Por Pascal Boniface, Director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París (LA VANGUARDIA, 05/04/08):
La OTAN tendrá pronto 60 años y ello no parece afectarle. Pese a tan respetable edad, todavía está en periodo de crecimiento. Normalmente, las alianzas defensivas no sobreviven a la amenaza que las creó. Veinte años después de la desaparición de la amenaza soviética que fue su razón de ser, la Alianza Atlántica no da signo alguno que permita pensar que podría desaparecer pronto. Al contrario, las candidaturas de ingreso afluyen y los proyectos de nuevas misiones se superponen los unos a los otros.
En los años noventa, los países miembros decidieron conservar la estructura de la OTAN aunque ya no hubiera amenazas que pesaran sobre su seguridad territorial, razón de ser de la Alianza. Aunque la amenaza soviética había desaparecido, las crisis se multiplicaban. En el periodo de incertidumbre y desconocimiento estratégico que se abre, han visto más razonable conservar el polo de estabilidad que era la alianza atlántica. Era también un valioso foro estratégico que reunía a los países occidentales de las dos orillas del Atlántico. Para los estadounidenses, había además una razón primordial. La OTAN les convierte en una potencia europea y les permite intervenir incluso en los asuntos políticos de los países europeos.
La OTAN se adjudicó rápidamente nuevas misiones: los contactos con los antiguos países enemigos del Pacto de Varsovia y el mantenimiento de la paz en Europa en un momento en que los Balcanes se desmembraban por la guerra civil. Pero, una vez desencadenado este proceso, la OTAN vio cómo con el paso del tiempo su dimensión cambiaba sustancialmente. Si bien en el momento de la unificación alemana los países occidentales prometieron a Rusia que no habría ampliación geográfica de la OTAN, la Alianza ha integrado uno tras otro a los ex países del Pacto de Varsovia e incluso a las tres repúblicas bálticas surgidas de la antigua Unión Soviética. Estos países alegaban necesitar protección contra los apetitos de Rusia, de los que siempre han desconfiado. La entrada en la OTAN exige menos esfuerzos que la integración en la Unión Europea y les otorga el sentimiento de pertenecer a la familia occidental y, sobre todo, de tener una protección americana. Pero esta ampliación ha comportado un endurecimiento de la posición de Rusia que la ha vivido como promesas incumplidas y le ha hecho aflorar un sentimiento de sentirse rodeada. Es un poco como el huevo y la gallina: los países del Este europeo justifican haberse integrado en la OTAN por el endurecimiento de Rusia, pero su ingreso contribuye a una crispación nacional rusa.
A las operaciones de mantenimiento de la paz en los Balcanes siguió la guerra de Kosovo en 1999. Su razón de ser era sencillamente acabar con la limpieza étnica llevada a cabo por Milosevic. Pero esta guerra, la primera en la historia de la OTAN, se desarrolló fuera de las normas de la ONU. Ha conducido a la independencia de Kosovo, contrariamente a lo que prometió la OTAN a Serbia. Después del 11 de septiembre del 2001, cuando por vez primera un país miembro de la OTAN fue objeto de un ataque, los países europeos propusieron a Estados Unidos aplicar el artículo 5 del Tratado que establece las condiciones de solidaridad militar. Pero Estados Unidos prefirió reaccionar al margen de las normas de la OTAN para no verse sometido a una obligación colectiva. Pese a su peso decisivo en el seno de la Alianza, los estadounidenses todavía la juzgan demasiado multilateral.
Francia, que cerró espectacularmente la puerta a la OTAN en 1966, anuncia ahora su reingreso. Nicolas Sarkozy incluso ha decidido enviar refuerzos a Afganistán, donde la OTAN lleva a cabo la segunda guerra de su historia. Y pese a las declaraciones de responsables de la Alianza, esta guerra dista mucho de estar ganada y en Afganistán la OTAN se juega gran parte de su credibilidad. No todos los países aliados están implicados del mismo modo en esta guerra y algunos son reticentes a enviar tropas o, si las tienen sobre el terreno, a que entren en combate. Los países del Este, que creían aumentar su seguridad adhiriéndose a la Alianza, ven que ello puede implicarles en la participación en guerras lejanas. Y, por último, figura la cuestión de la ampliación de las misiones. EE. UU. desearía convertir la OTAN en una alianza global cuyas tareas abarcarían desde la protección de los centros de aprovisionamiento de petróleo hasta la guerra global contra el terrorismo. Algunos países europeos han mostrado su inquietud ante tal posibilidad. La OTAN, alianza inicialmente defensiva, podría entonces ser percibida cada vez más desde fuera como una organización ofensiva cuyo verdadero objetivo sería imponer una dominación occidental del mundo.
La OTAN aumenta su número de países miembros y las misiones que quiere llevar a cabo. Pero lo hace en una huida hacia delante sin emprender una reflexión global sobre su papel y sus límites en la escena internacional.
