Por José María Lassalle, secretario de Estudios del PP y diputado por Cantabria (EL PAÍS, 07/04/09):
El escenario de crisis que padecen las sociedades abiertas exige no sólo altas dosis de responsabilidad en las decisiones políticas que se aborden sino, también, mucha prudencia a la hora de criticar el relato teórico que soportan nuestras instituciones democráticas, y que no es otro que el pensamiento liberal surgido de la lucha contra la crueldad que, según Judith N. Shklar, está detrás del nacimiento de la Modernidad política que inspiró las revoluciones transatlánticas. En este sentido, resulta muy grave el empeño de algunos por aprovechar el impacto social de la crisis para demonizar al liberalismo culpándole de la misma. Con esta maniobra se ha desempolvado una retórica antiliberal que parecía felizmente superada.
Resulta sorprendente ver cómo se ha puesto en circulación un argumentario que no oculta su voluntad de minar el crédito político del liberalismo. Así, se ha vuelto a cargar las tintas sobre su presunto carácter antisocial y, de paso, se ha querido establecer una torticera correspondencia entre la “mano invisible” de Adam Smith y la sinvergonzonería delictiva de los Madoff y compañía. Arropados por esta estrategia de descalificación ideológica, ciertos sectores de la izquierda han creído ver en la crisis una oportunidad política para revisitar los consensos teóricos alcanzados en las democracias liberales después de la experiencia de la guerra fría y la caída del muro de Berlín. Incluso han propugnado que era necesaria una reformulación del capitalismo -asumiendo este concepto en una clave estructuralmente posmarxista-, y han reivindicado para ello los valores de cohesión e ingeniería social defendidos desde la socialdemocracia.
Quienes han defendido esta posición no han dudado en establecer una correspondencia inaceptable entre los principios liberales y las tesis esgrimidas por los profetas de la desregulación agresiva y antiestatista del neoliberalismo. Al hacerlo faltan a la verdad. Ni es la hora de la socialdemocracia ni del furor neoliberal que siguen esgrimiendo algunos; por cierto, más obsesionados por hacerse perdonar sus pecados de juventud maoísta o trotskista que por reclamar un mercado de competencia suficiente en el que el Estado, como decía John Stuart Mill, sea social para combinar la mayor libertad posible con la justa distribución de los frutos del trabajo. Esto es, un Estado cuyo fin principal no puede ser “la subversión del sistema de propiedad individual, sino su mejoramiento y la completa participación de todos los miembros de la comunidad en las ganancias que del mismo se deriven”. En este sentido, la gestión correcta de la crisis exige en estos momentos moderación y reformismo o, si se prefiere, una justa combinación de equilibrios económicos y sociales que sólo la centralidad del liberalismo igualitario es capaz de abordar desde la legitimidad que ofrece su exitosa experiencia de la crisis del 29 y de los años setenta.
Ya no se trata de ofrecer más o menos Estado, sino de hacer que éste aborde con instrumentos eficaces la merma de bienestar al que se ven abocados importantes sectores de la sociedad, ofreciendo para ello seguridad al mayor número posible deciudadanos pero sin asfixiar el libre funcionamiento de un orden de mercado espontáneo. Algo que Raymond Aron destacó con acierto en su Ensayo sobre las libertades cuando insistió en que una sociedad libre debe garantizar la libertad mediante un haz de reglas procedimentales que, además, tienen que ser efectivas y estar al alcance de todos sin excepción. Afortunadamente el presidente Obama no ha dudado en asumir un discurso liberal igualitario como sustento de su lucha contra la crisis. Por un lado, se ha rodeado de un equipo económico que no oculta su confianza en el mercado y que forman economistas como Tim Geithner, Lawrence Summers o Paul Volcker; no en balde, los dos primeros estuvieron estrechamente ligados a la Administración Clinton de la mano de Robert Rumin, y el último al propio Reagan ya que fue su director de la Reserva Federal. Y por otro lado, los gestos centristas de Obama han sido constantes. Primero, desmarcándose de izquierdistas como Howard Dean, al que ha forzado a dimitir como presidente del Comité Nacional Demócrata. Segundo, manifestando expresamente el pasado 8 de marzo en The New York Times que ni era socialista ni su política económica y social podía ser etiquetada como de izquierdas, pues, según sus propias palabras: es “plenamente coherente con los principios del libre mercado”.
A pesar de las críticas que algunos francotiradores de la izquierda hacen sobre la idoneidad de defender el mercado y la libertad económica, parece claro que la sensatez liberal seguirá imponiéndose. Y es que como señala Eamonn Butler en The Best Book on the Market: las “desigualdades son siempre mayores cuando lo que cuenta es el poder, no el dinero”, de manera que las “economías de mercado son más democráticas porque son capaces de progresar gracias a los millones de pequeñas decisiones que se toman a diario”. Circunstancia ésta que se relaciona íntimamente con la esencia y el origen histórico del pensamiento liberal, que no fue otro -según la tesis de Shklar- que dar una respuesta ética frente al mal y el terror causado por la sinrazón de los absolutos estatales, económicos, religiosos o morales, conformándose desde el siglo XVII en un diseño político que ha buscado siempre contener la violencia y limitar la arbitrariedad del poder mediante un consenso racional sobre los ideales colectivos que posibilitan la vida buena.
