Por Guy Sorman (ABC, 16/02/09):
La crisis económica es también una guerra ideológica: se busca a los culpables del origen de la recesión y se piden profetas que expliquen las maneras de salir de ella. La línea de frente es conocida: separa a los intervencionistas de los liberales, partidarios del mercado y de la globalización. A los intervencionistas, esta crisis les suena a revancha después de treinta años de doctrina liberal y éxitos universales. Los liberales, sacudidos por una crisis que no habían previsto, aún están interpretando los acontecimientos: pero el pensamiento liberal, experimental por definición, sería infiel a sí mismo si no evolucionara. Los intervencionistas son de tradición más doctrinaria; consideremos también que representan los intereses concretos de la burocracia política. La revancha ideológica de los intervencionistas es una reconquista del poder, mientras que por parte liberal, los intereses están dispersos: los liberales coinciden con los intereses de los empresarios, pero no están al servicio del patronato establecido.
¿Es el origen de la crisis la derrota del pensamiento liberal? Si los economistas todavía discuten sobre la Depresión de 1930, parece difícil designar ya a los culpables de la quiebra de 2008. Pero eso no es óbice para los intervencionistas: la crisis se debe a la falta de reglamentación; la debilidad del Estado ha conducido a la hiperespeculación. Los liberales oponen a esta tesis dos argumentos. La especulación inmobiliaria en Estados Unidos, punto de partida de la crisis, ha sido vivamente animada por el Estado; al beneficiarse los créditos hipotecarios de un aval público (por los bancos Freddie Mac y Fanny Mae), los bancos han prestado y los prestatarios se han endeudado más de lo razonable. Por lo tanto, el Estado ha desvirtuado el mercado. Otro argumento liberal: el laxismo del Banco central estadounidense. Anna Schwartz (cofundadora junto a Milton Friedman de la teoría monetarista) acusa a Alan Greenspan y a su sucesor, Ben Bernanke, de haber inundado el mercado con una gran cantidad de dinero no controlada. Autora de la Historia monetaria de Estados Unidos, Anna Schwartz recuerda que todas las crisis estadounidenses han sido generadas por la excesiva abundancia de dinero, que es lo único que permite la especulación y las burbujas. Regular los mercados financieros cuando éstos se desploman bajo el dinero, dice Schwartz, es técnicamente imposible. Por esta razón, Milton Friedman recomendaba que el dinero se gestionara según criterios aritméticos y no según el humor de los banqueros centrales y los gobiernos.
Así pues, los intervencionistas interpretan que la crisis se debe a una insuficiencia de Estado, y los liberales a una incapacidad del Estado; liberales e intervencionistas divergen igualmente respecto a las soluciones. Hoy se escucha a los intervencionistas y son ellos los que deciden, ayudados por las circunstancias; los liberales están relegados a la oposición. En todo Occidente (en Asia se es más prudente) sólo es una cuestión de reglamentación y gasto público. Afortunadamente, ya no estamos en los años treinta ni en la posguerra: las llamadas al proteccionismo, al nacionalismo y al socialismo siguen siendo muy minoritarias. Los intervencionistas han interiorizado los progresos de la ciencia económica: admiten que hay que restablecer el mercado, no renunciar a él.
¿Pero de qué forma podría el gasto público reactivar el crecimiento? La esperanza reposa en el «multiplicador keynesiano»: cada euro invertido en la economía producirá a su vencimiento una vez y media su valor y otros tantos empleos derivados. Teoría seductora, pero considerada falsa desde 1974 por Robert Barro, porque todo euro invertido por el Estado se le escamotea al sector privado; ahora bien, las inversiones públicas son generalmente menos productivas que las inversiones privadas. El gasto público puede ser un factor de reactivación, pero no lo sabemos por adelantado; ciertamente es una transferencia de poder de los empresarios privados a los burócratas públicos. Por consiguiente, contra la crisis, los liberales proponen no gastos públicos, sino reducciones de impuestos duraderas que favorezcan a la inversión privada, supuestamente más eficaz que la pública.
