Por Carmen Caffarel, directora del Instituto Cervantes (EL PAÍS, 07/04/09):
Fue el año en que Francisco Ayala obtuvo el Premio Cervantes, en que murieron María Zambrano y Gabriel Celaya, en que Álvaro Mutis publicó Abdul Bashur, soñador de navíos, en que Pedro Almodóvar estrenó Tacones lejanos. Aquel 1991, por estos mismos días, también se creó el Instituto Cervantes, porque paulatinamente se había abierto paso la idea de que teníamos entre las manos un tesoro sin aprovechar: la lengua que por entonces hablaban 300 millones de personas.
Como tantas veces ocurre, hacía tiempo que más allá de nuestras fronteras algunos habían sacado ya consecuencias de aquel hecho. Sin remontarse muy atrás, apenas a 1985, uno de los espías más relevantes del siglo XX, el conde Alexandre de Marenches, se lamentaba en sus memorias de que el francés no tuviera una presencia en el mundo comparable con la del español. Marenches, que fue consejero de reyes y de presidentes y que había dirigido durante 11 años los servicios secretos de Francia, soñaba con disponer de una zona de influencia cultural francesa que recorriera el continente africano de norte a sur, desde Tánger a Angola y Namibia, con el fin de acrecentar el peso político de su país en el mundo. Porque “lo que de verdad cuenta -aseguraba con la franqueza de quien está acostumbrado a hablar sin eufemismos- es la cultura”.
La música de estas palabras suena bien, aunque en el fondo, y como habría dicho la generación de Ortega, aquello era vieja política. Desprendía olor a rancio porque se trataba de una concepción de la cultura en términos de poder que hunde sus raíces en los años 30 del pasado siglo, cuando el ascenso de los fascismos y del estalinismo convirtió las relaciones culturales internacionales en un instrumento al servicio de la confrontación entre las potencias. La cultura, la lengua y su prestigio en el exterior formaban parte del arsenal que los Estados fueron acumulando y que llevó de forma inexorable a la debacle de la Segunda Guerra Mundial, así que no resulta extraño que precisamente en esa década se crearan varios institutos culturales en Europa.
Tras la guerra, Alemania fundó el Instituto Goethe en 1951 con la esperanza de cambiar la deteriorada imagen exterior del país y sin la necesidad apremiante de obtener resultados políticos inmediatos. Constituyó un gran acierto, pero sólo después de la caída del Muro de Berlín empezó a dibujarse el instituto cultural que hoy se considera ejemplar: una institución plural y abierta, alejada del sectarismo, lugar de encuentro entre lenguas y culturas y que, aun sostenida en alta proporción con fondos públicos, actúa con criterios profesionales y libre de las conveniencias a corto plazo de los gobiernos. De ese grupo -todavía minoritario, hay que añadir- forma parte el Cervantes. Por eso el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Bernard Kouchner, lo acaba de poner como modelo para el nuevo Instituto Francés. El conde de Marenches ha caído en el olvido incluso en su propio país.
Hay quienes opinan que el Cervantes nació demasiado tarde. Sin embargo, es preciso subrayar que España lo creó cuando pudo. Resulta impensable la existencia de una institución especializada, independiente y volcada en la acción cultural internacional durante el franquismo, en un país encerrado en sí mismo, aislado del exterior y sin credibilidad. Fue un buen momento, en cambio, aquel año de 1991 en que la democracia estaba plenamente asentada y en que resultaba imprescindible mostrar que la realidad de España era mejor que su imagen en el extranjero, pues la imagen exterior de un país está formada por estereotipos que se transforman a un ritmo extraordinariamente lento y cuyos efectos sólo se advierten a largo plazo.
Añádase que la cultura es uno de los elementos que más contribuyen a fijar esa visión. Una cultura con prestigio no sólo ayuda a que sus creadores sean más conocidos, sino que impregna con un halo de seriedad y buen hacer todo lo que se refiere a un país, desde sus productos industriales a su crédito internacional. En términos de hoy, la cultura es uno de los principales componentes de la nueva diplomacia pública.
El Cervantes nació, además, con una singularidad que lo diferencia de los institutos culturales de otros países y que con el tiempo se ha demostrado esencial para llevar a cabo su trabajo: si la lengua española es una -de hecho, la más homogénea de entre las grandes lenguas inter-nacionales-, también lo es la cultura en español. Se trata de un asunto de gran calado. El British Council enseña el inglés británico, de igual manera que el Instituto Goethe no contempla en sus actividades la cultura austriaca o la suiza de lengua alemana. Sin embargo, el Cervantes se ha convertido en la casa común en el exterior de la cultura española e hispanoamericana porque enseña todas las variedades de la lengua y porque considera que lo que importa no es la nacionalidad de los creadores, sino difundir su obra. Disponemos de una gran lengua de comunicación internacional porque es hablada por los españoles y por los ciudadanos de más de 20 países. Lo mismo ocurre con la cultura: Borges, Neruda y Octavio Paz son tan nuestros como Federico García Lorca. Así nos ven también en el exterior, como una gran cultura que va más allá de las nacionalidades de origen. Si el Instituto Cervantes ha logrado representar e impulsar esta gran comunidad cultural, sin suscitar recelos ni suspicacias en los países latinoamericanos, se debe además a que se conoce su autonomía de funcionamiento.
