Por Francesc Reguant, economista (EL PERIÓDICO, 19/02/09):
Los incendios forestales en Australia han dejado devastación y decenas de víctimas. Aquí estamos en invierno. Es un buen momento para hablar de incendios, dado que la mejor manera de apagarlos es evitándolos y aprendiendo de los errores.
Ante un incendio forestal se superponen dos culturas, dos maneras de vivirlo y dos estrategias defensivas. Los unos, mayoritariamente agricultores, están organizados en Agrupaciones de Defensa Forestal (ADF), conectados permanentemente por radio u otros medios telemáticos, en estado de permanente alerta en temporada de riesgo. Una vez declarado el incendio, acuden –coordinados con los bomberos– con todos los medios posibles a atacarlo. La inmediatez de su respuesta y la aportación de su esfuerzo personal suelen ser decisivas para que el fuego quede controlado antes de que alcance mayores dimensiones y haga ya muy complicada su extinción.
Los otros, en dirección contraria, huyen del fuego desde las urbanizaciones en las que residen, ubicadas dentro del bosque, sin apenas medidas contra este riesgo evidente y reclamando insistentemente la protección del cuerpo de bomberos. En este caso, la defensa de estos núcleos residenciales es dispersa y resta muchos activos profesionales para atacar el incendio.
ENTRE UNOS y otros hay un abismo cultural. Por una parte, una cultura tradicional que, desde siempre, por propia iniciativa, ha entendido que la acción colectiva es la herramienta para resolver aquellos problemas que son inabordables de forma individual. Esta acción colectiva borra las barreras de lo particular, entendiendo implícitamente que es la cuota de seguridad para, llegado el momento, poderse beneficiar también de esta acción colectiva cuando el problema esté situado en el propio terreno. Por la otra, una cultura de delegación de responsabilidad de actuación a la Administración pública.
Es decir, frente a la acción colectiva se antepone el modelo de funcionarización de todas las tareas colectivas. Llegados a este punto, vale la pena preguntarse si podemos pagar un ejército de funcionarios que haga todo lo que requiere un concierto colectivo. Asimismo, deberíamos cuestionarnos si es el mejor modelo para gestionar este tema.
Ante estas preguntas, debe clarificarse lo obvio: el bosque ya estaba allí cuando se construyó la urbanización. A continuación, debe evidenciarse y evitarse el riesgo que supone construir una casa dentro de un lecho de leña. Para ello existe una legislación clara y una información precisa sobre el mantenimiento de zonas de seguridad entre las urbanizaciones y el bosque. Sin embargo, el incumplimiento de esta normativa es generalizado. No hay una cultura que haga socialmente reprobable este incumplimiento, no solo por el propio riesgo que supone, sino también porque maniata los recursos colectivos que deberían destinarse al núcleo del incendio.
Incluso si el cumplimiento de la normativa fuese óptimo, ¿sería ello suficiente? La normativa habla de planes de autoprotección, de tomas de agua, de accesos, de vegetación, etcétera. Pero la normativa no habla de organización de personas, de responsabilidades estructuradas en la urbanización, de formación antiincendio, de coordinación con los equipos profesionales. Todo parece pensado para que puedan actuar los bomberos, dejando a los demás el papel de espectadores. Con este enfoque, la irresponsabilidad ciudadana está servida.
No se trata de poner en riesgo a ningún ciudadano, pero antes de que se produzca un incendio y –normalmente– entre el momento en que un incendio se declara en un entorno relativamente próximo a una urbanización (teóricamente respetuosa con la normativa) hasta que el incendio supone un peligro para la población de esta, pueden hacerse muchas cosas (sin riesgos añadidos) para evitar que el fuego pueda afectar a esas viviendas. Si las medidas se han tomado correctamente, la aportación responsable y coordinada de los habitantes de la urbanización –a cuya organización la ADF puede dar contenido– puede ser esencial para el desenlace del incendio.
De hecho, no es solo un problema de las urbanizaciones frente a los incendios. Recientemente, Elke Loeffler, directora de Governance International, comentaba en Barcelona la contradicción según la cual la satisfacción del ciudadano británico (¿solo británico?) respecto de los servicios locales disminuía progresivamente al tiempo que la mayoría de indicadores objetivos indicaban que la cantidad y calidad de los servicios aumentaba. Es decir, todo iba mejor, pero la percepción era la contraria.
EN EL CENTRO de este sinsentido quizá esté el paternalismo de la Administración. En un afán de convencer a los votantes, se les acaba ofreciendo un paraíso sin esfuerzo que además de caro resulta ser la vía para el distanciamiento ciudadano y el umbral de su desafección de la cosa pública, facilitando la cultura de la negatividad desde la óptica miope de la no-responsabilidad. Seguramente, con unas dosis de cultura de compromiso mejoraríamos a la vez los resultados y la satisfacción. En este camino, la corresponsabilidad puede abrir la puerta a muchas soluciones. Y todo ello a un coste más asumible por una sociedad que no es tan rica como pensábamos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Los incendios forestales en Australia han dejado devastación y decenas de víctimas. Aquí estamos en invierno. Es un buen momento para hablar de incendios, dado que la mejor manera de apagarlos es evitándolos y aprendiendo de los errores.
