viernes, febrero 08, 2008

¿Arde Pakistán?

Por Selig S. Harrison, director del Programa Asia del Centro de Política Internacional (Washington); se ha ocupado como periodista y académico de Pakistán desde 1951. © Selig S. Harrison, 2007. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 21/11/07):

La crisis que convulsiona Pakistán se gestó en Estados Unidos. Es la consecuencia directa e inevitable de las enormes inyecciones de material militar y de las gigantescas subvenciones económicas norteamericanas en el Ejército paquistaní durante los últimos cincuenta años. Estas inyecciones y subvenciones le han convertido en un coloso abotargado pero con un arsenal y una capacidad financiera tan abrumadores como ajenos al control civil.

Al margen de lo que termine ocurriéndole al general Pervez Musharraf, será difícil que Islamabad se libre de la tenaza que los generales suponen para la vida económica y política de Pakistán. Vamos a asistir a un creciente enfrentamiento entre las Fuerzas Armadas y unas masas políticamente muy estimuladas, de explosivas connotaciones en un Estado que, en un peligroso entorno geográfico, posee armas nucleares.

Si nos situamos en el escenario más optimista para las semanas venideras, Musharraf cumplirá su promesa de poner fin a la ley marcial, abandonará el puesto de jefe del Estado Mayor y permitirá elecciones a la Asamblea Nacional. Sin embargo, aunque esos comicios terminaran celebrándose, la campaña estará muy controlada y es probable que sus resultados sean amañados para que Benazir Bhutto no logre los escaños necesarios para tener una cuota suficiente de poder propio y termine siendo una “tapadera” del propio régimen militar.

Así que si Musharraf cambia su uniforme por un traje a la medida de Savile Row, es probable que se convierta en un presidente decorativo que estaría en deuda con Ashfaq Kiyani, el general que él mismo ha elegido como su sucesor en la jefatura del Estado Mayor. Y si Bhutto llega a ser de nuevo primera ministra, es probable que utilice su limitado poder para reconstruir su diezmado Partido Popular de Pakistán y tender la mano a las minorías étnicas desafectas. El país no dejaría de ser inestable, pero, al menos, se mantendría unido.

Éste es el escenario optimista. Por el contrario, un régimen militar puro y duro, sin elementos civiles, agudizaría las tensiones entre las Fuerzas Armadas, dominadas por los punjabíes, y los separatistas pastunes, baluchistaníes y del Sind, que, siguiendo criterios étnicos, tratan de dividir el país en cuatro Estados independientes.

Estados Unidos ha venido fortaleciendo al Ejército paquistaní de manera casi continua desde la fundación de ese país asiático. Durante la Guerra Fría y la ocupación soviética de Afganistán, la asistencia militar estadounidense ascendió a un total de 15.000 millones de dólares. Y no era ningún secreto que Pakistán quería sus F-16 y sus tanques pesados para reforzar su poder frente a India, contra la que los utilizó en dos guerras. Después llegaron los atentados contra las Torres Gemelas y, con ellos, 10.000 millones de dólares más en concepto de ayuda para labores “antiterroristas”.

Envalentonadas por la generosidad estadounidense, las sucesivas dictaduras militares de Ayub Khan, Zia Ul Haq y Musharraf han montado un imperio económico cuyo modelo son los conglomerados de corte castrense de Indonesia y Tailandia. La analista paquistaní Ayesha Siddiqa, en Military Inc., un estudio que acaba de publicar, calcula que las empresas dirigidas por las Fuerzas Armadas de su país tienen activos valorados en un total de 36.190 millones de dólares. El imperio incluye desde acciones, bonos, seguros y bancos, hasta cereales para el desayuno y panificadoras, pasando por aerolíneas. La principal inmobiliaria del país y la más extensa red de transportes por carretera están controladas por el Ejército. En los puestos de índole económica, los funcionarios han sido sustituidos por oficiales, unos en activo, otros en la reserva.

Enfrentados a los tentáculos económicos de Ejército, SA y a su represiva maquinaria, declarada o encubierta, Benazir Bhutto y otros dirigentes de la oposición paquistaní no tienen nada que hacer.

