobierno 
bien conocidos, aunque con indudable coste electoral: la antes citada 
reforma profunda del sector financiero y el acomodo de nuestros gastos 
al nivel de nuestros ingresos y dimensión como nación.
Si la crisis es la etapa en que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo
 no acaba de nacer, según la célebre frase atribuida a Bertolt Brecht, 
evitemos al menos el mortinato y desde luego la vuelta a momentos 
históricos de los que procede aprovechar experiencias.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona 
No hay comentarios.:
Publicar un comentario