Por Carmen Iglesias, presidenta de Unidad Editorial y miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia (EL MUNDO, 09/01/09):
Si un niño muere, todas las sociedades son culpables», exclamaba hace unas semanas una alta autoridad académica, posiblemente ante las noticias recientes de niños maltratados, de bebés abandonados o torturados -incluso escandalosamente en nuestras sociedades desarrolladas-, o quizás ante la injusticia de los miles de niños en otros países forzados salvajemente a convertirse en pequeños y mortíferos guerreros asesinos, o en trabajadores en minas, industrias, faenas agrícolas -que nos recuerdan remotamente un pasado occidental de industrialización no tan lejano-, o simplemente recordando el número escalofriante de los millones de niños que mueren o arrastran las lacras de desnutrición, enfermedad, maltrato, prostitución, desarraigo, carencias de todo tipo.
En cualquier época histórica, los niños han sido rehenes y víctimas de circunstancias políticas e ideológicas (no hay mas que recordar la famosa cruzada medieval de niños para conquistar Jerusalén), pero su vulnerabilidad nos resulta ahora doblemente dolorosa cuando de forma impactante vemos en directo el sufrimiento y la muerte de los inocentes en el contexto de conflictos bélicos de naturaleza y origen diverso, sometidos a campos de fuerzas en los que los fundamentalismos, la irracionalidad, el fanatismo y el uso de la fuerza provocan unas matanzas particularmente odiosas e inasimilables. Por todo ello, casi todo el mundo adulto, sobre todo en la sociedad desarrollada, suscribiría la sentencia condenatoria que a todos nos incluye.
En términos generales, la sensibilidad occidental de comienzos del siglo XXI hacia los niños viene marcada por el reconocimiento y exigencia de sus derechos, de su dignidad, de su protección. Pero algo que parece hoy tan natural como es la protección al inocente, a la infancia desvalida del mundo, es un sentimiento y una actitud bastante reciente en la historia humana. Ni mucho menos fue siempre así.
La ambivalencia hacia lo infantil -hacia unos seres situados todavía cerca de la supuesta espontaneidad de la naturaleza bruta, incapaces de habla racional, pero al tiempo aún incontaminados e inocentes en su ignorancia- se tradujo desde los griegos en una consideración generalmente negativa respecto a la infancia o, al menos, bastante indiferente, en escala similar a las categorías inferiores de los esclavos y de las mujeres; predominó por tanto una visión del niño como un ser incompleto, un simple adulto en pequeñito -quizás algo retrasado-, no individualizado ni valioso en sí mismo mas que por el adulto potencial que llevaba. Las raíces latinas de infans-ntis y de infantia-ae son bien expresivas: mudo, que no habla / incapaz de hablar, infacundo / niño, infantil, pueril… Infacundia, infancia, niñez.
Aunque el cristianismo introduce nuevos factores, la creencia en el pecado original y la perspectiva agustiniana de la existencia del mal refuerza en ciertos sentidos esa visión negativa predominante, aunque no sea única. Lo que no está reñido en absoluto con la voluntad de descendencia. Los hijos son siempre un bien necesario, preferentemente si son varones, tanto para la pervivencia y continuidad del linaje y la familia, como también un seguro para la vejez del padre -especialmente en este caso para las familias pobres-. La esterilidad de cualquier mujer fue considerada como una maldición durante muchos siglos y sólo en los conventos las mujeres estaban a cubierto de ese menosprecio.
Pero, pese a la idealización de la maternidad y del niño en la representación de escenas bíblicas o, a partir sobre todo de la Baja Edad Media, de las escenas piadosas y entrañables de la Virgen con el Niño, incluso amamantándolo, creo que no hay que confundir la necesidad de los hijos, de los niños, con la consideración específica, siempre ambivalente, que se da en general a esos niños. La infancia asusta en cierto sentido -sigue asustando o asombrando incluso ahora y de ahí la inevitable tensión e inseguridades en la relación padres-hijos- y se tiende a regular de una u otra forma. En lo que llamamos Antiguo Régimen -un periodo que sabemos cuándo termina, 1789 como fecha simbólica, pero no cuando empieza, pues la modernidad lo atribuye vulgarmente a todo el tiempo histórico que le antecede-, esa regulación se basa en la desconfianza y en el autoritarismo frente a la niñez y la infancia.
