Por Manuel Delgado es profesor de Antropología en la Universidad de Barcelona y prologuista y traductor de Claude Lévi-Strauss (EL PAÍS, 08/01/09):
Pocas serán las instancias culturales y académicas de todo el mundo que no estén celebrando de algún modo estos días el centésimo cumpleaños de Claude Lévi-Strauss, sin duda uno de los autores más influyentes del siglo XX. Todas las ciencias sociales, la crítica literaria, el psicoanálisis, la lingüística, la historia, la filosofía…, llevan medio siglo dialogando con él, incluso contra él, sin que ninguna haya podido sortear su ascendente. Sería vano intentar añadir desde estas páginas algo a lo ya dicho por tantos y en tantos sitios. Cientos de libros, artículos, monográficos, exposiciones, programas y ciclos especiales, en decenas de idiomas, lo están haciendo o lo harán mejor que lo que se intentaría aquí. Un rasgo merece, no obstante, ser destacado: el autor de Tristes trópicos y El pensamiento salvaje no es propiamente un pensador o un intelectual, aunque haya sido reconocido como tal. Claude Lévi-Strauss es, sobre todo, un antropólogo.
He ahí un elemento de la personalidad del ahora homenajeado en el que merece la pena detenerse. Lo que Lévi-Strauss nos ha transmitido es un conocimiento que no es sólo resultado de una honda reflexión sobre el vivir juntos humano, sino de los testimonios que una determinada ciencia social ha podido establecer acerca de hombres y mujeres concretas, cuya vida concreta -en tiempos y lugares no menos concretos- otros hombres y mujeres fueron a conocer de cerca. Seres humanos estudiando seres humanos, conociendo y dándose a conocer, recolectando tecnologías y sabidurías ajenas y lejanas, aprendiendo de gentes que siempre sabían más que quienes les estudiaban. Una disciplina -la antropología- que nació y existió para que pudiéramos instalar nuestra sociedad entre todas las demás sociedades y elaborásemos, con el conjunto producido, algo parecido a una cartografía de la condición humana en toda su amplitud.
Pero si Lévi-Strauss ha podido enseñarnos tanto y marcar nuestra época es porque pudo desempeñar su tarea como investigador y como docente en un contexto en el que la ciencia que ejercía merecía un reconocimiento, en una sociedad para la que la antropología era importante y que escuchaba lo que se le decía desde ella. Ése ha sido el caso francés y el de su área de influencia cultural, como lo ha sido el de la mayoría de países anglosajones, con el Reino Unido o los Estados Unidos a la cabeza. Otra cosa es lo que vaya a ser en el futuro -y de ello hablan las protestas estudiantiles “anti Bolonia” de estos días en toda Europa- de aquellas áreas académicas que no se demuestren lo bastante rentables o serviles. Pero, al menos hasta ahora, la antropología ha estado ahí, en esos países y en otros, viendo atendida públicamente su forma de dar con las cosas humanas, mirándolas de cerca y comparándolas entre sí.
Por desgracia, ese no es el caso de la antropología española. Una disciplina que había nacido en el último cuarto del siglo XIX se incorporaba con ánimo crítico al ámbito universitario español a principios de la década de los años 70 del siglo pasado, pero ha permanecido encapsulada en él hasta ahora. A pesar de la proyección internacional de algunos de sus exponentes -Julio Caro Baroja, Carmelo Lisón Tolosana, Claudi Esteva Fabregat-, miles de estudiantes y licenciados en antropología no pueden desarrollar plenamente lo que son o van a ser: antropólogos. Por ello, en un momento en que se abre la perspectiva feliz de un grado de Antropología en algunas universidades españolas, se entiende la preocupación de esas mismas universidades para que la disciplina que enseñan logre trascender su actual acuartelamiento académico. Es en esa dirección que todas ellas trabajan en orden a la creación de un colegio profesional que regule la práctica de una profesión tan necesaria como inexistente, en la medida en que sus miles de licenciados actuales y quienes obtengan la nueva titulación se van a ver obligados a aplicar lo que han aprendido bajo todo tipo de denominaciones profesionales, que, salvo pocas excepciones, podrán ser de cualquier cosa menos la de antropólogos.
