jueves, febrero 07, 2008

Euskadi, Irlanda y la autodeterminación

Por Rafael Leonisio (EL CORREO DIGITAL, 11/11/07):

Fue con la firma del Pacto de Lizarra a finales de los años 90 cuando la cuestión irlandesa se puso de moda en Euskadi. En aquella época el nacionalismo vasco se miraba en el espejo del proceso de paz norirlandés hasta el punto de pretender importar muchas de sus fórmulas. Una de ellas era el derecho de autodeterminación, el cual, reconocido por el Gobierno británico en 1998 con la firma del Acuerdo de Stormont o de Viernes Santo, habría contribuido de manera definitiva a alcanzar la paz. Desde entonces el nacionalismo vasco ha repetido machaconamente un mismo argumento: si la autodeterminación llevó la paz a Irlanda, en el País Vasco pasaría lo mismo. Este razonamiento puede escucharse en todos los rincones de la geografía vasca, desde las más altas instancias gubernamentales hasta las más modestas discusiones de cuadrilla. Con motivo de su reunión con Zapatero para negociar su última iniciativa, el lehendakari se fue algo más atrás, hasta 1993, para poner el acento en la Declaración de Downing Street, que también recogía el derecho a decidir su futuro de los ciudadanos de Irlanda del Norte. Si bien es cierto que ambos textos reconocían ese derecho, la historia es un poco más complicada de lo que nos cuentan y es bastante dudoso que la paz en Irlanda viniera impulsada por dicho reconocimiento. Veamos.

En 1921 se firmó el tratado anglo-irlandés por el que Irlanda dejaba de ser parte del Reino Unido, constituyéndose el Estado Libre Irlandés (posteriormente República Irlandesa). La independencia no fue sin embargo efectiva en seis de los nueve condados de la provincia de Ulster, que siguieron dependiendo del Reino Unido bajo la denominación de Irlanda del Norte. En ese momento comenzaba la segunda parte del problema irlandés, ya que el movimiento republicano, contrario al arreglo, comenzó a reclamar por métodos violentos la unidad de la isla. El Estado irlandés tampoco se conformó con el ’statu quo’ de lo que consideraba parte de su territorio, postura que plasmó en la Constitución de 1937, cuyos artículos 2 y 3 reclamaban la reintegración territorial de Irlanda.

El Gobierno británico, por su parte, no consideró su soberanía sobre Irlanda del Norte como inalienable, sino que supeditó el estatus de la región a la decisión de sus habitantes. Así se plasmó en 1949 en la Ley para Irlanda, en la que se decía que Irlanda del Norte jamás dejaría de ser parte del Reino Unido sin el consentimiento de su población y de su parlamento. Es decir, que con el consentimiento de ambos (con el derecho a decidir de la región) sí que podría unirse al resto de la isla. Lo dijo claramente en 1971 el entonces primer ministro, Edward Heath: «Si en el futuro la mayoría de la población de Irlanda del Norte desea la unificación y expresa ese deseo en la forma constitucionalmente apropiada, no creo que ningún gobierno británico se interpusiera en el camino». La trampa por supuesto estaba en que entonces (como ahora) la población protestante leal a Gran Bretaña era mayor (en una proporción 60-40 aproximadamente) que la católica con identidad nacional irlandesa. Esa división se reflejó en 1973, cuando el ‘derecho de autodeterminación’ fue ejercido en un referéndum que fue boicoteado por los partidos nacionalistas irlandeses: prácticamente el 100% de los votos fueron para la continuidad de Irlanda del Norte en el Reino Unido, mientras que la abstención se elevó al 41,3%.

La postura británica de dejar el futuro de Irlanda del Norte en manos de sus habitantes era rechazada tajantemente por el nacionalismo irlandés y, sobre todo, por los republicanos del IRA y Sinn Fein. Para éstos, el derecho a decidir no era más que lo que ellos denominaban ‘el veto unionista’, y desde el primer momento se opusieron frontalmente a él. Para el movimiento republicano la autodeterminación de Irlanda del Norte era un despropósito por ser ésta una región artificial cuyo futuro no debían decidir sus ciudadanos sino el conjunto de los irlandeses. Unas palabras de Gerry Adams en su libro ‘A pathway to peace’ son muy clarificadoras al respecto: «Los republicanos pretenden forzar a los británicos a que dejen de apoyar a los unionistas y a que concedan los derechos nacionales indivisibles del pueblo irlandés en su conjunto. Todos los demócratas irlandeses ( ) niegan que los unionistas tengan un derecho de veto sobre la partición de Irlanda y la conexión británica. Ésta es una cuestión de principio».

De todo lo anterior se puede deducir que la aceptación por parte del Gobierno británico del derecho a decidir de Irlanda del Norte en 1993, en la Declaración de Downing Street, no fue ninguna novedad. Sí lo era sin embargo el reconocimiento de la autodeterminación del conjunto de Irlanda aunque supeditándola, eso sí, a la decisión de los habitantes de los seis condados. Por tanto, el derecho de autodeterminación de Irlanda sólo podría ejercerse cuando la ciudadanía norirlandesa decidiera incorporarse a la República. Momento en el cual, hay que decirlo, dicho reconocimiento sería un absurdo porque, una vez consumada la anexión del norte, ¿qué sentido tiene reconocer la autodeterminación al conjunto de la isla si ésta ya es un Estado independiente y soberano? Los republicanos rechazaron la declaración, y es que la postura británica no había variado un ápice: Irlanda no sería una unidad hasta que la mayoría de la población del norte así lo consintiera.

El Acuerdo de Stormont, considerado el pacto central del proceso de paz norirlandés, repetía, respecto a esta cuestión, las mismas pautas que el documento de 1993. Es decir, se reconocía, y esta vez sí con la firma de los republicanos, el derecho de autodeterminación de Irlanda tal y cómo había sido reconocido previamente en la Declaración de Downing Street, es decir, sometiéndolo al consentimiento de la mayoría de la población de Irlanda del Norte. Por tanto, por primera vez en su historia, Sinn Fein y el IRA reconocían la legitimidad del ‘veto unionista’ contra el que llevaban décadas combatiendo. Esta cesión, sin embargo, no supuso la concesión paralela de ninguno de los objetivos históricos de los republicanos. En palabras de uno de los mayores expertos en este tema, Rogelio Alonso, «era un documento que no satisfacía ninguno de los puntos fundamentales de la agenda negociadora de Sinn Fein». Algo que corroboran las palabras, por si hubiera alguna duda, de Jim Gibney, a la sazón miembro de la ejecutiva de Sinn Fein: «Desde una rígida perspectiva republicana el Acuerdo de Stormont debería hacerse pedazos».

En resumen, se puede decir que es cierto que tanto la declaración de Downing Street como el Acuerdo de Viernes Santo fueron importantes para la paz, en tanto en cuanto reconocían el derecho de los habitantes de Irlanda del Norte a decidir su futuro. Pero no por el hecho de que éste fuera firmado por el Gobierno británico, sino por la aceptación del mismo por parte de un movimiento republicano irlandés que había pasado medio siglo luchando contra él. No fue, por tanto, el derecho a decidir de la población de Irlanda del Norte algo que el Gobierno británico concedió graciosamente al IRA y a Sinn Fein, sino fundamentalmente todo lo contrario. Es decir, la paz no llegó a través de contrapartidas o cesiones políticas de ningún tipo (léase autodeterminación u otras). La causa principal fue la decisión de los republicanos de abandonar la violencia sin obtener nada a cambio.

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