A estas reactivaciones, la intervencionista mediante el gasto público y la liberal mediante una bajada de impuestos, se les puede objetar que no atacan la raíz de la crisis: la debilidad generalizada del crédito. La crisis actual es ante todo económica y seguirá siéndolo mientras los bancos desconfíen unos de otros; el crédito sólo se restablecerá si se eliminan los derivados financieros tóxicos, que sobrecargan los balances. ¿Habría que nacionalizar los bancos? Los intervencionistas están a favor de ello, pero no todos los Estados son solventes y no hay nada que garantice que un banco nacionalizado vaya a gestionarse de forma racional. Los liberales sugieren más bien que los derivados tóxicos se pongan en el mercado, que establecerá para ellos un precio justo: el riesgo de esta solución liberal es la quiebra de algunas instituciones financieras. «Sería preferible que quebraran empresas mal gestionadas a que se prolongara definitivamente la congelación del crédito», señala Anna Schwartz. Radicalmente liberal, ella se inclina por la aplicación del principio capitalista de «creación destructora» en los bancos, que son empresas como cualquier otra.
Estas soluciones liberales se han resumido en una petición redactada por dos premios Nobel de economía, Ed Prescott y Vernon Smith. «No todos los economistas se han vuelto keynesianos», escriben, «y no todos consideran que el gasto público mejora el crecimiento. El gasto público en los tiempos de Franklin Roosevelt no sacó a Estados Unidos de la depresión de los años treinta. No salvó a la economía japonesa en los años noventa. Creer que el gasto público ayuda a la economía es una esperanza que contradice la experiencia. La vuelta al crecimiento exige suprimir los obstáculos al trabajo, al ahorro y a la inversión, y concretamente, mediante una bajada duradera de los impuestos».
Esta petición es actualmente minoritaria, incluso entre los economistas, sensibles a los vientos dominantes. Pero en 1930 Jacques Rueff en Francia y Friedrich Hayek en Gran Bretaña estaban en minoría: acusaban a la teoría de Keynes de conducir a la inflación y no al pleno empleo. La historia les ha dado la razón. Durante la crisis de 1974 a 1979, Robert Barro y Milton Friedman también eran minoría contra el renacimiento keynesiano, y también tenían razón: la vuelta al liberalismo a partir de los años ochenta es lo que restableció el empleo y el crecimiento en lugar de la inflación y el paro.
En nombre de la felicidad común, ojalá que las políticas de reactivación que se están aplicando tanto en Estados Unidos como en Europa tengan éxito; sabemos por experiencia que es posible un éxito a corto plazo, pero que seguramente será seguido por una vuelta a la inflación. Por lo tanto, sigue siendo indispensable preparar una alternativa, lo que Hayek denomina una utopía de recambio.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La crisis económica es también una guerra ideológica: se busca a los culpables del origen de la recesión y se piden profetas que expliquen las maneras de salir de ella. La línea de frente es conocida: separa a los intervencionistas de los liberales, partidarios del mercado y de la globalización. A los intervencionistas, esta crisis les suena a revancha después de treinta años de doctrina liberal y éxitos universales. Los liberales, sacudidos por una crisis que no habían previsto, aún están interpretando los acontecimientos: pero el pensamiento liberal, experimental por definición, sería infiel a sí mismo si no evolucionara. Los intervencionistas son de tradición más doctrinaria; consideremos también que representan los intereses concretos de la burocracia política. La revancha ideológica de los intervencionistas es una reconquista del poder, mientras que por parte liberal, los intereses están dispersos: los liberales coinciden con los intereses de los empresarios, pero no están al servicio del patronato establecido.
¿Es el origen de la crisis la derrota del pensamiento liberal? Si los economistas todavía discuten sobre la Depresión de 1930, parece difícil designar ya a los culpables de la quiebra de 2008. Pero eso no es óbice para los intervencionistas: la crisis se debe a la falta de reglamentación; la debilidad del Estado ha conducido a la hiperespeculación. Los liberales oponen a esta tesis dos argumentos. La especulación inmobiliaria en Estados Unidos, punto de partida de la crisis, ha sido vivamente animada por el Estado; al beneficiarse los créditos hipotecarios de un aval público (por los bancos Freddie Mac y Fanny Mae), los bancos han prestado y los prestatarios se han endeudado más de lo razonable. Por lo tanto, el Estado ha desvirtuado el mercado. Otro argumento liberal: el laxismo del Banco central estadounidense. Anna Schwartz (cofundadora junto a Milton Friedman de la teoría monetarista) acusa a Alan Greenspan y a su sucesor, Ben Bernanke, de haber inundado el mercado con una gran cantidad de dinero no controlada. Autora de la Historia monetaria de Estados Unidos, Anna Schwartz recuerda que todas las crisis estadounidenses han sido generadas por la excesiva abundancia de dinero, que es lo único que permite la especulación y las burbujas. Regular los mercados financieros cuando éstos se desploman bajo el dinero, dice Schwartz, es técnicamente imposible. Por esta razón, Milton Friedman recomendaba que el dinero se gestionara según criterios aritméticos y no según el humor de los banqueros centrales y los gobiernos.
