martes, febrero 19, 2008

Política económica para tiempos de crisis

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 03/01/08):

Aunque la economía española en el tercer trimestre de 2007 no se encontraba técnicamente en recesión, pues la tasa de crecimiento del PIB seguía siendo positiva y relativamente elevada, los síntomas de una importante crisis económica comenzaban ya a estar muy claros. El consumo de las familias, que representa algo más del 56% del PIB, se había ido desacelerando durante el año y con mucha mayor rapidez en los últimos meses, debido a la caída de la renta disponible y al fuerte aumento de los precios. La demanda global había resistido algo más, sustentando todavía tasas relativamente elevadas de crecimiento del PIB, pero en el tercer trimestre lo hizo gracias, sobre todo, a un fuerte tirón de las exportaciones que, de confirmase cuando los datos estén más completos, difícilmente se repetirá en los próximos meses, ya que las economías europeas, nuestros principales compradores, están también debilitándose. Y las inversiones, que hasta ahora habían coadyuvado con fuerza al crecimiento de la demanda global, están mostrando síntomas de un rápido agotamiento, al caer la demanda de bienes residenciales y la de consumo. Por eso la OCDE estima que la economía española crecerá en 2008 en las proximidades del 2,5% y el Gobierno admite tasas del 3,1% que, aunque no son pronósticos catastróficos para un año de crisis, auguran tiempos peores, pues los efectos de la importante convulsión financiera que los mercados mundiales están sufriendo en estos meses no se verán con toda su fuerza hasta más adelante.

La interacción entre menores rentas disponibles -a causa del fuerte endeudamiento familiar unido a tipos de interés más elevados- y los mayores precios de los consumos básicos (energía y alimentos, entre otros), profundizará la desaceleración del consumo privado prolongando la crisis, pues sin el tirón del consumo será difícil que pueda mantenerse una alta tasa de inversión. Y con menos inversiones y menos consumo resultará imposible recuperar crecimientos apreciables del PIB. Ocurrió así en los años 80.

Por su parte, los precios más altos no se han debido a un exceso de consumo sino a las ineficiencias y rigideces de los mercados interiores y, sobre todo, a causas exteriores que poco tienen que ver con nuestra demanda, por lo que la inflación podría continuar en plena situación depresiva. Sucedió así en los 70 con el petróleo y las primeras materias y puede volver a ocurrir ahora, también a causa del petróleo pero con los alimentos como nuevos e importantes protagonistas. Inmersas en esa situación, las familias aspirarán a recuperar poder de compra y para ello aumentarán su presión sobre los salarios mientras se sientan protegidas por contratos permanentes o no les amenace el desempleo. Si las empresas aceptan salarios más elevados, los costes y los precios seguirán creciendo, más todavía al estar impulsados ahora también por factores internos (salarios y costes). El alza de los salarios ya ha comenzado, según las estadísticas disponibles. La espiral inflacionista puede estar pronto servida. Ocurrió así en los 70.

Por eso, ante la imposibilidad de articular una política monetaria autónoma en el seno de la Unión Monetaria Europea, la mejor salida será la de transferir renta a los ciudadanos, especialmente a los que se encuentran en los escalones inferiores, lo que podría reducir su presión sobre los salarios sin que su demanda, sostenida de este modo y no mediante subidas salariales, alterase apenas los precios, cuyas primeras subidas se han generado por los motivos ya expuestos. El camino para esa transferencia de renta es el de una importante reducción del IRPF, desacelerando simultáneamente los gastos públicos para evitar desequilibrios.

