Por Manuel Fernández-Cuesta, director-editor de Ediciones Península (EL PAÍS, 13/03/09):
Confiemos, por una vez, en las estadísticas. En nuestro país ha crecido, repiten los datos oficiales, la comunidad lectora. Esta afirmación, por sí sola, debería ser motivo de satisfacción tanto para la industria del libro, necesitada de ampliar su cuota de mercado, como para los diferentes poderes públicos, deseosos de contar, sin duda, con una ciudadanía atenta, sensible y consciente.
Las reiteradas campañas de fomento de la lectura pretenden que lo hagamos de manera alegre y gozosa, divertida y espontánea, dando por sentado que el hecho físico e intelectual de leer, con independencia de la calidad, es un valor esencial de la democracia, un nuevo activo ciudadano comparable a la igualdad o a la tolerancia ante la diversidad.
Las acciones gubernamentales de impulso del hábito son genéricas, transversales, y no especifican o promueven materias concretas, títulos o escritores. Lo contrario sería, en los regímenes democráticos, una violenta intromisión en la autonomía de la voluntad, un atentado a la libertad de pensamiento, elección y empresa. Lea, repite el ministerio correspondiente, lea. El contenido ya lo decidirá usted -si puede y le dejan- actuando con su fuerza de cliente responsable (sic) sobre la inmensa y apetitosa oferta editorial.
Extender la cultura, sin proponer una definición de la misma, al cuerpo social a través de los libros preside las intenciones de la Administración, intenciones secundadas, con natural empeño, por las compañías productoras. Sin embargo, la lectura moderna, el modo contemporáneo de aproximación a las obras, es asumida por una parte mayoritaria de la ciudadanía -impulsada por estas campañas y el recuperado prestigio de la letra impresa- como un intento de recreación de la imaginaria “vida interior” (perdida ante la permanente exposición pública del mundo del trabajo), recreación artificial que cubriría un espacio vacío dentro del dominio de la individualidad. En resumen, una alternativa más de ocio privado ofrecido por la insaciable sociedad del espectáculo.
Sabido es que la lectura es una actividad individual. Un acto íntimo provocado por la relación entre el sujeto y el libro. Pero si esta acción no influye en el discurso colectivo dominante, si el trato con las imágenes, personajes, símbolos, sensaciones e ideas no genera crítica social y, por extensión, no facilita la participación juiciosa de la ciudadanía en los asuntos públicos, el hecho en sí quedará relegado a la mera intimidad, convirtiendo el ejercicio en una especie de autismo semántico o superflua exaltación de la subjetividad: un entretenimiento fugaz. Leer es el paso (necesario) del yo al nosotros. Un salto necesario para la profundización de la identidad colectiva.
Trascender, en aras de la participación, ese instante de intimidad que la lectura conlleva es una de las aspiraciones de toda comunidad lectora, de cualquier comunidad democrática. Es por esta razón que, superado el momento de soledad y concentración, esos minutos de introspección cada vez más escasos teniendo en cuenta el ruido reinante, la prolongación de las jornadas laborales y la convulsa vida en las sociedades occidentales, se impone el acercamiento de lo leído y experimentado al relato común, a la construcción múltiple, contra el pensamiento único, del sentido.
O la polis interpreta a sus clásicos y contemporáneos con sentido crítico y práctico, extrayendo consecuencias de sus miradas, o el individualismo, uno de los dogmas refutados en esta impredecible crisis neoliberal, seguirá articulando todas las respuestas posibles. Lee y difunde, se decía años atrás, cuando las palabras encadenadas influían. Los éxitos editoriales circulan de boca a oreja, se repite ahora.