Mas todo cambia en el mundo occidental a partir del siglo XVIII. Una nueva sensibilidad ha ido surgiendo respecto a los niños, un descubrimiento del niño, un sentimiento de la infancia que se convertirá en nuestro sentimiento actual, siempre creciente a partir de entonces. Una nueva mirada que deja de considerarles como adultos en pequeño, vistos con mayor o menor indiferencia, para empezar a convertirse en el núcleo alrededor del cual gira la familia y a individualizarse como personas singulares e insustituibles. Una nueva sensibilidad que empezó a perfilarse en ciertos círculos restringidos cultos de finales del siglo XVII, especialmente en Inglaterra y en Estados Unidos, y que se fue extendiendo con la Ilustración por determinadas elites europeas de Francia, Italia, España, Centroeuropa, para luego ir calando en distintos estratos sociales a lo largo del XIX y XX, hasta llegar en el siglo XXI en algunas sociedades desarrolladas a transformar el nuevo aspecto positivo de lo infantil en algo a imitar o mimetizar, rodeado de una aureola traspasada por el romanticismo de lo espontáneo, y desembocar en una cierta infantilización de la sociedad actual e incluso en varios aspectos en una suerte de tiranía del niño sobre padres, profesores y adultos.
Aunque ese proceso general de sensibilización es comprobable en nuestra área cultural occidental y en el periodo de estos dos siglos largos desde que surgió, es obvio que no fue un proceso homogéneo, sino muy complejo y singular según países y épocas. Desde el punto de vista historiográfico, falta todavía mucha investigación pormenorizada por regiones y países; hay también una escasez de fuentes sobre todo respecto a las clases populares, pero, en el estado actual de conocimientos, sí es observable la transformación paulatina más o menos acelerada y con más o menos solapamientos, según los casos, de la organización familiar extensa, comunitaria, a un tipo de familia nuclear, patriarcal en primer lugar, que supuso unos cambios profundos tanto para las mujeres y el sentido del matrimonio, como para los niños sobre los que se empieza a ejercer una protección y control individualizado, en donde la familia, la Iglesia y el Estado cobran unas funciones antes prácticamente inexistentes.
Vaya por delante que en ningún caso se puede caer en la ensoñación de proyectar utopías de transparencia y comunicación feliz en sociedades comunales antiguas, generalmente en el nivel de subsistencia, en las que, desde una perspectiva histórica, existieron parecidos o peores problemas de lucha por la vida, de frustración, de condiciones materiales e inseguridad y mortalidad extrema, tan complejas o aún más difíciles que en nuestras sociedades competitivas modernas, y en las que la suerte de los niños, los más débiles, no fue nada envidiable.
La historia de la mutación cultural respecto a la infancia va unida, naturalmente, a transformaciones materiales de profundo calado que desembocarían en la Revolución Industrial y en un mayor bienestar y riqueza, que no es el caso examinar aquí, pero también es correlativa a una profunda transformación de creencias, mentalidades y actitudes que experimenta la institución familiar, especialmente las mujeres en su función de esposas y madres. Como han señalado diversos historiadores (Stone, Flandrin, Ariès, Gélis, etcétera), el siglo XVIII es testigo del surgimiento explícito y recomendado del amor familiar como paradigma: entre cónyuges o entre amantes, entre padres e hijos, especialmente entre la madre y su bebé. No es que antes no existieran esos sentimientos, como es obvio, pero su posible manifestación era muy distinta y en ningún caso se instalaba en el núcleo duro de las relaciones familiares y sociales.