Esa política, que habría acortado los efectos de la crisis en los 80, ni siquiera pudo ensayarse entonces por varias razones. La primera, porque los servicios públicos estaban en cotas mínimas para nuestro nivel de desarrollo y teníamos perentorias necesidades colectivas, que se tradujeron en presiones irresistibles sobre el gasto público. La segunda, porque la idea de más Estado y menos sector privado, con mayores gastos públicos e impuestos más elevados y agresivos, era muy bien aceptada por una parte del Gobierno que surgió en 1982, lo que facilitó un aumento en los gastos públicos que rebasó la elevada capacidad recaudatoria de los tributos implantados en 1978 y nos llevó a un fuerte déficit y a una mayor inflación. La tercera, porque el sistema impositivo, recién reformado en sus impuestos directos, todavía no tenía bastante músculo para soportar una reducción suficiente y captar a continuación, con sus escasos instrumentos recaudatorios, el aumento del PIB derivado de esa reducción impositiva, pues el IVA todavía no se aplicaba y teníamos en su lugar al inflacionista e incapaz impuesto de tráfico de las empresas.

Hasta 1999 no se articuló una importante reducción del IRPF que coadyuvó eficazmente a que superásemos, sin apenas daños, la grave crisis de aquellos momentos, la llamada crisis asiática, pues comenzó con la caída del baht tailandés. Por eso ya debería estar actuando una reducción similar, especialmente concentrada sobre los rendimientos del trabajo, pero se perdió la oportunidad de hacerlo con la tímida y mal orientada reforma de este impuesto en 2006. En todo caso, la reducción del IRPF debería aplicarse pronto, pues lo que se ve de la crisis es grave pero lo que se intuye es aún peor. Por eso hay que actuar rápidamente para quitar presión a los salarios y costes. Ahora es todavía el momento.

También es el momento de atender a las empresas, pues simultáneamente se deberían impulsar inversiones y exportaciones para seguir creciendo en producción. Más inversión debería significar más actividades productivas y no más edificios residenciales, como en tiempos recientes. Pero para invertir y exportar quizás tengamos que atraer más empresas extranjeras, introduciéndonos como centro de beneficios en sus cadenas de valor, e incentivar a las ya existentes. Ese fue el modelo de Irlanda en su día y para seguirlo habría que reformar nuestro actual impuesto de sociedades decididamente y con mucha imaginación.

La línea básica de esa reforma debería apostar por la reducción de la carga efectiva del referido impuesto y por impulsar una mayor asunción de riesgos empresariales. Ambas cosas podrían conseguirse mediante la reducción efectiva de tipos y desfiscalizando gradualmente los dividendos en este impuesto, lo que animaría a las Bolsas de valores e impulsaría la adquisición directa de acciones por los particulares. Atraeríamos a las empresas extranjeras e impulsaríamos decididamente la constitución de sociedades. Se corregiría también la doble imposición -impuesto de sociedades e IRPF- a que hoy están sometidos los dividendos, debido a otro de los malos pasos de la reforma del IRPF en 2006.

Igualmente tendríamos que aprovechar todo nuestro potencial en fuerza de trabajo aumentando su grado de actividad, lo que permitiría el crecimiento de la producción total y de la renta por habitante sin necesidad de aumentar la población. Para ello debería elevarse progresivamente la edad de jubilación e impulsar hacia el trabajo fuera de casa, mediante incentivos tributarios y mejores guarderías infantiles, a las mujeres que hoy trabajan exclusivamente en su hogar. El aumento de la edad de jubilación mejoraría también las perspectivas de la Seguridad Social y disminuiría notablemente su gasto, lo que ayudaría a equilibrar las cuentas de las Administraciones públicas pese a los costes recaudatorios originados por la reducción de impuestos.

La política de gasto público debería ser cuidadosamente rediseñada, evitando despilfarros y concentrando sus actuaciones en los estratos de rentas más reducidas y en las infraestructuras esenciales, especialmente en las que creen economías externas para la inversión privada. La desaceleración de los gastos -que no su congelamiento o reducción- debería proporcionar margen para hacer posibles las reducciones impositivas sin afectar al equilibrio de las cuentas públicas. Eso se logró plenamente a finales de los 90 y no parece tarea imposible ahora, siempre que políticos y ciudadanos tomen conciencia de que podemos estar enfrentándonos a una crisis que nada tenga que envidiar a las míticas crisis de los años 70 y 80.
El consenso sobre la política económica para superarla puede ser de nuevo tan necesario como lo fue en 1977, cuando los Pactos de la Moncloa. Buen tema de reflexión para épocas electorales.

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