viernes, febrero 08, 2008

Repensando el pasado

Por José Ignacio González Faus, responsable de teología de Cristianisme i Justícia (LA VANGUARDIA, 21/11/07):

Hace poco nos sacudieron dos noticias: agresiones racistas en dos trenes de Catalunya, y embarazo de una niña de 11 años en León. Más allá de que valgan para titulares morbosos, exigen una reflexión seria sobre ellas y sus causas.

1. Las agresiones racistas no son un caso aislado, sino una enfermedad de nuestra sociedad, incubada a veces en la indiferencia de los demás. El triunfo de la extrema derecha xenófoba en las elecciones suizas es la mayor temperatura de esta fiebre.

No abrigo deseos de volver a una sociedad confesional o nacionalcatólica. Sé que todos los confesionalismos pueden degenerar en fundamentalismos o fascismos. Pero debo añadir que una sociedad laica tiene también el peligro de degenerar en una sociedad lacia, vacía: donde la violencia de una generación nace de la indiferencia de la generación anterior; y los rebeldes sin causa son hijos de unas vidas sin causa.

Por si fuera poco, cabría una aparente justificación de brotes xenófobos en esos empresarios que contratan inmigrantes sin papeles, por salarios ilegales y de vergüenza, chantajeándolos con su situación ilegal. Así sirven una excusa a voces agresivas que vociferan contra “esos que nos quitan puestos de trabajo”. Es pues imprescindible castigar duramente a los empresarios que procedan de este modo.

2. El desastre de la onceañera embarazada tampoco es un hecho aislado, ni propio de países por civilizar. Casos de niñas violadas hay en España más de los que conocemos; pero el impresionante trauma de las víctimas, y los desagradables procesos judiciales, hacen que trasciendan menos. Son, además, señales de alarma emparentadas con el doloroso rosario de una violencia de género que no cesa, por más aspirinas legales que tratemos de aplicarle.

Buscando causas, tengo la sensación de que en la raíz de ambos traumas, late una concepción de la sexualidad difundida constantemente por nuestro sistema educativo y, sobre todo, por los medios de comunicación. Sexualidad como mera fuente de placer a aprovechar, sin ninguna norma ética salvo - en algunos casos- que sea un placer mutuamente consentido. Pero donde está ausente cualquier visión de la sexualidad como forma de relación: con todas las dosis de autocontrol y respeto que necesita la relación humana. La mera busca del placer lleva a nuevos experimentos como grabar las relaciones y chantajear con ellas. Ya lo dijo el marqués de Sade: la sexualidad, asociada a una idea libertina, resulta más placentera…

Pero estas raíces nos negamos a reconocerlas. Nos resistimos a que se toque nuestro modo de ver, y preferimos no mirar sus consecuencias. Hasta que la indiferencia de una generación vuelve a engendrar la violencia de la siguiente.

En ambos episodios hay una responsabilidad seria de los medios de comunicación. Es increíble que una cadena que blasona de progre ofrezca algunas de las cosas aparecidas en programas como Supermodelos, que son vistos por niñas de 13 años a las que pueden configurar muy negativamente. Es irresponsable dedicar páginas enteras a entrevistar o fotografiar al agresor de la ecuatoriana. O a festejar no la victoria de Alonso sino la derrota de Hamilton, en una forma patriotera de prerracismo. Mientras tanto, hay admirables páginas históricas de denuncia y de solidaridad, que no aparecen en los medios, o recibirán a lo más un pequeño rincón en una columna de página par. Pero no dan lectores y, por tanto, no dan anuncios ni dinero. Estos días Cristianisme i Justícia publica un Cuaderno con la historia de un sin techo y las reflexiones que ella suscita. Como máximo leerán ese cuaderno unas 40.000 personas. El calentamiento racista anti-Hamilton lo leerían millones. Hanna Arendt habló de “la banalidad del mal”. El estilo de los medios tiene el peligro de incubarla inconscientemente.

3. Queda espacio para una palabra sobre la ley de la Memoria Histórica. No me cabe duda de dónde estuvo la legitimidad moral y la justicia en nuestra Guerra Civil, pese a las atrocidades cometidas por la República. Pero no sé si yo hubiera sacado esa ley. Deseo dar plena satisfacción a cuantos todavía buscan localizar a parientes o amigos, desaparecidos en fusilamientos criminales.

Pero me pregunto si esto no habría podido hacerse de otro modo, en una ley “de reconciliación histórica”. Y me distancio sobre todo de aquellos que todavía exigen más a esta ley: pregúntense si buscan una ley de memoria histórica o de “reivindicación histórica”, que es la forma en que los humanos solemos tratar la historia propia. Pero cualquier psicólogo sabe que los traumas creados por agresiones brutales e injustas nunca quedan del todo y bien cicatrizados hasta que no se consigue perdonar. La dinámica de devolver el golpe acaba no siendo terapéutica. 4. Por lo mismo, me reconozco doloridamente contrario a la beatificación de casi 500 asesinados de un solo bando de nuestra guerra (excelentes personas, supongo). Conozco las justificaciones que se aducen. Pero pienso que la Esposa de Cristo no sólo debe ser honrada sino parecerlo y, en este caso, no lo parece. Ni se ha probado que fueran muertos por odio a la fe y no por odio al fascismo (que la jerarquía española representaba desgraciadamente). Ni es concebible que frases evangélicas como la de “ofrecer la otra mejilla”, o “ay de aquellos por quienes viene el escándalo”, no signifiquen nada para quienes se proclaman seguidores de Jesús. Ni parece inocente la ceguera de no ver cuántos tomarán la beatificación como un acto de reivindicación partidista que dispensa a la Iglesia de reconocer sus culpas. A monseñor Romero no se le beatifica ahora porque “sería inoportuno y algunos abusarían”. ¿Y a estos sí? ¡Razón tuvieron Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI al frenar estas canonizaciones de guerra fratricida! Porque la santidad de la institución eclesial no reside en tener más beatos, sino en contribuir decisivamente a la reconciliación y la convivencia pacífica, en vez de suministrar excusas para la ley de la Memoria Histórica.

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