Las manifestaciones del espíritu liberal siempre han sido fieles a estos orígenes y han cultivado una serie de virtudes que han sido el soporte de la fortaleza moral de las democracias. Algo que, por cierto, hizo de los liberales -entrado el siglo XX- los principales destinatarios de la presión de acero de los totalitarismos. Lo explica muy bien Ralf Dahrendorf en un ensayo reciente que ha titulado La libertad a prueba y en el que analiza las virtudes que han presidido la biografía de pensadores liberales como Aron, Berlin, Patocka, Bobbio o Popper.
En todos ellos, el patrón virtuoso ha sido siempre el mismo: la valentía de luchar individualmente en pos de una verdad interpretada como un horizonte de conocimiento crítico; la justicia material que se desprende de la capacidad de dar o quitar razones en el seno de situaciones conflictivas que exigen equilibrios contradictorios; la moderación del observador comprometido que no renuncia a la objetividad; y, por último, la sabiduría de una prudencia apasionada que asume que sus defensores nunca renunciarán a alzar la “voz cuando las pasiones irracionales amenacen con conquistar el campo del debate público”. Quizá por eso no se entiende la torpe estrategia de quienes disparan indiscriminadamente contra el relato teórico que sustenta la decencia de las sociedades abiertas, pues, los liberales llegaron a la defensa de la libertad económica y del mercado después de iniciar una lucha contra el despotismo político y moral, y no al revés. Esto hizo que blandieran, junto a la defensa de la tolerancia, la dignidad de la persona y sus derechos como cortafuegos frente al miedo que había esgrimido la arbitrariedad del absolutismo.
De ahí que el oportunismo demagógico de algunos puede contribuir torpemente a desactivar la fortaleza de un pensamiento que tiene sus raíces más originarias en la lucha de la civilización moderna contra el miedo, que es -no lo olvidemos- la fisonomía que siempre recubre todos los rostros que ofrece la tiranía, pues, como advirtió Montaigne: “Aquello a lo que más temo es al temor porque supera en poder a todo lo demás”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El escenario de crisis que padecen las sociedades abiertas exige no sólo altas dosis de responsabilidad en las decisiones políticas que se aborden sino, también, mucha prudencia a la hora de criticar el relato teórico que soportan nuestras instituciones democráticas, y que no es otro que el pensamiento liberal surgido de la lucha contra la crueldad que, según Judith N. Shklar, está detrás del nacimiento de la Modernidad política que inspiró las revoluciones transatlánticas. En este sentido, resulta muy grave el empeño de algunos por aprovechar el impacto social de la crisis para demonizar al liberalismo culpándole de la misma. Con esta maniobra se ha desempolvado una retórica antiliberal que parecía felizmente superada.
Resulta sorprendente ver cómo se ha puesto en circulación un argumentario que no oculta su voluntad de minar el crédito político del liberalismo. Así, se ha vuelto a cargar las tintas sobre su presunto carácter antisocial y, de paso, se ha querido establecer una torticera correspondencia entre la “mano invisible” de Adam Smith y la sinvergonzonería delictiva de los Madoff y compañía. Arropados por esta estrategia de descalificación ideológica, ciertos sectores de la izquierda han creído ver en la crisis una oportunidad política para revisitar los consensos teóricos alcanzados en las democracias liberales después de la experiencia de la guerra fría y la caída del muro de Berlín. Incluso han propugnado que era necesaria una reformulación del capitalismo -asumiendo este concepto en una clave estructuralmente posmarxista-, y han reivindicado para ello los valores de cohesión e ingeniería social defendidos desde la socialdemocracia.
Quienes han defendido esta posición no han dudado en establecer una correspondencia inaceptable entre los principios liberales y las tesis esgrimidas por los profetas de la desregulación agresiva y antiestatista del neoliberalismo. Al hacerlo faltan a la verdad. Ni es la hora de la socialdemocracia ni del furor neoliberal que siguen esgrimiendo algunos; por cierto, más obsesionados por hacerse perdonar sus pecados de juventud maoísta o trotskista que por reclamar un mercado de competencia suficiente en el que el Estado, como decía John Stuart Mill, sea social para combinar la mayor libertad posible con la justa distribución de los frutos del trabajo. Esto es, un Estado cuyo fin principal no puede ser “la subversión del sistema de propiedad individual, sino su mejoramiento y la completa participación de todos los miembros de la comunidad en las ganancias que del mismo se deriven”. En este sentido, la gestión correcta de la crisis exige en estos momentos moderación y reformismo o, si se prefiere, una justa combinación de equilibrios económicos y sociales que sólo la centralidad del liberalismo igualitario es capaz de abordar desde la legitimidad que ofrece su exitosa experiencia de la crisis del 29 y de los años setenta.
