Por Carme Alcoverro, catedrática de Secundaria y directora de la revista Escola Catalana (EL CORREO DIGITAL, 07/04/09):
Las clases medias siempre han procurado dibujar la trayectoria educativa de sus hijos (sobre todo varones), que a menudo consistía en llevarlos a las mismas escuelas a las que habían acudido sus progenitores. E incluso muchos estudiaban las mismas carreras para seguir las profesiones de sus padres. Lo mismo ocurría con los artesanos y hasta con los obreros. Aunque un hijo de obrero fuera buen estudiante sabía que difícilmente podría estudiar. ¿Cómo encontraría trabajo? La posibilidad de ascensión social, a través de la educación, y la flexibilidad en la elección de los estudios es un fenómeno relativamente reciente. Recuerdo al pintor Antoni Tàpies que, no hace mucho, explicaba que tuvo que estudiar Derecho según designios paternos. Más aún si quería ser artista, pueden pensar. En todo caso, todos conocemos ejemplos parecidos. Además, en nuestro país se añadía la rigidez, entre otros males mucho peores, que conllevaba la dictadura.
Ya en el tardofranquismo, unos pocos optarían por escuelas con un estilo educativo no autoritario, siguiendo la tradición pedagógica anterior a la Guerra Civil, y de acuerdo con los modelos educativos internacionales más innovadores, lo que se vino a llamar escuelas activas (que hay quienes injustamente ridiculizan hoy). Las había en Euskadi y en Cataluña que enseñaban casi clandestinamente en la lengua propia, pero, aunque pocas, también las había en Madrid. Todas ellas apostaban por desarrollar la creatividad como fundamento del aprendizaje. Y aunque hoy no quiero entrar en lo que es primero, si las rutinas (y el esfuerzo que conllevan) o la comprensión como motivaciones iniciales del aprendizaje, sí que les recomiendo ‘El artesano’, un libro del sociólogo americano Richard Sennet que se acaba de publicar, en donde explica brillantemente el papel de las destrezas, y de la necesidad de la repetición para el desarrollo de la imaginación. Y extrae argumentos muy interesantes y polémicos, aplicables a la educación y que a mi modo de ver no contradicen lo que planteo en este artículo.
Hoy, con la universalización de la educación obligatoria, las exigencias de los padres sobre el futuro de sus hijos han crecido considerablemente, y se han extendido a amplias capas de la población: clases medias bajas e incluso clases bajas que tratan de imitar a las clases medias. Lo llevan a cabo desde hace tiempo con la elección de la escuela que consideran mejor para sus hijos, lo que está provocando, más en donde hay inmigración, la guetización en centros públicos e incluso en algunos concertados por miedos infundados (los estudios del sociólogo Julio Carabaña a partir del último PISA confirman que, mientras el número de alumnos inmigrantes en los centros no sea excesivo, no afecta a los resultados individuales de los alumnos autóctonos).
El miedo, pues, provoca conductas catastróficas también en la educación: el miedo a lo que hemos convenido en llamar fracaso escolar (otro concepto que tendría que revisarse), acentuado por la severísima crisis económica. El miedo a que los hijos pierdan el estatus de los padres, o miedo a no mejorarlo, genera mucha ansiedad en las familias. A la vez vislumbramos, a consecuencia de este mismo miedo, una tendencia casi obsesiva a querer dibujar hasta el mínimo detalle la trayectoria educativa de los hijos dentro y fuera de la escuela. Hoy, como si no fuera poco la mala crianza de situarlos en el centro del universo, lo que los convierte en pequeños tiranos, los dejamos crecer por un lado con todos los caprichos y sin control ante la televisión o la Red, y por otro los presionamos enormemente para que sean los mejores en todas las actividades que realicen, cuantas más mejor.