Han pasado 18 años y han cambiado muchas cosas. Aquellos 300 millones de hispanohablantes se han convertido en 450 millones, sabemos que hay al menos 14 millones de estudiantes de español en el mundo, que los hispanos no son ya el 8% de la población de Estados Unidos sino el 15%, que a mediados de siglo ese país será el que cuente con mayor número de hablantes de español, unos 132 millones, y que es la tercera lengua en Internet. Sabemos también que el español se estudia cada vez más como lengua extranjera por las mismas razones que nuestros hijos deben aprender inglés: porque es una lengua útil para prosperar profesionalmente. Sabemos, en definitiva, que, justo en el momento en que el Instituto Cervantes alcanza la mayoría de edad, ya nadie duda de que el español, el inglés y el chino son las tres grandes lenguas de comunicación internacional en el siglo XXI. Y es el nuevo siglo, con sus nuevas exigencias y desafíos, el que demanda del Instituto un papel acorde con un mundo globalizado y en mutación. Es decir, un instrumento capaz de trabajar en la sociedad del conocimiento, de utilizar, en todos los ámbitos, las tecnologías de la información y de la comunicación más innovadoras para llegar allá donde no llega físicamente, de atraer a las jóvenes generaciones, de actuar como un poderoso motor de comunicación exterior de España, de las lenguas de España y de la cultura española e hispanoamericana en todo el mundo.
La Gramática de Nebrija de 1492 contenía previsoramente un Libro V dedicado a los extranjeros que quisieran aprender español, hacia 1520 un autor anónimo publicó en Amberes el primer manual, y a fines del siglo XVI Richard Percyvall -otro espía, esta vez británico- se sirvió de dos prisioneros españoles para mejorar su obra Bibliotheca Hispanica, que incluía una gramática y un diccionario de español, inglés y latín. Hoy, en tiempos de permanente innovación, la enseñanza y difusión de la lengua, de nuestra cultura nada tienen que ver con servicios secretos, relaciones de poder ni estrategas aquejados de megalomanía, sino con profesores y poetas, con novelistas, científicos, cineastas y artistas, con gestores culturales, con bibliotecarios, medios de comunicación y usuarios de las tecnologías, con industrias culturales y hasta con los millones de personas que viajan al extranjero para conocer de cerca cómo son, qué hacen y qué piensan los otros. Es decir, tienen que ver con todos nosotros.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Fue el año en que Francisco Ayala obtuvo el Premio Cervantes, en que murieron María Zambrano y Gabriel Celaya, en que Álvaro Mutis publicó Abdul Bashur, soñador de navíos, en que Pedro Almodóvar estrenó Tacones lejanos. Aquel 1991, por estos mismos días, también se creó el Instituto Cervantes, porque paulatinamente se había abierto paso la idea de que teníamos entre las manos un tesoro sin aprovechar: la lengua que por entonces hablaban 300 millones de personas.
Como tantas veces ocurre, hacía tiempo que más allá de nuestras fronteras algunos habían sacado ya consecuencias de aquel hecho. Sin remontarse muy atrás, apenas a 1985, uno de los espías más relevantes del siglo XX, el conde Alexandre de Marenches, se lamentaba en sus memorias de que el francés no tuviera una presencia en el mundo comparable con la del español. Marenches, que fue consejero de reyes y de presidentes y que había dirigido durante 11 años los servicios secretos de Francia, soñaba con disponer de una zona de influencia cultural francesa que recorriera el continente africano de norte a sur, desde Tánger a Angola y Namibia, con el fin de acrecentar el peso político de su país en el mundo. Porque “lo que de verdad cuenta -aseguraba con la franqueza de quien está acostumbrado a hablar sin eufemismos- es la cultura”.
La música de estas palabras suena bien, aunque en el fondo, y como habría dicho la generación de Ortega, aquello era vieja política. Desprendía olor a rancio porque se trataba de una concepción de la cultura en términos de poder que hunde sus raíces en los años 30 del pasado siglo, cuando el ascenso de los fascismos y del estalinismo convirtió las relaciones culturales internacionales en un instrumento al servicio de la confrontación entre las potencias. La cultura, la lengua y su prestigio en el exterior formaban parte del arsenal que los Estados fueron acumulando y que llevó de forma inexorable a la debacle de la Segunda Guerra Mundial, así que no resulta extraño que precisamente en esa década se crearan varios institutos culturales en Europa.
Tras la guerra, Alemania fundó el Instituto Goethe en 1951 con la esperanza de cambiar la deteriorada imagen exterior del país y sin la necesidad apremiante de obtener resultados políticos inmediatos. Constituyó un gran acierto, pero sólo después de la caída del Muro de Berlín empezó a dibujarse el instituto cultural que hoy se considera ejemplar: una institución plural y abierta, alejada del sectarismo, lugar de encuentro entre lenguas y culturas y que, aun sostenida en alta proporción con fondos públicos, actúa con criterios profesionales y libre de las conveniencias a corto plazo de los gobiernos. De ese grupo -todavía minoritario, hay que añadir- forma parte el Cervantes. Por eso el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Bernard Kouchner, lo acaba de poner como modelo para el nuevo Instituto Francés. El conde de Marenches ha caído en el olvido incluso en su propio país.