Ya no se trata de ofrecer más o menos Estado, sino de hacer que éste aborde con instrumentos eficaces la merma de bienestar al que se ven abocados importantes sectores de la sociedad, ofreciendo para ello seguridad al mayor número posible deciudadanos pero sin asfixiar el libre funcionamiento de un orden de mercado espontáneo. Algo que Raymond Aron destacó con acierto en su Ensayo sobre las libertades cuando insistió en que una sociedad libre debe garantizar la libertad mediante un haz de reglas procedimentales que, además, tienen que ser efectivas y estar al alcance de todos sin excepción. Afortunadamente el presidente Obama no ha dudado en asumir un discurso liberal igualitario como sustento de su lucha contra la crisis. Por un lado, se ha rodeado de un equipo económico que no oculta su confianza en el mercado y que forman economistas como Tim Geithner, Lawrence Summers o Paul Volcker; no en balde, los dos primeros estuvieron estrechamente ligados a la Administración Clinton de la mano de Robert Rumin, y el último al propio Reagan ya que fue su director de la Reserva Federal. Y por otro lado, los gestos centristas de Obama han sido constantes. Primero, desmarcándose de izquierdistas como Howard Dean, al que ha forzado a dimitir como presidente del Comité Nacional Demócrata. Segundo, manifestando expresamente el pasado 8 de marzo en The New York Times que ni era socialista ni su política económica y social podía ser etiquetada como de izquierdas, pues, según sus propias palabras: es “plenamente coherente con los principios del libre mercado”.
A pesar de las críticas que algunos francotiradores de la izquierda hacen sobre la idoneidad de defender el mercado y la libertad económica, parece claro que la sensatez liberal seguirá imponiéndose. Y es que como señala Eamonn Butler en The Best Book on the Market: las “desigualdades son siempre mayores cuando lo que cuenta es el poder, no el dinero”, de manera que las “economías de mercado son más democráticas porque son capaces de progresar gracias a los millones de pequeñas decisiones que se toman a diario”. Circunstancia ésta que se relaciona íntimamente con la esencia y el origen histórico del pensamiento liberal, que no fue otro -según la tesis de Shklar- que dar una respuesta ética frente al mal y el terror causado por la sinrazón de los absolutos estatales, económicos, religiosos o morales, conformándose desde el siglo XVII en un diseño político que ha buscado siempre contener la violencia y limitar la arbitrariedad del poder mediante un consenso racional sobre los ideales colectivos que posibilitan la vida buena.
Las manifestaciones del espíritu liberal siempre han sido fieles a estos orígenes y han cultivado una serie de virtudes que han sido el soporte de la fortaleza moral de las democracias. Algo que, por cierto, hizo de los liberales -entrado el siglo XX- los principales destinatarios de la presión de acero de los totalitarismos. Lo explica muy bien Ralf Dahrendorf en un ensayo reciente que ha titulado La libertad a prueba y en el que analiza las virtudes que han presidido la biografía de pensadores liberales como Aron, Berlin, Patocka, Bobbio o Popper.
En todos ellos, el patrón virtuoso ha sido siempre el mismo: la valentía de luchar individualmente en pos de una verdad interpretada como un horizonte de conocimiento crítico; la justicia material que se desprende de la capacidad de dar o quitar razones en el seno de situaciones conflictivas que exigen equilibrios contradictorios; la moderación del observador comprometido que no renuncia a la objetividad; y, por último, la sabiduría de una prudencia apasionada que asume que sus defensores nunca renunciarán a alzar la “voz cuando las pasiones irracionales amenacen con conquistar el campo del debate público”. Quizá por eso no se entiende la torpe estrategia de quienes disparan indiscriminadamente contra el relato teórico que sustenta la decencia de las sociedades abiertas, pues, los liberales llegaron a la defensa de la libertad económica y del mercado después de iniciar una lucha contra el despotismo político y moral, y no al revés. Esto hizo que blandieran, junto a la defensa de la tolerancia, la dignidad de la persona y sus derechos como cortafuegos frente al miedo que había esgrimido la arbitrariedad del absolutismo.
De ahí que el oportunismo demagógico de algunos puede contribuir torpemente a desactivar la fortaleza de un pensamiento que tiene sus raíces más originarias en la lucha de la civilización moderna contra el miedo, que es -no lo olvidemos- la fisonomía que siempre recubre todos los rostros que ofrece la tiranía, pues, como advirtió Montaigne: “Aquello a lo que más temo es al temor porque supera en poder a todo lo demás”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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