Y lo que sorprende es que esa invisibilidad forzada de los antropólogos españoles en tanto que tales contrastes con la pertinencia y hasta con la urgencia de una mirada como la suya para observar y entender cuestiones centrales para los tiempos que corren. La antropología almacena décadas de trabajo en áreas como la de la vivencia de la enfermedad y de la muerte o la de los estilos que adoptan los diferentes grupos de edad -jóvenes, ancianos…-, siempre desde una perspectiva que recoge su variabilidad histórica y cultural. Los antropólogos han advertido hasta qué punto los objetos son fundamentales para entender la cultura que los ha creado y usado, por lo que tienen un papel que jugar en la protección y la divulgación del patrimonio cultural, defendiendo lo que de él se mantenga vivo y custodiando y haciendo accesible su pasado en museos. Su preocupación por la práctica y la concepción del espacio convierte en fundamental la perspectiva que les es propia en temáticas territoriales, tanto rurales como urbanas, en contextos en los que las grandes dinámicas de transformación no suelen tener en cuenta el precio social a pagar. La comprensión del sentido que los seres humanos otorgan al medio que los rodea y a sí mismos dentro de él, hace de los antropólogos interlocutores necesarios en los debates medioambientales y ecológicos.
Una experiencia abundante en el campo del estudio de los mitos y los símbolos rituales le permite al antropólogo detectar qué funciones y a qué demandas satisfacen las prácticas religiosas vigentes en nuestra sociedad, tanto las tradicionales como otras que hasta hace poco podrían habernos resultado exóticas. El mercado y los hábitos de consumo no son ajenos al conocimiento que los antropólogos tienen de la dimensión económica de la vida social y ni siquiera las recién nacidas tecnologías de la comunicación se escapan a la competencia que han demostrado a la hora de estudiar los lenguajes humanos. Tanto la diversificación creciente que conoce la institución familiar como el aumento de los contactos entre formas de ser y de estar derivados de los flujos migratorios o del turismo deberían hacer idónea una visión como la suya, especialmente entrenada para encarar la heterogeneidad. No se olvide que la antropología ha sido estratégica en orden a desautorizar todos los argumentos que han intentado mostrar como “natural” la desigualdad humana y continúa siendo fuente de recursos teóricos contra las nuevas y las viejas formas de racismo, xenofobia y sexismo.
La antropología se antoja ahora más que nunca útil en orden a entender las lógicas y las dinámicas que organizan nuestro presente, reconociendo en él cambios constantes, pero también repeticiones e inercias. Ese es su trabajo: ver de qué están hechas la diversidad y la complejidad sociales y mostrarlas no, como se pretende, en tanto que motivos de alarma, sino al contrario: como la materia primera de que se nutre la capacidad de las sociedades humanas para mejorarse a sí mismas.
Esa es la virtud fundamental de Claude Lévi-Strauss. Mirar como mira un antropólogo, contemplando lo remoto como ordinario y sorprendiéndose ante lo cotidiano, ejerciendo un oficio en el que la competencia y la versatilidad explicativas nunca han ido separadas de una fuerte dimensión ética, preocupada por pensar y dar a pensar el valor de la pluralidad humana y la necesidad de defenderla. Celebrar la vida de Lévi-Strauss es celebrar su vida de antropólogo. Pero se hace el elogio del sabio, sin hacer lo propio con la naturaleza misma de su saber, su fuente y su sentido. Al tiempo que multiplican las alabanzas al maestro, bien estaría que se reconociera el esfuerzo y la singularidad de quienes han decidido seguir su camino.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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