Los separatistas suponen, en cambio, un grave desafío al poder político, económico y militar de las Fuerzas Armadas paquistaníes. En el suroeste del país, el Ejército de Liberación de Baluchistán dispone de una guerrilla bien organizada, que mantiene vínculos estrechos con los disidentes del Sind radicados en Karachi, el cercano centro comercial costero. Pero aún más importante es el hecho de que el movimiento secesionista pastún, en plena fermentación, podría conducir a la unificación de los 41 millones de pastunes que viven a ambos lados de la frontera afgano-paquistaní, y, con el tiempo, a la aparición de una nueva entidad nacional, Pastunistán, de cuño islamista radical. Sin embargo, en sus operaciones contra los talibanes y otras fuerzas yihadistas de la región, EE UU no tiene en cuenta los factores étnicos: por ejemplo, que los pastunes llevan siglos resistiéndose al dominio del Punjab. Así que los responsables norteamericanos se preguntan por qué los soldados punjabíes tienen tan poco éxito en sus operaciones en las zonas pastunes fronterizas entre Afganistán y Pakistán.

Los talibanes se componen en su mayoría de miembros de esta última etnia. De modo que cuando sus incursiones aéreas producen un gran número de víctimas entre la población civil de las zonas pastunes de Afganistán y Pakistán, EE UU, sin darse cuenta, está ayudando a los talibanes a hacerse con el liderazgo del nacionalismo pastún.

Según una estimación, las bajas civiles registradas en Afganistán desde 2001 son prácticamente 5.000. A comienzos de 2004, cuando las fuerzas paquistaníes, presionadas por Washington, realizaron ataques con helicópteros artillados, causando el desplazamiento de unas 50.000 personas en zonas fronterizas pastunes, el International Crisis Group informó de que “el uso indiscriminado y excesivo de la fuerza enajenó el apoyo de la población local”. Recientemente, muchos de los 300 alumnos de escuelas coránicas que murieron durante el asalto a la Mezquita Roja de Islamabad realizado por las fuerzas de Musharraf eran muchachas pastunes.

Durante un seminario celebrado hace poco en la legación paquistaní en Washington, el embajador Mahmud Ali Durrani, un pastún, apuntó: “Espero que los nacionalismos talibán y pastún no confluyan. Si eso ocurre, y está a punto de ocurrir, estaremos apañados”.

Por otra parte, desconcierta que Bush siga haciendo declaraciones en las que califica a Musharraf de “socio indispensable” en la “guerra contra el terror”. En las memorias del general, tituladas In the line of fire [En la línea de fuego], éste dejaba claro que se alineó con EE UU tras el 11-S no por convicción, sino únicamente porque Washington le amenazó con “bombardearnos hasta hacernos retroceder a la edad de piedra” si no lo hacía.

El 19 de septiembre de 2001, para tranquilizar a los paquistaníes protalibanes indignados por su apoyo a Bush, Musharraf hizo una reveladora alocución televisiva en urdu, no dirigida, pues, a los oídos estadounidenses. Afirmó: “Lo di todo por los talibanes cuando el mundo entero estaba en su contra, y ahora estamos haciendo todo lo posible para salir de esta situación crítica sin causarles ningún daño”.

Hay pruebas abrumadoras de que Pakistán, desde 2001, viene permitiendo a los talibanes operar a sus anchas desde santuarios situados en zonas fronterizas paquistaníes colindantes con Afganistán, y de que, en la mayoría de los casos, sólo ha cooperado en la captura de miembros de Al Qaeda cuando se le ponían delante datos sobre su paradero obtenidos por agentes del FBI y la CIA en Pakistán.

Hasta el momento, la “presión” ejercida por Bush en Islamabad en pro de la democratización ha sido una farsa. Cuando pidió a Musharraf que pusiera fin a la ley marcial y celebrara elecciones, a éste le fue fácil ceder, porque con la primera medida ya había logrado apartar a su principal enemigo, Iftikhar Muhammad Chaudhry, de la presidencia del Tribunal Supremo. Ahora Bush debe someter la influencia estadounidense a una prueba más importante, presionando a Musharraf para que entregue el poder a un Gobierno provisional neutral y dirigido por una figura independiente como el propio Chaudhry, para que las elecciones prometidas no se conviertan en otra farsa.

¿Es esto una quimera? No si Estados Unidos, con firmeza y credibilidad, sitúa a los generales paquistaníes ante una disyuntiva clara: o eligen una auténtica transición democrática o se quedan sin el ingente flujo de armas y dinero que las fuerzas armadas han venido recibiendo durante cinco décadas.

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