Impulsado el libro, desde el siglo XIX, bajo la imaginaria entidad de capital cultural circulante, las obras adquieren su verdadero valor, su valor de uso y cambio, cuando las proposiciones e interrogantes que plantean -sean narración, ensayo o poesía- forman parte de los intercambios democráticos e integran el discurso activo del cuerpo social. Si Juan Marsé, Belén Gopegui, Isaac Rosa, Alejandro Gándara, Almudena Grandes o Antonio Muñoz Molina, por citar novelistas actuales, no consiguen generar una sociedad más reflexiva, si no sirven a los lectores -acostumbrados a leer sin modificar el escenario- para asaltar los cielos y cambiar los cimientos de la razón hegemónica, ¿cuál es su función? ¿Cuál será, en la sociedad posindustrial, la labor del escritor? ¿Agitar o entretener? ¿Impulsar o sedar? Los más respetuosos dirán: ambas. Para viajar alrededor de la equidistancia no hace falta tanta alforja de papel.
Con la llegada de esta crisis, que algunos llaman sistémica (estructural, crisis del modelo de producción) y otros se limitan a calificarla como la más grave (coyuntural, crisis del modelo de gestión) desde la fundación del actual orden mundial en el fastuoso complejo hotelero Mount Washington en Bretton Woods (julio, 1944), el sector editorial ha lanzado su valiente premisa y construido su particular storytelling: el libro será uno de los valores refugio del pequeño consumo. Disminuye la demanda, se sostiene, y la recesión es un hecho empírico, pero la lectura se mantendrá firme -y la industria sufrirá menos que otras, pese a los previsibles reajustes- ya que los consumidores no podrán pasar sin su dosis cotidiana de letra impresa, sin su compulsivo y organizado ocio lector. Respiremos tranquilos. El optimismo cultural nos hará libres.
Estos días, parece, vuelven a las librerías textos del vilipendiado Karl Marx. Keynes y Galbraith son rescatados -zombis altaneros y polvorientos- de los almacenes. A tenor de estas reediciones -aceptando que esta sorprendente premisa sea cierta-, en épocas de crisis vuelven las respuestas conocidas, aquellas que fueron olvidadas por la arrolladora presencia, casi militar, de la producción teórica y literaria de los thinks tanks neoliberales. Pero las claras exposiciones históricas, sociológicas o políticas de analistas como Eric Hobsbawm, Vicenç Navarro, Immanuel Wallerstein, Giovanni Arrighi, José Manuel Naredo, Slavoj Zizek, Zygmunt Bauman o Terry Eagleton, por nombrar los más conocidos, no aparecen, como debieran, en el paisaje libresco cotidiano.
Vivimos en uno de los países europeos con mayor índice de fracaso escolar. Sumemos -un rápido cálculo- las horas de permanencia en el puesto de trabajo (el que lo tenga) al tiempo empleado en los desplazamientos. Añadamos a este resultado el promedio de horas, por persona, delante de la televisión (datos ofrecidos por los índices de audiencia), la convivencia con la familia, hijos o amigos, el aseo personal y la intendencia doméstica, urgencias, imprevistos y el obligado sueño. Finalizada la cuenta, pocas horas quedan para la lectura. ¿Cuándo puede el votante medio sumergirse en los clásicos o en las modernas obras de Coetzee, Modiano, Saramago, Doris Lessing, DeLillo, Lobo Antunes, Le Carré o el recuperado y cinematográfico Richard Yates, uno de los creadores que, con más claridad, analizó, años atrás, lo que somos? Malos tiempos, sin duda, para Antonio Gamoneda o Manuel Vilas, valiosos e intensos poetas de diferentes y relacionadas generaciones.
Confiemos, una vez más, en las estadísticas: en España ha crecido la comunidad lectora. Las razones y propuestas que encierran los libros, el punto de vista o la mirada del autor, siguen ausentes del debate, de la escena pública. La formación del gusto -esto es, la tendencia a la uniformidad del sentido e interpretación de acuerdo con los intereses dominantes- y la complacencia de los lectores -hemos pasado, en pocos años, de susurrar en la trastienda de las librerías a la exaltación de lo sentimental, la aventura con apariencia literaria y el bestseller nacional e internacional- parecen ser los ejes cartesianos que delimitan la creación, su actual norma de estilo. Una premisa se alza entre las ruinas del modelo de gestión capitalista: la lectura es, más que nunca, un arma arrojadiza. Un afilado e imprescindible instrumento para afrontar y combatir la inestabilidad, vital y laboral, del presente. La salud de una comunidad -las constantes vitales de una sociedad- se puede diagnosticar, también, analizando la lista de los libros más vendidos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Confiemos, por una vez, en las estadísticas. En nuestro país ha crecido, repiten los datos oficiales, la comunidad lectora. Esta afirmación, por sí sola, debería ser motivo de satisfacción tanto para la industria del libro, necesitada de ampliar su cuota de mercado, como para los diferentes poderes públicos, deseosos de contar, sin duda, con una ciudadanía atenta, sensible y consciente.
