Por Joan B. Culla i Clarà, historiador (EL PAÍS, 09/01/09):
Desde que, el pasado día 27, estallara la actual crisis bélica en Gaza, un buen número de opiniones juiciosas y razonadas han coincidido en afirmar que ese no era el camino; que la ofensiva total de las fuerzas armadas israelíes contra Hamás, lejos de dar a Israel la seguridad que persigue, producirá más odio y sed de venganza. Por otra parte, y aunque las imágenes que nos llegan de la torturada franja sean parciales -en el sentido de que no muestran prácticamente a ningún combatiente fundamentalista ni vivo ni muerto, como si los milicianos de Hamás no existiesen y aquello fuera una pura matanza de civiles inermes-, aun así esas imágenes reflejan una situación cada día más insoportable para la conciencia universal.
Por consiguiente, admitámoslo siquiera como hipótesis: el ataque israelí masivo sobre las estructuras de Hamás en Gaza no es la solución. Casi todos convendremos en que aceptar de brazos cruzados la caída de más de 8.000 proyectiles disparados por los islamistas sobre áreas civiles israelíes a lo largo de ocho años tampoco lo es. Menos aún si esos artefactos que alguien todavía llama “cohetes artesanales” ya alcanzan el sur de la conurbación de Tel Aviv… Entonces, ¿cuál es la solución?
Aquí, urge aclarar de qué problema estamos hablando. A mi juicio, la solución del litigio nacional-territorial entre israelíes y palestinos sigue pasando por la coexistencia de dos Estados, cuya divisoria sea la línea verde trazada por los armisticios de 1949, con los ajustes y permutas territoriales derivados de las nuevas realidades demográficas y un programa de indemnizaciones para los refugiados palestinos. Es decir, una fórmula en línea con los llamados “parámetros de Clinton” de diciembre de 2000 y con aquel Acuerdo de Ginebra que una Coalición Israelo-Palestina por la Paz presentó en diciembre de 2003. Ahora bien, aun siendo de complejísima puesta en práctica, un arreglo de esas características no garantiza ni la paz en la región ni la seguridad de Israel.
Y no lo hace porque tiene y tendrá siempre en contra a la coalición formada por Hamás, el Hezbolá libanés y, como padrino de ambos, la teocracia iraní. Esta tríada fundamentalista rechaza cualquier acuerdo israelo-palestino por razones teológicas no susceptibles de revisión -para ellos, la Palestina histórica es una tierra islámica que debe ser recuperada en su integridad para el islam, sin compromiso alguno con unos infieles que no poseen sobre ella ningún derecho-, pero también por motivos más prosaicos: enfrentándose a Israel, Hamás lucha a la vez por la hegemonía del movimiento nacional palestino (un combate sin cuartel que ya ha causado cientos de muertos… invisibles para nuestros telediarios); Hezbolá, por su parte, ha hecho de la causa antisionista el escabel de su creciente poder dentro de Líbano; y el régimen de Teherán usa las amenazas antiisraelíes para cimentar su ambición de primogenitura sobre el mundo islámico.
No es verosímil que ninguno de esos tres actores renuncie a tales estrategias ni, por tanto, a las consecuentes tácticas de hostigamiento contra el Estado judío.
Durante las décadas de control israelí, se atribuía la pobreza de la franja de Gaza a las interferencias del ejército ocupante y, sobre todo, a los colonos hebreos que acaparaban casi toda el agua y las mejores tierras de cultivo.
Tras la evacuación de septiembre de 2005, sin embargo, Hamás no hizo nada para aprovechar el potencial agrícola de las colonias abandonadas; al contrario, promovió la destrucción sistemática de los invernaderos y demás equipamientos. ¿Por qué? Pues porque, según su lógica, erradicar cualquier vestigio de la presencia judía en un pedazo de Palestina era mucho más importante que mejorar la vida diaria de los habitantes de la región y correr con ello el riesgo de que, ablandados, pudieran contentarse con un Estado palestino circunscrito a Gaza y Cisjordania. De ahí el lanzamiento de cohetes y las infiltraciones dentro de Israel (incluido el secuestro del cabo Gilad Shalit), que alimentaban las represalias israelíes, los cierres fronterizos y, en definitiva, el ciclo acción-represión.
¿Recordar todo esto exonera a Israel de su responsabilidad por el bloqueo del proceso de paz, por la expansión de los asentamientos cisjordanos, por la falta de voluntad política para dar aire a Mahmud Abbas? En absoluto. Lo que esto significa, simplemente, es que cualquier escenario negociador y pacificador entre israelíes y palestinos debe tener muy en cuenta que el triángulo Teherán-Hezbolá-Hamás tratará de sabotearlo con todos sus medios, y no son pocos. Que, además de deplorar la sangre inocente derramada estas semanas en Gaza y condenar la desmesura de la fuerza militar israelí, la comunidad internacional y, en especial, la Unión Europea deben preguntarse qué están dispuestas a hacer, hasta dónde están dispuestas a comprometerse para consolidar un alto el fuego e impedir que otra andanada de cohetes Kassam lo haga saltar por los aires cualquier día. Lo demás -como las admoniciones del presidente Rodríguez Zapatero el pasado lunes- son juegos florales.