El surgimiento desde finales del siglo XVII en ciertos estratos cultos anglosajones de lo que se ha llamado individualismo afectivo y la creencia que se extiende en el siglo ilustrado de que hay que procurar la felicidad en esta vida -lo que no implica la exclusión de la creencia en la otra, pero la desplaza de su omnipresencia u objetivo único- son fundamentales para entender el proceso. Hay que recordar que tradicionalmente, y de hecho en casi todas las sociedades humanas, el matrimonio es producto de un intercambio o contrato entre familias y grupos, con finalidades sociales, económicas y mentales muy diversas.
El posible amor o afecto de los contrayentes nada tiene que ver. El hecho de que en la institución se introduzca una variante tan importante como la necesidad teórica de ese individualismo afectivo tendrá consecuencias dispares en la modernidad. Por lo demás, el siglo XVIII es el siglo de la extensión de la civilidad, de unas nuevas maneras de urbanidad e incipiente desarrollo de la higiene y de prácticas médicas diferentes y, lo que es decisivo, de un ligero retroceso de la mortalidad general -según las zonas- que repercute, en lo que respecta a la infancia, en una actitud en los adultos que ya no es de absoluta resignación y distancia emocional frente a la galopante desaparición de los niños en los primeros años de su vida. Los niños dejan de ser intercambiables o sustituibles unos por otros, en la medida en que pueden sobrevivir mejor.
Desde finales de siglo, también en esos círculos restringidos cultos, aparecen por primera vez medidas anticonceptivas que no habían traspasado nunca la frontera que separaba la vida libertina o la prostitución de la vida familiar, y esa limitación voluntaria de nacimientos, correlativa a un incipiente proceso de secularización y de cierta liberación sexual que comienza a separar el placer y la procreación, paradójicamente no se debe al rechazo de los hijos, sino que refuerza la atención y el cuidado que se les debe -dice una fuente sobre la época-, puesto que exige mayores energías de todo tipo: «amor, esfuerzo, tiempo y dinero».
Leer la segunda parte.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Si un niño muere, todas las sociedades son culpables», exclamaba hace unas semanas una alta autoridad académica, posiblemente ante las noticias recientes de niños maltratados, de bebés abandonados o torturados -incluso escandalosamente en nuestras sociedades desarrolladas-, o quizás ante la injusticia de los miles de niños en otros países forzados salvajemente a convertirse en pequeños y mortíferos guerreros asesinos, o en trabajadores en minas, industrias, faenas agrícolas -que nos recuerdan remotamente un pasado occidental de industrialización no tan lejano-, o simplemente recordando el número escalofriante de los millones de niños que mueren o arrastran las lacras de desnutrición, enfermedad, maltrato, prostitución, desarraigo, carencias de todo tipo.
En cualquier época histórica, los niños han sido rehenes y víctimas de circunstancias políticas e ideológicas (no hay mas que recordar la famosa cruzada medieval de niños para conquistar Jerusalén), pero su vulnerabilidad nos resulta ahora doblemente dolorosa cuando de forma impactante vemos en directo el sufrimiento y la muerte de los inocentes en el contexto de conflictos bélicos de naturaleza y origen diverso, sometidos a campos de fuerzas en los que los fundamentalismos, la irracionalidad, el fanatismo y el uso de la fuerza provocan unas matanzas particularmente odiosas e inasimilables. Por todo ello, casi todo el mundo adulto, sobre todo en la sociedad desarrollada, suscribiría la sentencia condenatoria que a todos nos incluye.
En términos generales, la sensibilidad occidental de comienzos del siglo XXI hacia los niños viene marcada por el reconocimiento y exigencia de sus derechos, de su dignidad, de su protección. Pero algo que parece hoy tan natural como es la protección al inocente, a la infancia desvalida del mundo, es un sentimiento y una actitud bastante reciente en la historia humana. Ni mucho menos fue siempre así.
