lunes, diciembre 01, 2008

El terrorismo pone en jaque a India

Por Javier Moro, escritor e investigador, uno de los mayores expertos españoles en India. Entre otros libros ha publicado Pasión india y El sari rojo (EL MUNDO, 28/11/08):

Ver arder la cúpula neo-gótica del hotel Taj Mahal me ha recordado la destrucción de las Torres gemelas de Nueva York, salvando las distancias. El fuego en la cima de esos edificios, ambos situados en el corazón financiero de ambas ciudades, hace pensar en la macabra firma de Al Qaeda. En ambos casos han sido agredidos dos edificios emblemáticos de dos megalópolis, símbolos de poder y también de modernidad. Porque el Taj fue el sueño de un millonario parsi llamado Jamsheshi Tata (fundador de lo que se convertiría en el mayor grupo industrial indio) que en 1905 quiso dotar a su ciudad de un hotel donde pudieran alojarse indios y blancos, lo que hasta entonces era imposible porque sólo existían algunos establecimientos para europeos y otros para nativos.

Durante sus más de 100 cien años de existencia, el Taj ha sido la residencia de una colección espectacular de celebridades, gobernantes, realeza y artistas. Las Reinas de España y de Inglaterra, Mitterand, Rajiv Gandhi, Douglas Fairbanks, Gary Cooper, Duke Ellington o André Malraux han ocupado sus espléndidas suites frente a otro monumento emblemático: la Puerta de la India, símbolo de la colonización inglesa. En una de esas suites que ayer estuvieron ardiendo murió en 1949 el maharajá de Kapurthala, aquel que se había enamorado de una bailarina de flamenco española y que convirtió en princesa de su reino. Murió con pocas esperanzas de que la nación nueva que le había despojado de sus privilegios consiguiese salir adelante. Pero se equivocaba.

Aunque todavía queda mucho por hacer, la transformación y el crecimiento de India son espectaculares. Y la locomotora de ese crecimiento es precisamente Bombay, la capital financiera, industrial, artística y cultural de un país de 1.200 millones de habitantes. La ciudad que proporciona un tercio de los ingresos presupuestarios de la nación. En esta enorme máquina de sueños que encierra todas las contradicciones y la diversidad de India en forma concentrada, todo crece desmesuradamente: la población, los barrios de chabolas, el puerto, los rascacielos, la industria, el comercio, la prostitución, el sida, las ONGs, el número de millonarios, la contaminación… Aquí llegan pobres de todo el país en busca de un futuro mejor. La mitad de sus 18 millones de habitantes viven en las calles o en chabolas. La otra mitad tiene que lidiar con los precios inmobiliarios más altos del mundo. Que el karma de Bombay sea ganar dinero tiene su explicación histórica. A los pies de los hoteles que ayer ardían en llamas, todavía existe un pequeño puerto de pescadores donde todas las mañanas se subasta la pesca. Los pescadores son los koli, los habitantes originales de Bombay. Es aquí donde todo empezó, cuando en 1554 el sultán local cedió lo que era entonces una isla al botanista y médico portugués García da Orta. El lusitano construyó una casa y plantó un jardín. Los portugueses bautizaron el lugar como Bom Bahia -la buena bahía-, de ahí el nombre original de la ciudad, no Mumbai, que es una alteración reciente promovida por los radicales hinduistas que se han inventado un mito donde no existe. Hubo que esperar 127 años para que Bombay fuese a parar a manos de los ingleses. No fue una conquista, sino un regalo de boda -la dote que el rey de Portugal pagó por la unión de la princesa Catalina de Braganza con Carlos II de Inglaterra-, lo que hizo que Bombay cambiase de manos, convirtiéndose así en la primera colonia británica en India. El rey de Inglaterra la alquiló luego, por 10 libras al año, a la East India Company, un grupo de comerciantes basados en Londres que fueron la avanzadilla del Imperio británico. Fue el principio de una gran aventura.

Bajo el signo de los negocios nació la ciudad más cosmopolita, el «Nueva York de la India» como la llaman sus habitantes. Fueron acudiendo parsis, jainitas, budistas, sijs, hindúes, musulmanes, judíos y cristianos. Un crisol que daría a la ciudad sus características esenciales: la diversidad y la tolerancia. Muchos indios encuentran aquí la libertad, lejos de la tiranía de las convenciones sociales que reinan en sus respectivas comunidades. Una tolerancia que tiene su expresión en la seguridad que siempre ha reinado en sus calles, a pesar del barullo, de los sin techo, del hormigueo incesante y de la promiscuidad.