Desde que, el pasado día 27, estallara la actual crisis bélica en Gaza, un buen número de opiniones juiciosas y razonadas han coincidido en afirmar que ese no era el camino; que la ofensiva total de las fuerzas armadas israelíes contra Hamás, lejos de dar a Israel la seguridad que persigue, producirá más odio y sed de venganza. Por otra parte, y aunque las imágenes que nos llegan de la torturada franja sean parciales -en el sentido de que no muestran prácticamente a ningún combatiente fundamentalista ni vivo ni muerto, como si los milicianos de Hamás no existiesen y aquello fuera una pura matanza de civiles inermes-, aun así esas imágenes reflejan una situación cada día más insoportable para la conciencia universal.
Por consiguiente, admitámoslo siquiera como hipótesis: el ataque israelí masivo sobre las estructuras de Hamás en Gaza no es la solución. Casi todos convendremos en que aceptar de brazos cruzados la caída de más de 8.000 proyectiles disparados por los islamistas sobre áreas civiles israelíes a lo largo de ocho años tampoco lo es. Menos aún si esos artefactos que alguien todavía llama “cohetes artesanales” ya alcanzan el sur de la conurbación de Tel Aviv… Entonces, ¿cuál es la solución?
Aquí, urge aclarar de qué problema estamos hablando. A mi juicio, la solución del litigio nacional-territorial entre israelíes y palestinos sigue pasando por la coexistencia de dos Estados, cuya divisoria sea la línea verde trazada por los armisticios de 1949, con los ajustes y permutas territoriales derivados de las nuevas realidades demográficas y un programa de indemnizaciones para los refugiados palestinos. Es decir, una fórmula en línea con los llamados “parámetros de Clinton” de diciembre de 2000 y con aquel Acuerdo de Ginebra que una Coalición Israelo-Palestina por la Paz presentó en diciembre de 2003. Ahora bien, aun siendo de complejísima puesta en práctica, un arreglo de esas características no garantiza ni la paz en la región ni la seguridad de Israel.
Y no lo hace porque tiene y tendrá siempre en contra a la coalición formada por Hamás, el Hezbolá libanés y, como padrino de ambos, la teocracia iraní. Esta tríada fundamentalista rechaza cualquier acuerdo israelo-palestino por razones teológicas no susceptibles de revisión -para ellos, la Palestina histórica es una tierra islámica que debe ser recuperada en su integridad para el islam, sin compromiso alguno con unos infieles que no poseen sobre ella ningún derecho-, pero también por motivos más prosaicos: enfrentándose a Israel, Hamás lucha a la vez por la hegemonía del movimiento nacional palestino (un combate sin cuartel que ya ha causado cientos de muertos… invisibles para nuestros telediarios); Hezbolá, por su parte, ha hecho de la causa antisionista el escabel de su creciente poder dentro de Líbano; y el régimen de Teherán usa las amenazas antiisraelíes para cimentar su ambición de primogenitura sobre el mundo islámico.
No es verosímil que ninguno de esos tres actores renuncie a tales estrategias ni, por tanto, a las consecuentes tácticas de hostigamiento contra el Estado judío.
Durante las décadas de control israelí, se atribuía la pobreza de la franja de Gaza a las interferencias del ejército ocupante y, sobre todo, a los colonos hebreos que acaparaban casi toda el agua y las mejores tierras de cultivo.
Tras la evacuación de septiembre de 2005, sin embargo, Hamás no hizo nada para aprovechar el potencial agrícola de las colonias abandonadas; al contrario, promovió la destrucción sistemática de los invernaderos y demás equipamientos. ¿Por qué? Pues porque, según su lógica, erradicar cualquier vestigio de la presencia judía en un pedazo de Palestina era mucho más importante que mejorar la vida diaria de los habitantes de la región y correr con ello el riesgo de que, ablandados, pudieran contentarse con un Estado palestino circunscrito a Gaza y Cisjordania. De ahí el lanzamiento de cohetes y las infiltraciones dentro de Israel (incluido el secuestro del cabo Gilad Shalit), que alimentaban las represalias israelíes, los cierres fronterizos y, en definitiva, el ciclo acción-represión.
¿Recordar todo esto exonera a Israel de su responsabilidad por el bloqueo del proceso de paz, por la expansión de los asentamientos cisjordanos, por la falta de voluntad política para dar aire a Mahmud Abbas? En absoluto. Lo que esto significa, simplemente, es que cualquier escenario negociador y pacificador entre israelíes y palestinos debe tener muy en cuenta que el triángulo Teherán-Hezbolá-Hamás tratará de sabotearlo con todos sus medios, y no son pocos. Que, además de deplorar la sangre inocente derramada estas semanas en Gaza y condenar la desmesura de la fuerza militar israelí, la comunidad internacional y, en especial, la Unión Europea deben preguntarse qué están dispuestas a hacer, hasta dónde están dispuestas a comprometerse para consolidar un alto el fuego e impedir que otra andanada de cohetes Kassam lo haga saltar por los aires cualquier día. Lo demás -como las admoniciones del presidente Rodríguez Zapatero el pasado lunes- son juegos florales.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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