La ambivalencia hacia lo infantil -hacia unos seres situados todavía cerca de la supuesta espontaneidad de la naturaleza bruta, incapaces de habla racional, pero al tiempo aún incontaminados e inocentes en su ignorancia- se tradujo desde los griegos en una consideración generalmente negativa respecto a la infancia o, al menos, bastante indiferente, en escala similar a las categorías inferiores de los esclavos y de las mujeres; predominó por tanto una visión del niño como un ser incompleto, un simple adulto en pequeñito -quizás algo retrasado-, no individualizado ni valioso en sí mismo mas que por el adulto potencial que llevaba. Las raíces latinas de infans-ntis y de infantia-ae son bien expresivas: mudo, que no habla / incapaz de hablar, infacundo / niño, infantil, pueril… Infacundia, infancia, niñez.
Aunque el cristianismo introduce nuevos factores, la creencia en el pecado original y la perspectiva agustiniana de la existencia del mal refuerza en ciertos sentidos esa visión negativa predominante, aunque no sea única. Lo que no está reñido en absoluto con la voluntad de descendencia. Los hijos son siempre un bien necesario, preferentemente si son varones, tanto para la pervivencia y continuidad del linaje y la familia, como también un seguro para la vejez del padre -especialmente en este caso para las familias pobres-. La esterilidad de cualquier mujer fue considerada como una maldición durante muchos siglos y sólo en los conventos las mujeres estaban a cubierto de ese menosprecio.
Pero, pese a la idealización de la maternidad y del niño en la representación de escenas bíblicas o, a partir sobre todo de la Baja Edad Media, de las escenas piadosas y entrañables de la Virgen con el Niño, incluso amamantándolo, creo que no hay que confundir la necesidad de los hijos, de los niños, con la consideración específica, siempre ambivalente, que se da en general a esos niños. La infancia asusta en cierto sentido -sigue asustando o asombrando incluso ahora y de ahí la inevitable tensión e inseguridades en la relación padres-hijos- y se tiende a regular de una u otra forma. En lo que llamamos Antiguo Régimen -un periodo que sabemos cuándo termina, 1789 como fecha simbólica, pero no cuando empieza, pues la modernidad lo atribuye vulgarmente a todo el tiempo histórico que le antecede-, esa regulación se basa en la desconfianza y en el autoritarismo frente a la niñez y la infancia.
Mas todo cambia en el mundo occidental a partir del siglo XVIII. Una nueva sensibilidad ha ido surgiendo respecto a los niños, un descubrimiento del niño, un sentimiento de la infancia que se convertirá en nuestro sentimiento actual, siempre creciente a partir de entonces. Una nueva mirada que deja de considerarles como adultos en pequeño, vistos con mayor o menor indiferencia, para empezar a convertirse en el núcleo alrededor del cual gira la familia y a individualizarse como personas singulares e insustituibles. Una nueva sensibilidad que empezó a perfilarse en ciertos círculos restringidos cultos de finales del siglo XVII, especialmente en Inglaterra y en Estados Unidos, y que se fue extendiendo con la Ilustración por determinadas elites europeas de Francia, Italia, España, Centroeuropa, para luego ir calando en distintos estratos sociales a lo largo del XIX y XX, hasta llegar en el siglo XXI en algunas sociedades desarrolladas a transformar el nuevo aspecto positivo de lo infantil en algo a imitar o mimetizar, rodeado de una aureola traspasada por el romanticismo de lo espontáneo, y desembocar en una cierta infantilización de la sociedad actual e incluso en varios aspectos en una suerte de tiranía del niño sobre padres, profesores y adultos.
