Por Mercedes García Arán, catedrática de Derecho Penal (EL PERIÓDICO, 07/02/09):
En Italia se ha desatado un enfrentamiento institucional a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo que, a petición de la familia, permite dejar de alimentar a Eluana Englaro, en coma desde hace 15 años y mantenida artificialmente con vida. El Gobierno de Silvio Berlusconi, con el apoyo y la presión del Vaticano, pretende cambiar las normas para impedir que se cumpla la sentencia. Y el Jefe del Estado, Giorgio Napolitano, lo veta, probablemente, porque la pretensión del Gobierno es una intolerable intromisión en las funciones del poder judicial, con la que se pretende cambiar las reglas del juego mientras se va perdiendo el partido, para ganarlo.
La cuestión podría parecer una salida antidemocrática más de Berlusconi, pero el apoyo explícito del Vaticano la inscribe en la oposición de la jerarquía católica a humanizar el proceso de la muerte, que también pretende imponer en otros países, incluida España.
LOS AVANCES de la medicina permiten intervenir en el proceso natural de la muerte, incluso deteniéndolo, por ejemplo, durante el tiempo necesario para la extracción de órganos destinados a un trasplante. Esta concepción del paso de la vida a la muerte como un proceso en el que la medicina puede intervenir cada vez más, es la que hace que ya no se utilice el término eutanasia para situaciones que antes recibían esta denominación. Así, hoy se consideran más correctamente como eutanasia solo aquellas situaciones en las que directamente se pone en marcha el proceso que lleva a la muerte, cuando esta todavía no es naturalmente inmediata, ni siquiera próxima. Son los casos que, como el de Ramón Sampedro, suscitan un mayor debate social y jurídico en el que no voy a entrar ahora.
En cambio, retirar medios extraordinarios de mantenimiento artificial de una vida que no existiría por sí misma de forma independiente, –históricamente denominado eutanasia pasiva–, no equivale a causar la muerte directamente, sino meramente a dejar que el proceso natural de la misma, ya iniciado, siga su curso. De la misma forma que aliviar el sufrimiento de ese mismo proceso mediante tratamientos del dolor –lo que aún se conoce como eutanasia indirecta– tampoco causa una muerte que ya es próxima, aunque pueda, eventualmente, adelantarla. En el primer caso, se retira un tratamiento inútil; en el segundo, se tratan el dolor y el sufrimiento.
A propósito del caso de Eluana, un representante del Vaticano decía hace pocos días en televisión que los hombres no pueden interferir en la voluntad divina sobre la duración de la vida humana, y que, por ello, hay que seguir manteniendo artificialmente la vida de esta mujer. Hay algo que no cuadra en esta voluntad de no interferir en lo natural cuando, al mismo tiempo, se exigen medios artificiales para controlar o evitar lo natural. Si es condenable alterar el designio superior sobre la vida, todos podemos caer en ese error. Por lo tanto, en el caso de Eluana, tanto pueden interferir quienes pretenden retirarle la asistencia mecá- nica, como quienes pretenden mantenérsela.
Eluana no goza ya de vida independiente. No vive por el funcionamiento de sus órganos, sino porque estos son inducidos artificialmente a funcionar. Obviamente, los tratamientos médicos actuales han prolongado la esperanza de vida de todos nosotros evitando la enfermedad o eliminándola, sin que ningun principio religioso se oponga a ello. Pero aquí la medicina no puede hacer nada para que la vida siga de manera natural, solo puede alargar el proceso de la muerte que la propia naturaleza ya ha comenzado. En esta situación, ¿quién se opone más al proceso natural de la muerte que, para la fe católica, está en manos de Dios? Personalmente, no tengo duda de que quien lo hace es esa intervención extraordinaria de la medicina apoyada y exigida por la jerarquía católica. Curiosamente, quienes más se oponen a la interferencia humana en la muerte son quienes más se esfuerzan en exigir una intervención médica extraordinaria que la impida.
Tampoco dudo que existirán complejos argumentos teológicos para rebatir lo que digo. Pero, al final, siempre presuponen o reconducen a la fe: se cree o no se cree, porque, al fin y al cabo, en eso consisten las religiones.
POR TANTO, como tantas veces se ha dicho, no se trata de rebatir las creencias, sino de rechazar que se impongan a quien no las tiene. Cuando, para imponerlas, la Iglesia católica apela a “la verdad”, absoluta y natural que solo a ella le ha sido revelada, no hay forma humana de que admita que puede haber otras verdades o incluso, que no existe ninguna verdad absoluta, porque, si lo hiciera, dejaría de ser una organización religiosa.
