Por Josep Maria Fonalleras, escritor (EL PERIÓDICO, 02/12/08):
Hace unos años, leí en una propaganda institucional que “Bolonia no es un plato de pasta”. Eran los inicios de las campañas para promover el conocimiento sobre el Espacio Europeo de Educación Superior, conocido por sus siglas (EEES) y objetivo final de la llamada Declaración de Bolonia, firmada en 1999 por 29 estados europeos en la ciudad natal de Morandi y de la más histórica universidad occidental. El hecho de que Bolonia fuera el lugar escogido tenía su enjundia simbólica, por supuesto, ya que se trataba de enlazar la fecunda tradición universitaria de diez siglos con el reto que se planteaba en la declaración: crear una especie de comunidad educativa en la cual se pudieran conseguir altos grados de “comparabilidad”, como acaba de escribir el catedrático Abel Mariné.
En términos poéticos, Bolonia es una metonimia. Es decir, se habla del continente como si fuera contenido, del nombre por lo que esconde. Hablamos de la ciudad para referirnos a la declaración. ¿O quizá no? ¿Se ha convertido Bolonia en una especie de ogro que va a zamparse la universidad pública para convertirla en pasto de la inquina privada? ¿De qué hablamos cuando hablamos de Bolonia?
LA DECLARACIÓN, en sí misma, es sucinta, y deudora de un cierto lenguaje comunitario, rimbombante y prosopopeico. Habla, por ejemplo, de la “primera década del tercer milenio” para decirnos que es en el 2010 cuando tendrá que haberse implantado el EEES. Y comenta, por ejemplo, que los créditos que el estudiante recolectará para hacerse con el grado “se podrán conseguir también fuera de las instituciones de educación superior, incluyendo la experiencia adquirida durante la vida”. Más allá de esta retórica, la declaración mantiene una diana fija: el incremento de la competitividad del sistema europeo, la necesidad de presentarse al mundo como un todo cohesionado y, en la medida de lo posible, unitario. Estos días, se ha repetido hasta la saciedad. Bolonia implica una reestructuración de las enseñanzas para que sean homologables en todo el continente y para que la movilidad de estudiantes, profesores y profesionales deje de ser una quimera y pase a convertirse en un hecho factible.
Para entender de veras una parte importante del plan, es bueno que nos refiramos a uno de los documentos más serios que se han escrito en los últimos tiempos sobre la realidad universitaria. Me refiero al Llibre Blanc de la Universitat de Catalunya, una iniciativa conjunta de las universidades públicas catalanas para plantarse ante la sociedad como un ente colectivo y dinámico justo en uno de los momentos más delicados de la historia. Se lee en el Libro: “El sistema de estudios se ha de basar en una estructura jerárquica ramificada con salidas a diferentes niveles para evitar la acumulación de los estudiantes o la salida del sistema sin ningún tipo de reconocimiento, Cada uno de los niveles representa una salida y no solo un punto de tránsito en un recorrido lineal obligatorio con entrada y salida únicas”.
La democratización del sistema y el acceso masivo a la educación superior han generado muchos beneficios, pero también muchas frustraciones. Parte de Bolonia se encamina a conseguir que la universidad no sea el embudo que ha sido en muchos momentos, con una boca que acoge una gran cantidad de líquido que después solo puede expandirse por un pequeño tubo. El posgrado, por definición, implica restricción de acceso. Pero el grado, también por definición, da oportunidades universitarias reales (y, con ellas, más oportunidades profesionales en un futuro inmediato) a muchos más ciudadanos.
En el momento de presentarse el Llibre Blanc, la entonces presidenta de la Asociación Catalana de Universidades Públicas (ACUP), Anna M. Geli, rectora de la Universitat de Girona, planteó: “El primer objetivo era conseguir una voz propia para intervenir en el debate universitario europeo. En unos años de gran agitación, de compromiso comunitario, de diseño de un nuevo concepto de universidad en la que el alumno adquiere una relevancia capital, en un momento de nuevos paradigmas, las universidades catalanas proponemos planes estratégicos aplicables en nuestro contexto y reflexionamos desde una perspectiva unitaria”. Como, por ejemplo, hicieron cuando apostaron por establecer una fórmula 3+2 (grado y posgrado, como en casi toda Europa), en lugar del sorprendente 4+1 español, que solo compartimos con Albania, Bulgaria, Moldavia, Rusia y Ucrania.
EL PROBLEMA de Bolonia es este, la aplicación. Y el presupuesto. Y determinados intereses gremiales que influyeron, por ejemplo, en esta distribución, que “nos deja, como país, en una situación relativamente aislada”.
¿Hay alternativa al EEES? ¿Es la autarquía franquista que describe con cierto perfume apocalíptico el conseller Huguet? ¿Saben los estudiantes en lucha plantear una lectura distinta a conceptos tan evidentes y necesarios como los que incluye la declaración? ¿Hasta dónde llegará el enfrentamiento? ¿Tendrán los estudiantes, algún día, suficiente fuerza como para hablar en serio de un referendo? ¿Adónde nos conduciría una situación así? Bolonia es irreversible, se mire como se mire. En esta metonimia, el reto es dotar de sentido a un contenido que haga honor a la historia del continente. Más allá, por supuesto, del plato de pasta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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