Aunque ese proceso general de sensibilización es comprobable en nuestra área cultural occidental y en el periodo de estos dos siglos largos desde que surgió, es obvio que no fue un proceso homogéneo, sino muy complejo y singular según países y épocas. Desde el punto de vista historiográfico, falta todavía mucha investigación pormenorizada por regiones y países; hay también una escasez de fuentes sobre todo respecto a las clases populares, pero, en el estado actual de conocimientos, sí es observable la transformación paulatina más o menos acelerada y con más o menos solapamientos, según los casos, de la organización familiar extensa, comunitaria, a un tipo de familia nuclear, patriarcal en primer lugar, que supuso unos cambios profundos tanto para las mujeres y el sentido del matrimonio, como para los niños sobre los que se empieza a ejercer una protección y control individualizado, en donde la familia, la Iglesia y el Estado cobran unas funciones antes prácticamente inexistentes.
Vaya por delante que en ningún caso se puede caer en la ensoñación de proyectar utopías de transparencia y comunicación feliz en sociedades comunales antiguas, generalmente en el nivel de subsistencia, en las que, desde una perspectiva histórica, existieron parecidos o peores problemas de lucha por la vida, de frustración, de condiciones materiales e inseguridad y mortalidad extrema, tan complejas o aún más difíciles que en nuestras sociedades competitivas modernas, y en las que la suerte de los niños, los más débiles, no fue nada envidiable.
La historia de la mutación cultural respecto a la infancia va unida, naturalmente, a transformaciones materiales de profundo calado que desembocarían en la Revolución Industrial y en un mayor bienestar y riqueza, que no es el caso examinar aquí, pero también es correlativa a una profunda transformación de creencias, mentalidades y actitudes que experimenta la institución familiar, especialmente las mujeres en su función de esposas y madres. Como han señalado diversos historiadores (Stone, Flandrin, Ariès, Gélis, etcétera), el siglo XVIII es testigo del surgimiento explícito y recomendado del amor familiar como paradigma: entre cónyuges o entre amantes, entre padres e hijos, especialmente entre la madre y su bebé. No es que antes no existieran esos sentimientos, como es obvio, pero su posible manifestación era muy distinta y en ningún caso se instalaba en el núcleo duro de las relaciones familiares y sociales.
El surgimiento desde finales del siglo XVII en ciertos estratos cultos anglosajones de lo que se ha llamado individualismo afectivo y la creencia que se extiende en el siglo ilustrado de que hay que procurar la felicidad en esta vida -lo que no implica la exclusión de la creencia en la otra, pero la desplaza de su omnipresencia u objetivo único- son fundamentales para entender el proceso. Hay que recordar que tradicionalmente, y de hecho en casi todas las sociedades humanas, el matrimonio es producto de un intercambio o contrato entre familias y grupos, con finalidades sociales, económicas y mentales muy diversas.
El posible amor o afecto de los contrayentes nada tiene que ver. El hecho de que en la institución se introduzca una variante tan importante como la necesidad teórica de ese individualismo afectivo tendrá consecuencias dispares en la modernidad. Por lo demás, el siglo XVIII es el siglo de la extensión de la civilidad, de unas nuevas maneras de urbanidad e incipiente desarrollo de la higiene y de prácticas médicas diferentes y, lo que es decisivo, de un ligero retroceso de la mortalidad general -según las zonas- que repercute, en lo que respecta a la infancia, en una actitud en los adultos que ya no es de absoluta resignación y distancia emocional frente a la galopante desaparición de los niños en los primeros años de su vida. Los niños dejan de ser intercambiables o sustituibles unos por otros, en la medida en que pueden sobrevivir mejor.
Desde finales de siglo, también en esos círculos restringidos cultos, aparecen por primera vez medidas anticonceptivas que no habían traspasado nunca la frontera que separaba la vida libertina o la prostitución de la vida familiar, y esa limitación voluntaria de nacimientos, correlativa a un incipiente proceso de secularización y de cierta liberación sexual que comienza a separar el placer y la procreación, paradójicamente no se debe al rechazo de los hijos, sino que refuerza la atención y el cuidado que se les debe -dice una fuente sobre la época-, puesto que exige mayores energías de todo tipo: «amor, esfuerzo, tiempo y dinero».
Leer la segunda parte.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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