martes, febrero 19, 2008

El siglo del apocalipsis

Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC (EL PERIÓDICO, 03/01/08):

Asociamos apocalipsis a final del tiempo, es decir, a la idea de que el mundo tiene una fecha de caducidad. Los primeros cristianos estaban tan convencidos de la vuelta del Mesías y, con ello, del final de la historia, que suspendieron todas las actividades y se dedicaron a mirar al cielo, por si aparecía alguna señal.

Pero el Mesías se hacía esperar y este mundo seguía a su aire, sin dar señales de agotamiento. Los sabios religiosos tuvieron entonces que hacer un ajuste: lo que era finito era el tiempo del hombre y lo que el hombre tenía que hacer en vida era instalarse en este mundo, que iba para largo, y “rezar para que se dilatara el final”, tal y como pedía Tertuliano.

Lo que le ha quedado al hombre moderno, secularizado, de este trasfondo religioso es, primero, que este mundo es inagotable y, segundo, que vamos poco a poco hacia mejor. Es inagotable porque siempre hay tiempo a disposición y, también, recursos naturales para el desarrollo; va triunfalmente hacia mejor porque el hombre tiene en su razón la capacidad para corregir los posibles errores y así enderezar el rumbo: si esquilma por avaricia los océanos, tiene ingenio para abrir piscifactorías; si se le agotan los bosques por el abuso del papel, recicla el usado; si le falta agua dulce por el cambio climático, desala el agua del mar, y así con todo.

LA PRUEBA más a mano de que podemos gastar tiempo porque es un bien inagotable y que no hay peligro de que se acabe, es cómo celebramos el final del año natural. Nadie llega al 31 de diciembre con el pesar de que le ha vencido un plazo. Se sabe que todo va a seguir igual. Lo que se festeja es que la vida siga igual, que no haya sobresaltos, que nada se acabe. De este sentido realista se contagió hasta el mismísimo Talmud judío. “El Mesías”, dice en algún momento, “no viene a interrumpir el tiempo, sino a cambiarle un poquito”.

Pero algo radical está cambiando en este siglo XXI que entró como una mansa prolongación del XX. No han pasado ni dos lustros y ya tenemos interiorizado que los recursos naturales, empezando por los energéticos, son escasos; que hay daños al planeta que son irreparables: cada día desaparecen unas cuarenta especies animales y vegetales y en 13 años hemos hecho más daño a la Amazonia que en tres siglos. Para poner fin al tiempo del mundo, no necesitamos que venga el Mesías, nos bastamos los humanos. Hay países pobres que tienen bodegas llenas de bombas con las que hacer saltar el globo; y, países ricos dispuestos a hacer uso de ellas si alguien cuestiona su poder. Pero no hay necesidad de ponernos tan solemnes. Basta sencillamente con que el tren de vida en el que nos hemos montado los países ricos se extienda a China y la India para que el planeta reviente. Dice Umberto Eco que si a los chinos les da por usar el papel higiénico, los bosques de la Amazonia acabarían en una generación. Occidente se siente orgulloso porque gracias a la expansión planetaria de la técnica ha universalizado su modelo de vida y de desarrollo. El problema es que no hay para todos. Occidente puede morir de éxito porque incluso aceptando que su modelo de vida sea bueno, no da para tantos. Hace unas fechas, el diario Le Monde titulaba así un informe de la ONU sobre el estado del mundo: Planeta agotado, progreso amenazado.

De una manera discreta está volviendo la mentalidad apocalíptica, aunque no hablemos de ello ni nos atrevamos a reconocerlo porque todavía reservamos ese adjetivo a lo catastrófico y no a la simple constatación de los límites del mundo. En los balances de año que se ofrecen en los medios estos días, algunos periodistas califican o, mejor, descalifican por apocalípticos los augurios del PP sobre la disolución de España a propósito del Estatuto de Catalunya o de la política antiterrorista de Zapatero. Como la catástrofe no ha tenido lugar y ahí sigue España, que ni rota ni roja, el comentarista lanza un suspiro de alivio por haberse ahorrado los quebrantos apocalípticos.

NO DEBERÍAMOS seguir el juego a ese uso del lenguaje que identifica apocalipsis con desastre, porque ese juego nos priva de un arma poderosa para luchar contra él. Decía Hölderlin que “cuando aumenta el peligro, crece la salvación”. Lo que nos puede salvar es la conciencia del peligro que corremos. Y el peligro letal no consiste en que un loco pueda activar un buen día el arsenal atómico (ese peligro es el más controlado porque somos muy conscientes de lo que significa), sino en este alegre modo de vivir y de gastar, que llamamos educadamente consumismo, pero que es un expolio a la naturaleza y a la humanidad. El peligro es ignorar que todo es escaso: el tiempo, los recursos naturales, las posibilidades de la razón y el alcance de la buena voluntad.

Si la mentalidad apocalíptica avanza podríamos encontrarnos con que el próximo informe de la ONU se titulara así: Al planeta Tierra le quedan X años de vida. No sería una mala noticia. Por fin habríamos asumido el mensaje que la apocalíptica trajo al mundo: a saber, el anuncio de su fragilidad. Hay que tratar al mundo como al hombre. Si en un tiempo pudimos cargar el coste del progreso sobre la sobreexplotación de la naturaleza, eso ya no podemos permitírnoslo, porque es como cortar la rama del árbol que nos sostiene.

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