Así pues, los intervencionistas interpretan que la crisis se debe a una insuficiencia de Estado, y los liberales a una incapacidad del Estado; liberales e intervencionistas divergen igualmente respecto a las soluciones. Hoy se escucha a los intervencionistas y son ellos los que deciden, ayudados por las circunstancias; los liberales están relegados a la oposición. En todo Occidente (en Asia se es más prudente) sólo es una cuestión de reglamentación y gasto público. Afortunadamente, ya no estamos en los años treinta ni en la posguerra: las llamadas al proteccionismo, al nacionalismo y al socialismo siguen siendo muy minoritarias. Los intervencionistas han interiorizado los progresos de la ciencia económica: admiten que hay que restablecer el mercado, no renunciar a él.
¿Pero de qué forma podría el gasto público reactivar el crecimiento? La esperanza reposa en el «multiplicador keynesiano»: cada euro invertido en la economía producirá a su vencimiento una vez y media su valor y otros tantos empleos derivados. Teoría seductora, pero considerada falsa desde 1974 por Robert Barro, porque todo euro invertido por el Estado se le escamotea al sector privado; ahora bien, las inversiones públicas son generalmente menos productivas que las inversiones privadas. El gasto público puede ser un factor de reactivación, pero no lo sabemos por adelantado; ciertamente es una transferencia de poder de los empresarios privados a los burócratas públicos. Por consiguiente, contra la crisis, los liberales proponen no gastos públicos, sino reducciones de impuestos duraderas que favorezcan a la inversión privada, supuestamente más eficaz que la pública.
A estas reactivaciones, la intervencionista mediante el gasto público y la liberal mediante una bajada de impuestos, se les puede objetar que no atacan la raíz de la crisis: la debilidad generalizada del crédito. La crisis actual es ante todo económica y seguirá siéndolo mientras los bancos desconfíen unos de otros; el crédito sólo se restablecerá si se eliminan los derivados financieros tóxicos, que sobrecargan los balances. ¿Habría que nacionalizar los bancos? Los intervencionistas están a favor de ello, pero no todos los Estados son solventes y no hay nada que garantice que un banco nacionalizado vaya a gestionarse de forma racional. Los liberales sugieren más bien que los derivados tóxicos se pongan en el mercado, que establecerá para ellos un precio justo: el riesgo de esta solución liberal es la quiebra de algunas instituciones financieras. «Sería preferible que quebraran empresas mal gestionadas a que se prolongara definitivamente la congelación del crédito», señala Anna Schwartz. Radicalmente liberal, ella se inclina por la aplicación del principio capitalista de «creación destructora» en los bancos, que son empresas como cualquier otra.
Estas soluciones liberales se han resumido en una petición redactada por dos premios Nobel de economía, Ed Prescott y Vernon Smith. «No todos los economistas se han vuelto keynesianos», escriben, «y no todos consideran que el gasto público mejora el crecimiento. El gasto público en los tiempos de Franklin Roosevelt no sacó a Estados Unidos de la depresión de los años treinta. No salvó a la economía japonesa en los años noventa. Creer que el gasto público ayuda a la economía es una esperanza que contradice la experiencia. La vuelta al crecimiento exige suprimir los obstáculos al trabajo, al ahorro y a la inversión, y concretamente, mediante una bajada duradera de los impuestos».
Esta petición es actualmente minoritaria, incluso entre los economistas, sensibles a los vientos dominantes. Pero en 1930 Jacques Rueff en Francia y Friedrich Hayek en Gran Bretaña estaban en minoría: acusaban a la teoría de Keynes de conducir a la inflación y no al pleno empleo. La historia les ha dado la razón. Durante la crisis de 1974 a 1979, Robert Barro y Milton Friedman también eran minoría contra el renacimiento keynesiano, y también tenían razón: la vuelta al liberalismo a partir de los años ochenta es lo que restableció el empleo y el crecimiento en lugar de la inflación y el paro.
En nombre de la felicidad común, ojalá que las políticas de reactivación que se están aplicando tanto en Estados Unidos como en Europa tengan éxito; sabemos por experiencia que es posible un éxito a corto plazo, pero que seguramente será seguido por una vuelta a la inflación. Por lo tanto, sigue siendo indispensable preparar una alternativa, lo que Hayek denomina una utopía de recambio.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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