Rusia insiste en el carácter comercial de la disputa y quiere que Ucrania cumpla los contratos de tránsito de combustible. De ahí que el Kremlin apoye los varapalos y presiones de Bruselas sobre Kiev o las iniciativas que -como los observadores sobre el terreno- puedan demostrar que su vecino sisa el gas ajeno.
Lo que Moscú no quiere en ningún caso es que Bruselas se convierta en el árbitro de la disputa y mida con el mismo rasero a Alexéi Míller, el presidente de Gazprom, y Oleg Dubina, jefe de la compañía ucrania Naftogaz. De ahí que los rusos prefieran Moscú como escenario para negociar con los ucranios y que Gazprom fuera reticente a una reunión trilateral con Naftogaz y representantes de la Comisión Europea en Bruselas. Si Míller va a la capital de la Unión Europea es como interlocutor en pie de igualdad de la Comisión, y no para que los europeos contemplen cómo anda a la greña con Dubina. Salvando las distancias, lo que Moscú quiere para zanjar el conflicto del gas con Kiev recuerda lo que quiso en Georgia tras el conflicto de Osetia del Sur: que la UE contribuya, con sus observadores sobre el terreno, a mantener a raya al vecino que hizo perder la paciencia al Kremlin con su proceder unilateral.
Para Ucrania, el problema es otro. Kiev, que en noviembre obtuvo un crédito de 16.400 millones de dólares del FMI, está en una ahogada situación económica. Enzarzados en trifulcas internas, sus irresponsables dirigentes no han abordado las reformas radicales y de eficiencia energética que el país necesita desde hace años. Convencidos de tener gran importancia estratégica por su situación geográfica, en el fondo creen que Estados Unidos y la Unión Europea no les abandonarán frente a Rusia, lo que quiere decir que se permiten incompetencia y mala gestión confiando en que Bruselas y Washington acabarán sacándoles las castañas del fuego. Y cuando la situación no les es favorable, incluso por culpa suya, invocan la carta política, como si ellos no fueran los responsables de acuerdos con Rusia que parecen más orientados al beneficio de oscuros personajes entre bastidores que al servicio público. Los analistas no ven otra forma de explicar la existencia, hasta hoy, del intermediario RosUkraEnergo en la relación entre Gazprom y Naftogaz.
Los rusos alegan que su disputa con los ucranios tiene carácter comercial, y los ucranios, que Moscú actúa por razones políticas para subyugarles mediante el dominio económico. La realidad, más matizada, tiene componentes comerciales y políticos.
Como parientes próximos que no han aprendido a respetarse en su individualidad, Moscú y Kiev muestran una sensibilidad exacerbada en sus relaciones. A los dirigentes rusos les saca de quicio que sus colegas ucranios quieran perfilarse como principales víctimas de la colectivización de Stalin y que prescindan del factor cultural y demográfico ruso a la hora de afirmar su Estado y el idioma ucranio. La política atlantista del presidente Víktor Yúshenko no contribuye a mejorar la comprensión. Por su parte, los líderes ucranios parecen creer que pueden marear la perdiz durante años con sus rivalidades internas sin abordar problemas tan graves como la corrupción, porque Occidente tiene que estar necesariamente de su lado, como si ellos fueran, por definición, mejores que sus vecinos orientales.
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