Es precisamente ese mito de la seguridad lo que se ha venido abajo con este último ataque. Ni siquiera en esas islas de paz y tranquilidad que son los hoteles de lujo los extranjeros pueden sentirse seguros. Y esto es algo nuevo. Hasta entonces, los ataques terroristas tenían que ver con el odio entre comunidades, generalmente radicales islámicos que azuzaban a los radicales hinduistas y viceversa, y sólo repercutían en los habitantes locales. Este último ataque va más allá, más allá de los eternos conflictos intracomunitarios. Los terroristas han tomado como rehenes a un rabino y a su familia, en los pasillos del hotel Taj buscaban sobre todo a norteamericanos e ingleses… Una actitud que transciende los problemas meramente indios.

Esto lleva a hacerse varias preguntas: ¿quién está detrás?, ¿cómo es posible que hayan sido capaces de orquestar un ataque tan preciso con armas tan sofisticadas? Semejantes atentados son muy difíciles de llevar a cabo sin un apoyo y una cobertura importantes. Entonces las miradas se vuelven hacia Pakistán, el enemigo histórico. Pero ya no hacia el Gobierno del país vecino, cuyas relaciones con el de India han mejorado substancialmente en los últimos años gracias a los esfuerzos del primer ministro indio Manmohan Singh y de Sonia Gandhi. Precisamente, el ministro de Asuntos Exteriores de Paquistán, que está de gira por India, ha presentado sus condolencias nada más enterarse del atentado.

Las miradas se dirigen hacia el ISI, las siglas del servicio de inteligencia paquistaní, ese Estado dentro del Estado, donde no se sabe quién manda. Fue el Gobierno del dictador Zia Ul Haq (que mandó ejecutar a Bhutto) el que despojó al ejército paquistaní de su carácter aconfesional, favoreciendo la promoción de oficiales pro islamistas, oriundos de la clase media baja del país. Hacia esos oficiales se dirigen hoy las miradas que buscan a los cómplices de los ataques de Bombay. No hay que engañarse: Pakistán es un país desestabilizado por el islamismo radical del que Al Qaeda es sólo una de sus expresiones. El peligro, no sólo para la región, sino para el mundo entero, es que esos oficiales consigan hacerse con el arsenal nuclear. Si hay una guerra peligrosa hoy en el mundo, ésta se libra en Pakistán.

A esto se añade otro problema. Hasta ahora, el integrismo no parecía haber calado entre la población musulmana de India. Pero ahora está creciendo entre la juventud la sensación de que los musulmanes indios son una minoría discriminada. Parte de este sentimiento surge del hecho de que no se ha hecho justicia con las víctimas de los disturbios del templo de Ayodhya en 1993 (que musulmanes e hindúes reclaman como suyo) y tampoco con las víctimas de las matanzas de musulmanes en Gujarat en el 2002.

La organización estudiantil SIMI (Student Islamic Movement of India), harta de denunciar la situación exigiendo justicia, ha pasado a la clandestinidad y está en contacto con grupos terroristas de Cachemira. La frontera entre ambos países es enorme, incontrolable, porosa. Si el caos de Pakistán se aviva con el resentimiento provocado entre los musulmanes por el mal funcionamiento de la democracia india, entonces la situación se hace explosiva, y no precisamente en el sentido figurado de la palabra, como estamos viendo.

Pero no hay que ser catastrofistas. Lo que esta en jaque en India es la supervivencia de los mismos valores que sustentan nuestras democracias. El ataque contra Bombay ha sido contra todos nosotros, una siniestra repetición de Atocha, Londres, Nueva York, etc… No es la primera vez en la historia que grupos de individuos quieren imponer su tiranía a la mayoría. Y ya se ha solucionado en el pasado. Acabar con Al Qaeda va a exigir un gran nivel de cooperación internacional, pero si se siguen los principios que han permitido, por poner dos ejemplos recientes, la derrota del IRA en Inglaterra y de la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, es decir potenciar los servicios de inteligencia, usar la fuerza hasta arrinconar al adversario y en última instancia -sólo al final, cuando estén derrotados militarmente-, dejar paso a la política, se podría contemplar el hipotético final del terror.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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