Hay quienes opinan que el Cervantes nació demasiado tarde. Sin embargo, es preciso subrayar que España lo creó cuando pudo. Resulta impensable la existencia de una institución especializada, independiente y volcada en la acción cultural internacional durante el franquismo, en un país encerrado en sí mismo, aislado del exterior y sin credibilidad. Fue un buen momento, en cambio, aquel año de 1991 en que la democracia estaba plenamente asentada y en que resultaba imprescindible mostrar que la realidad de España era mejor que su imagen en el extranjero, pues la imagen exterior de un país está formada por estereotipos que se transforman a un ritmo extraordinariamente lento y cuyos efectos sólo se advierten a largo plazo.
Añádase que la cultura es uno de los elementos que más contribuyen a fijar esa visión. Una cultura con prestigio no sólo ayuda a que sus creadores sean más conocidos, sino que impregna con un halo de seriedad y buen hacer todo lo que se refiere a un país, desde sus productos industriales a su crédito internacional. En términos de hoy, la cultura es uno de los principales componentes de la nueva diplomacia pública.
El Cervantes nació, además, con una singularidad que lo diferencia de los institutos culturales de otros países y que con el tiempo se ha demostrado esencial para llevar a cabo su trabajo: si la lengua española es una -de hecho, la más homogénea de entre las grandes lenguas inter-nacionales-, también lo es la cultura en español. Se trata de un asunto de gran calado. El British Council enseña el inglés británico, de igual manera que el Instituto Goethe no contempla en sus actividades la cultura austriaca o la suiza de lengua alemana. Sin embargo, el Cervantes se ha convertido en la casa común en el exterior de la cultura española e hispanoamericana porque enseña todas las variedades de la lengua y porque considera que lo que importa no es la nacionalidad de los creadores, sino difundir su obra. Disponemos de una gran lengua de comunicación internacional porque es hablada por los españoles y por los ciudadanos de más de 20 países. Lo mismo ocurre con la cultura: Borges, Neruda y Octavio Paz son tan nuestros como Federico García Lorca. Así nos ven también en el exterior, como una gran cultura que va más allá de las nacionalidades de origen. Si el Instituto Cervantes ha logrado representar e impulsar esta gran comunidad cultural, sin suscitar recelos ni suspicacias en los países latinoamericanos, se debe además a que se conoce su autonomía de funcionamiento.
Han pasado 18 años y han cambiado muchas cosas. Aquellos 300 millones de hispanohablantes se han convertido en 450 millones, sabemos que hay al menos 14 millones de estudiantes de español en el mundo, que los hispanos no son ya el 8% de la población de Estados Unidos sino el 15%, que a mediados de siglo ese país será el que cuente con mayor número de hablantes de español, unos 132 millones, y que es la tercera lengua en Internet. Sabemos también que el español se estudia cada vez más como lengua extranjera por las mismas razones que nuestros hijos deben aprender inglés: porque es una lengua útil para prosperar profesionalmente. Sabemos, en definitiva, que, justo en el momento en que el Instituto Cervantes alcanza la mayoría de edad, ya nadie duda de que el español, el inglés y el chino son las tres grandes lenguas de comunicación internacional en el siglo XXI. Y es el nuevo siglo, con sus nuevas exigencias y desafíos, el que demanda del Instituto un papel acorde con un mundo globalizado y en mutación. Es decir, un instrumento capaz de trabajar en la sociedad del conocimiento, de utilizar, en todos los ámbitos, las tecnologías de la información y de la comunicación más innovadoras para llegar allá donde no llega físicamente, de atraer a las jóvenes generaciones, de actuar como un poderoso motor de comunicación exterior de España, de las lenguas de España y de la cultura española e hispanoamericana en todo el mundo.
La Gramática de Nebrija de 1492 contenía previsoramente un Libro V dedicado a los extranjeros que quisieran aprender español, hacia 1520 un autor anónimo publicó en Amberes el primer manual, y a fines del siglo XVI Richard Percyvall -otro espía, esta vez británico- se sirvió de dos prisioneros españoles para mejorar su obra Bibliotheca Hispanica, que incluía una gramática y un diccionario de español, inglés y latín. Hoy, en tiempos de permanente innovación, la enseñanza y difusión de la lengua, de nuestra cultura nada tienen que ver con servicios secretos, relaciones de poder ni estrategas aquejados de megalomanía, sino con profesores y poetas, con novelistas, científicos, cineastas y artistas, con gestores culturales, con bibliotecarios, medios de comunicación y usuarios de las tecnologías, con industrias culturales y hasta con los millones de personas que viajan al extranjero para conocer de cerca cómo son, qué hacen y qué piensan los otros. Es decir, tienen que ver con todos nosotros.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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