La OTAN tendrá pronto 60 años y ello no parece afectarle. Pese a tan respetable edad, todavía está en periodo de crecimiento. Normalmente, las alianzas defensivas no sobreviven a la amenaza que las creó. Veinte años después de la desaparición de la amenaza soviética que fue su razón de ser, la Alianza Atlántica no da signo alguno que permita pensar que podría desaparecer pronto. Al contrario, las candidaturas de ingreso afluyen y los proyectos de nuevas misiones se superponen los unos a los otros.
En los años noventa, los países miembros decidieron conservar la estructura de la OTAN aunque ya no hubiera amenazas que pesaran sobre su seguridad territorial, razón de ser de la Alianza. Aunque la amenaza soviética había desaparecido, las crisis se multiplicaban. En el periodo de incertidumbre y desconocimiento estratégico que se abre, han visto más razonable conservar el polo de estabilidad que era la alianza atlántica. Era también un valioso foro estratégico que reunía a los países occidentales de las dos orillas del Atlántico. Para los estadounidenses, había además una razón primordial. La OTAN les convierte en una potencia europea y les permite intervenir incluso en los asuntos políticos de los países europeos.
La OTAN se adjudicó rápidamente nuevas misiones: los contactos con los antiguos países enemigos del Pacto de Varsovia y el mantenimiento de la paz en Europa en un momento en que los Balcanes se desmembraban por la guerra civil. Pero, una vez desencadenado este proceso, la OTAN vio cómo con el paso del tiempo su dimensión cambiaba sustancialmente. Si bien en el momento de la unificación alemana los países occidentales prometieron a Rusia que no habría ampliación geográfica de la OTAN, la Alianza ha integrado uno tras otro a los ex países del Pacto de Varsovia e incluso a las tres repúblicas bálticas surgidas de la antigua Unión Soviética. Estos países alegaban necesitar protección contra los apetitos de Rusia, de los que siempre han desconfiado. La entrada en la OTAN exige menos esfuerzos que la integración en la Unión Europea y les otorga el sentimiento de pertenecer a la familia occidental y, sobre todo, de tener una protección americana. Pero esta ampliación ha comportado un endurecimiento de la posición de Rusia que la ha vivido como promesas incumplidas y le ha hecho aflorar un sentimiento de sentirse rodeada. Es un poco como el huevo y la gallina: los países del Este europeo justifican haberse integrado en la OTAN por el endurecimiento de Rusia, pero su ingreso contribuye a una crispación nacional rusa.
A las operaciones de mantenimiento de la paz en los Balcanes siguió la guerra de Kosovo en 1999. Su razón de ser era sencillamente acabar con la limpieza étnica llevada a cabo por Milosevic. Pero esta guerra, la primera en la historia de la OTAN, se desarrolló fuera de las normas de la ONU. Ha conducido a la independencia de Kosovo, contrariamente a lo que prometió la OTAN a Serbia. Después del 11 de septiembre del 2001, cuando por vez primera un país miembro de la OTAN fue objeto de un ataque, los países europeos propusieron a Estados Unidos aplicar el artículo 5 del Tratado que establece las condiciones de solidaridad militar. Pero Estados Unidos prefirió reaccionar al margen de las normas de la OTAN para no verse sometido a una obligación colectiva. Pese a su peso decisivo en el seno de la Alianza, los estadounidenses todavía la juzgan demasiado multilateral.
Francia, que cerró espectacularmente la puerta a la OTAN en 1966, anuncia ahora su reingreso. Nicolas Sarkozy incluso ha decidido enviar refuerzos a Afganistán, donde la OTAN lleva a cabo la segunda guerra de su historia. Y pese a las declaraciones de responsables de la Alianza, esta guerra dista mucho de estar ganada y en Afganistán la OTAN se juega gran parte de su credibilidad. No todos los países aliados están implicados del mismo modo en esta guerra y algunos son reticentes a enviar tropas o, si las tienen sobre el terreno, a que entren en combate. Los países del Este, que creían aumentar su seguridad adhiriéndose a la Alianza, ven que ello puede implicarles en la participación en guerras lejanas. Y, por último, figura la cuestión de la ampliación de las misiones. EE. UU. desearía convertir la OTAN en una alianza global cuyas tareas abarcarían desde la protección de los centros de aprovisionamiento de petróleo hasta la guerra global contra el terrorismo. Algunos países europeos han mostrado su inquietud ante tal posibilidad. La OTAN, alianza inicialmente defensiva, podría entonces ser percibida cada vez más desde fuera como una organización ofensiva cuyo verdadero objetivo sería imponer una dominación occidental del mundo.
La OTAN aumenta su número de países miembros y las misiones que quiere llevar a cabo. Pero lo hace en una huida hacia delante sin emprender una reflexión global sobre su papel y sus límites en la escena internacional.
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