Ante un incendio forestal se superponen dos culturas, dos maneras de vivirlo y dos estrategias defensivas. Los unos, mayoritariamente agricultores, están organizados en Agrupaciones de Defensa Forestal (ADF), conectados permanentemente por radio u otros medios telemáticos, en estado de permanente alerta en temporada de riesgo. Una vez declarado el incendio, acuden –coordinados con los bomberos– con todos los medios posibles a atacarlo. La inmediatez de su respuesta y la aportación de su esfuerzo personal suelen ser decisivas para que el fuego quede controlado antes de que alcance mayores dimensiones y haga ya muy complicada su extinción.
Los otros, en dirección contraria, huyen del fuego desde las urbanizaciones en las que residen, ubicadas dentro del bosque, sin apenas medidas contra este riesgo evidente y reclamando insistentemente la protección del cuerpo de bomberos. En este caso, la defensa de estos núcleos residenciales es dispersa y resta muchos activos profesionales para atacar el incendio.
ENTRE UNOS y otros hay un abismo cultural. Por una parte, una cultura tradicional que, desde siempre, por propia iniciativa, ha entendido que la acción colectiva es la herramienta para resolver aquellos problemas que son inabordables de forma individual. Esta acción colectiva borra las barreras de lo particular, entendiendo implícitamente que es la cuota de seguridad para, llegado el momento, poderse beneficiar también de esta acción colectiva cuando el problema esté situado en el propio terreno. Por la otra, una cultura de delegación de responsabilidad de actuación a la Administración pública.
Es decir, frente a la acción colectiva se antepone el modelo de funcionarización de todas las tareas colectivas. Llegados a este punto, vale la pena preguntarse si podemos pagar un ejército de funcionarios que haga todo lo que requiere un concierto colectivo. Asimismo, deberíamos cuestionarnos si es el mejor modelo para gestionar este tema.
Ante estas preguntas, debe clarificarse lo obvio: el bosque ya estaba allí cuando se construyó la urbanización. A continuación, debe evidenciarse y evitarse el riesgo que supone construir una casa dentro de un lecho de leña. Para ello existe una legislación clara y una información precisa sobre el mantenimiento de zonas de seguridad entre las urbanizaciones y el bosque. Sin embargo, el incumplimiento de esta normativa es generalizado. No hay una cultura que haga socialmente reprobable este incumplimiento, no solo por el propio riesgo que supone, sino también porque maniata los recursos colectivos que deberían destinarse al núcleo del incendio.
Incluso si el cumplimiento de la normativa fuese óptimo, ¿sería ello suficiente? La normativa habla de planes de autoprotección, de tomas de agua, de accesos, de vegetación, etcétera. Pero la normativa no habla de organización de personas, de responsabilidades estructuradas en la urbanización, de formación antiincendio, de coordinación con los equipos profesionales. Todo parece pensado para que puedan actuar los bomberos, dejando a los demás el papel de espectadores. Con este enfoque, la irresponsabilidad ciudadana está servida.
No se trata de poner en riesgo a ningún ciudadano, pero antes de que se produzca un incendio y –normalmente– entre el momento en que un incendio se declara en un entorno relativamente próximo a una urbanización (teóricamente respetuosa con la normativa) hasta que el incendio supone un peligro para la población de esta, pueden hacerse muchas cosas (sin riesgos añadidos) para evitar que el fuego pueda afectar a esas viviendas. Si las medidas se han tomado correctamente, la aportación responsable y coordinada de los habitantes de la urbanización –a cuya organización la ADF puede dar contenido– puede ser esencial para el desenlace del incendio.
De hecho, no es solo un problema de las urbanizaciones frente a los incendios. Recientemente, Elke Loeffler, directora de Governance International, comentaba en Barcelona la contradicción según la cual la satisfacción del ciudadano británico (¿solo británico?) respecto de los servicios locales disminuía progresivamente al tiempo que la mayoría de indicadores objetivos indicaban que la cantidad y calidad de los servicios aumentaba. Es decir, todo iba mejor, pero la percepción era la contraria.
EN EL CENTRO de este sinsentido quizá esté el paternalismo de la Administración. En un afán de convencer a los votantes, se les acaba ofreciendo un paraíso sin esfuerzo que además de caro resulta ser la vía para el distanciamiento ciudadano y el umbral de su desafección de la cosa pública, facilitando la cultura de la negatividad desde la óptica miope de la no-responsabilidad. Seguramente, con unas dosis de cultura de compromiso mejoraríamos a la vez los resultados y la satisfacción. En este camino, la corresponsabilidad puede abrir la puerta a muchas soluciones. Y todo ello a un coste más asumible por una sociedad que no es tan rica como pensábamos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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