Las reiteradas campañas de fomento de la lectura pretenden que lo hagamos de manera alegre y gozosa, divertida y espontánea, dando por sentado que el hecho físico e intelectual de leer, con independencia de la calidad, es un valor esencial de la democracia, un nuevo activo ciudadano comparable a la igualdad o a la tolerancia ante la diversidad.
Las acciones gubernamentales de impulso del hábito son genéricas, transversales, y no especifican o promueven materias concretas, títulos o escritores. Lo contrario sería, en los regímenes democráticos, una violenta intromisión en la autonomía de la voluntad, un atentado a la libertad de pensamiento, elección y empresa. Lea, repite el ministerio correspondiente, lea. El contenido ya lo decidirá usted -si puede y le dejan- actuando con su fuerza de cliente responsable (sic) sobre la inmensa y apetitosa oferta editorial.
Extender la cultura, sin proponer una definición de la misma, al cuerpo social a través de los libros preside las intenciones de la Administración, intenciones secundadas, con natural empeño, por las compañías productoras. Sin embargo, la lectura moderna, el modo contemporáneo de aproximación a las obras, es asumida por una parte mayoritaria de la ciudadanía -impulsada por estas campañas y el recuperado prestigio de la letra impresa- como un intento de recreación de la imaginaria “vida interior” (perdida ante la permanente exposición pública del mundo del trabajo), recreación artificial que cubriría un espacio vacío dentro del dominio de la individualidad. En resumen, una alternativa más de ocio privado ofrecido por la insaciable sociedad del espectáculo.
Sabido es que la lectura es una actividad individual. Un acto íntimo provocado por la relación entre el sujeto y el libro. Pero si esta acción no influye en el discurso colectivo dominante, si el trato con las imágenes, personajes, símbolos, sensaciones e ideas no genera crítica social y, por extensión, no facilita la participación juiciosa de la ciudadanía en los asuntos públicos, el hecho en sí quedará relegado a la mera intimidad, convirtiendo el ejercicio en una especie de autismo semántico o superflua exaltación de la subjetividad: un entretenimiento fugaz. Leer es el paso (necesario) del yo al nosotros. Un salto necesario para la profundización de la identidad colectiva.
Trascender, en aras de la participación, ese instante de intimidad que la lectura conlleva es una de las aspiraciones de toda comunidad lectora, de cualquier comunidad democrática. Es por esta razón que, superado el momento de soledad y concentración, esos minutos de introspección cada vez más escasos teniendo en cuenta el ruido reinante, la prolongación de las jornadas laborales y la convulsa vida en las sociedades occidentales, se impone el acercamiento de lo leído y experimentado al relato común, a la construcción múltiple, contra el pensamiento único, del sentido.
O la polis interpreta a sus clásicos y contemporáneos con sentido crítico y práctico, extrayendo consecuencias de sus miradas, o el individualismo, uno de los dogmas refutados en esta impredecible crisis neoliberal, seguirá articulando todas las respuestas posibles. Lee y difunde, se decía años atrás, cuando las palabras encadenadas influían. Los éxitos editoriales circulan de boca a oreja, se repite ahora.
Impulsado el libro, desde el siglo XIX, bajo la imaginaria entidad de capital cultural circulante, las obras adquieren su verdadero valor, su valor de uso y cambio, cuando las proposiciones e interrogantes que plantean -sean narración, ensayo o poesía- forman parte de los intercambios democráticos e integran el discurso activo del cuerpo social. Si Juan Marsé, Belén Gopegui, Isaac Rosa, Alejandro Gándara, Almudena Grandes o Antonio Muñoz Molina, por citar novelistas actuales, no consiguen generar una sociedad más reflexiva, si no sirven a los lectores -acostumbrados a leer sin modificar el escenario- para asaltar los cielos y cambiar los cimientos de la razón hegemónica, ¿cuál es su función? ¿Cuál será, en la sociedad posindustrial, la labor del escritor? ¿Agitar o entretener? ¿Impulsar o sedar? Los más respetuosos dirán: ambas. Para viajar alrededor de la equidistancia no hace falta tanta alforja de papel.