A mi modo de ver, lo más paradójico es que, creyendo prepararlos para competir, dado que casi nunca se cumplen nuestras exageradas expectativas, los abocamos a la desdicha ya desde muy pequeños. Y como alertan los expertos en salud mental, hay un número cada vez mayor de casos de fracaso escolar por trastornos de conducta, ansiedad, depresión y anorexia, entre otros en niños y adolescentes españoles (alrededor del 20% según un reciente estudio del Observatorio Faros de Salud de la Infancia y la Adolescencia del hospital de Sant Joan de Déu de Barcelona). Los niños, y los adolescentes, no se escapan de la enfermedad mental, uno de los azotes de nuestro siglo. El niño, que es el eslabón más débil, ha de crecer en libertad y con los límites que son inherentes a esta libertad, y ha de tener tiempo para jugar. Así, y con naturalidad, desarrollará sus potencialidades, será creativo y flexible, y podrá encarar con eficacia las varias incertidumbres de nuestro tiempo. No olvidemos que los niños son personas antes que proyectos paternos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Las clases medias siempre han procurado dibujar la trayectoria educativa de sus hijos (sobre todo varones), que a menudo consistía en llevarlos a las mismas escuelas a las que habían acudido sus progenitores. E incluso muchos estudiaban las mismas carreras para seguir las profesiones de sus padres. Lo mismo ocurría con los artesanos y hasta con los obreros. Aunque un hijo de obrero fuera buen estudiante sabía que difícilmente podría estudiar. ¿Cómo encontraría trabajo? La posibilidad de ascensión social, a través de la educación, y la flexibilidad en la elección de los estudios es un fenómeno relativamente reciente. Recuerdo al pintor Antoni Tàpies que, no hace mucho, explicaba que tuvo que estudiar Derecho según designios paternos. Más aún si quería ser artista, pueden pensar. En todo caso, todos conocemos ejemplos parecidos. Además, en nuestro país se añadía la rigidez, entre otros males mucho peores, que conllevaba la dictadura.
Ya en el tardofranquismo, unos pocos optarían por escuelas con un estilo educativo no autoritario, siguiendo la tradición pedagógica anterior a la Guerra Civil, y de acuerdo con los modelos educativos internacionales más innovadores, lo que se vino a llamar escuelas activas (que hay quienes injustamente ridiculizan hoy). Las había en Euskadi y en Cataluña que enseñaban casi clandestinamente en la lengua propia, pero, aunque pocas, también las había en Madrid. Todas ellas apostaban por desarrollar la creatividad como fundamento del aprendizaje. Y aunque hoy no quiero entrar en lo que es primero, si las rutinas (y el esfuerzo que conllevan) o la comprensión como motivaciones iniciales del aprendizaje, sí que les recomiendo ‘El artesano’, un libro del sociólogo americano Richard Sennet que se acaba de publicar, en donde explica brillantemente el papel de las destrezas, y de la necesidad de la repetición para el desarrollo de la imaginación. Y extrae argumentos muy interesantes y polémicos, aplicables a la educación y que a mi modo de ver no contradicen lo que planteo en este artículo.
Hoy, con la universalización de la educación obligatoria, las exigencias de los padres sobre el futuro de sus hijos han crecido considerablemente, y se han extendido a amplias capas de la población: clases medias bajas e incluso clases bajas que tratan de imitar a las clases medias. Lo llevan a cabo desde hace tiempo con la elección de la escuela que consideran mejor para sus hijos, lo que está provocando, más en donde hay inmigración, la guetización en centros públicos e incluso en algunos concertados por miedos infundados (los estudios del sociólogo Julio Carabaña a partir del último PISA confirman que, mientras el número de alumnos inmigrantes en los centros no sea excesivo, no afecta a los resultados individuales de los alumnos autóctonos).
El miedo, pues, provoca conductas catastróficas también en la educación: el miedo a lo que hemos convenido en llamar fracaso escolar (otro concepto que tendría que revisarse), acentuado por la severísima crisis económica. El miedo a que los hijos pierdan el estatus de los padres, o miedo a no mejorarlo, genera mucha ansiedad en las familias. A la vez vislumbramos, a consecuencia de este mismo miedo, una tendencia casi obsesiva a querer dibujar hasta el mínimo detalle la trayectoria educativa de los hijos dentro y fuera de la escuela. Hoy, como si no fuera poco la mala crianza de situarlos en el centro del universo, lo que los convierte en pequeños tiranos, los dejamos crecer por un lado con todos los caprichos y sin control ante la televisión o la Red, y por otro los presionamos enormemente para que sean los mejores en todas las actividades que realicen, cuantas más mejor.
A mi modo de ver, lo más paradójico es que, creyendo prepararlos para competir, dado que casi nunca se cumplen nuestras exageradas expectativas, los abocamos a la desdicha ya desde muy pequeños. Y como alertan los expertos en salud mental, hay un número cada vez mayor de casos de fracaso escolar por trastornos de conducta, ansiedad, depresión y anorexia, entre otros en niños y adolescentes españoles (alrededor del 20% según un reciente estudio del Observatorio Faros de Salud de la Infancia y la Adolescencia del hospital de Sant Joan de Déu de Barcelona). Los niños, y los adolescentes, no se escapan de la enfermedad mental, uno de los azotes de nuestro siglo. El niño, que es el eslabón más débil, ha de crecer en libertad y con los límites que son inherentes a esta libertad, y ha de tener tiempo para jugar. Así, y con naturalidad, desarrollará sus potencialidades, será creativo y flexible, y podrá encarar con eficacia las varias incertidumbres de nuestro tiempo. No olvidemos que los niños son personas antes que proyectos paternos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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