Con la llegada de esta crisis, que algunos llaman sistémica (estructural, crisis del modelo de producción) y otros se limitan a calificarla como la más grave (coyuntural, crisis del modelo de gestión) desde la fundación del actual orden mundial en el fastuoso complejo hotelero Mount Washington en Bretton Woods (julio, 1944), el sector editorial ha lanzado su valiente premisa y construido su particular storytelling: el libro será uno de los valores refugio del pequeño consumo. Disminuye la demanda, se sostiene, y la recesión es un hecho empírico, pero la lectura se mantendrá firme -y la industria sufrirá menos que otras, pese a los previsibles reajustes- ya que los consumidores no podrán pasar sin su dosis cotidiana de letra impresa, sin su compulsivo y organizado ocio lector. Respiremos tranquilos. El optimismo cultural nos hará libres.
Estos días, parece, vuelven a las librerías textos del vilipendiado Karl Marx. Keynes y Galbraith son rescatados -zombis altaneros y polvorientos- de los almacenes. A tenor de estas reediciones -aceptando que esta sorprendente premisa sea cierta-, en épocas de crisis vuelven las respuestas conocidas, aquellas que fueron olvidadas por la arrolladora presencia, casi militar, de la producción teórica y literaria de los thinks tanks neoliberales. Pero las claras exposiciones históricas, sociológicas o políticas de analistas como Eric Hobsbawm, Vicenç Navarro, Immanuel Wallerstein, Giovanni Arrighi, José Manuel Naredo, Slavoj Zizek, Zygmunt Bauman o Terry Eagleton, por nombrar los más conocidos, no aparecen, como debieran, en el paisaje libresco cotidiano.
Vivimos en uno de los países europeos con mayor índice de fracaso escolar. Sumemos -un rápido cálculo- las horas de permanencia en el puesto de trabajo (el que lo tenga) al tiempo empleado en los desplazamientos. Añadamos a este resultado el promedio de horas, por persona, delante de la televisión (datos ofrecidos por los índices de audiencia), la convivencia con la familia, hijos o amigos, el aseo personal y la intendencia doméstica, urgencias, imprevistos y el obligado sueño. Finalizada la cuenta, pocas horas quedan para la lectura. ¿Cuándo puede el votante medio sumergirse en los clásicos o en las modernas obras de Coetzee, Modiano, Saramago, Doris Lessing, DeLillo, Lobo Antunes, Le Carré o el recuperado y cinematográfico Richard Yates, uno de los creadores que, con más claridad, analizó, años atrás, lo que somos? Malos tiempos, sin duda, para Antonio Gamoneda o Manuel Vilas, valiosos e intensos poetas de diferentes y relacionadas generaciones.
Confiemos, una vez más, en las estadísticas: en España ha crecido la comunidad lectora. Las razones y propuestas que encierran los libros, el punto de vista o la mirada del autor, siguen ausentes del debate, de la escena pública. La formación del gusto -esto es, la tendencia a la uniformidad del sentido e interpretación de acuerdo con los intereses dominantes- y la complacencia de los lectores -hemos pasado, en pocos años, de susurrar en la trastienda de las librerías a la exaltación de lo sentimental, la aventura con apariencia literaria y el bestseller nacional e internacional- parecen ser los ejes cartesianos que delimitan la creación, su actual norma de estilo. Una premisa se alza entre las ruinas del modelo de gestión capitalista: la lectura es, más que nunca, un arma arrojadiza. Un afilado e imprescindible instrumento para afrontar y combatir la inestabilidad, vital y laboral, del presente. La salud de una comunidad -las constantes vitales de una sociedad- se puede diagnosticar, también, analizando la lista de los libros más vendidos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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