Nadie exige que lo haga, ni siquiera que renuncie a manifestar su opinión en el proceso de elaboración de las leyes. Incluso puede admitirse que, como organización social, aspire a incidir en sus contenidos, por mucho que sus presiones resulten extenuantes, desproporcionadas y opuestas del modelo laico de Estado que consagra la Constitución. Pero una cosa es incidir en la elaboración de las leyes, y otra, impedir que se apliquen una vez aprobadas o, incluso, poner en crisis el sistema democrático de división de poderes como acaba de ocurrir en Italia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En Italia se ha desatado un enfrentamiento institucional a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo que, a petición de la familia, permite dejar de alimentar a Eluana Englaro, en coma desde hace 15 años y mantenida artificialmente con vida. El Gobierno de Silvio Berlusconi, con el apoyo y la presión del Vaticano, pretende cambiar las normas para impedir que se cumpla la sentencia. Y el Jefe del Estado, Giorgio Napolitano, lo veta, probablemente, porque la pretensión del Gobierno es una intolerable intromisión en las funciones del poder judicial, con la que se pretende cambiar las reglas del juego mientras se va perdiendo el partido, para ganarlo.
La cuestión podría parecer una salida antidemocrática más de Berlusconi, pero el apoyo explícito del Vaticano la inscribe en la oposición de la jerarquía católica a humanizar el proceso de la muerte, que también pretende imponer en otros países, incluida España.
LOS AVANCES de la medicina permiten intervenir en el proceso natural de la muerte, incluso deteniéndolo, por ejemplo, durante el tiempo necesario para la extracción de órganos destinados a un trasplante. Esta concepción del paso de la vida a la muerte como un proceso en el que la medicina puede intervenir cada vez más, es la que hace que ya no se utilice el término eutanasia para situaciones que antes recibían esta denominación. Así, hoy se consideran más correctamente como eutanasia solo aquellas situaciones en las que directamente se pone en marcha el proceso que lleva a la muerte, cuando esta todavía no es naturalmente inmediata, ni siquiera próxima. Son los casos que, como el de Ramón Sampedro, suscitan un mayor debate social y jurídico en el que no voy a entrar ahora.
En cambio, retirar medios extraordinarios de mantenimiento artificial de una vida que no existiría por sí misma de forma independiente, –históricamente denominado eutanasia pasiva–, no equivale a causar la muerte directamente, sino meramente a dejar que el proceso natural de la misma, ya iniciado, siga su curso. De la misma forma que aliviar el sufrimiento de ese mismo proceso mediante tratamientos del dolor –lo que aún se conoce como eutanasia indirecta– tampoco causa una muerte que ya es próxima, aunque pueda, eventualmente, adelantarla. En el primer caso, se retira un tratamiento inútil; en el segundo, se tratan el dolor y el sufrimiento.
A propósito del caso de Eluana, un representante del Vaticano decía hace pocos días en televisión que los hombres no pueden interferir en la voluntad divina sobre la duración de la vida humana, y que, por ello, hay que seguir manteniendo artificialmente la vida de esta mujer. Hay algo que no cuadra en esta voluntad de no interferir en lo natural cuando, al mismo tiempo, se exigen medios artificiales para controlar o evitar lo natural. Si es condenable alterar el designio superior sobre la vida, todos podemos caer en ese error. Por lo tanto, en el caso de Eluana, tanto pueden interferir quienes pretenden retirarle la asistencia mecá- nica, como quienes pretenden mantenérsela.
Eluana no goza ya de vida independiente. No vive por el funcionamiento de sus órganos, sino porque estos son inducidos artificialmente a funcionar. Obviamente, los tratamientos médicos actuales han prolongado la esperanza de vida de todos nosotros evitando la enfermedad o eliminándola, sin que ningun principio religioso se oponga a ello. Pero aquí la medicina no puede hacer nada para que la vida siga de manera natural, solo puede alargar el proceso de la muerte que la propia naturaleza ya ha comenzado. En esta situación, ¿quién se opone más al proceso natural de la muerte que, para la fe católica, está en manos de Dios? Personalmente, no tengo duda de que quien lo hace es esa intervención extraordinaria de la medicina apoyada y exigida por la jerarquía católica. Curiosamente, quienes más se oponen a la interferencia humana en la muerte son quienes más se esfuerzan en exigir una intervención médica extraordinaria que la impida.
Tampoco dudo que existirán complejos argumentos teológicos para rebatir lo que digo. Pero, al final, siempre presuponen o reconducen a la fe: se cree o no se cree, porque, al fin y al cabo, en eso consisten las religiones.
POR TANTO, como tantas veces se ha dicho, no se trata de rebatir las creencias, sino de rechazar que se impongan a quien no las tiene. Cuando, para imponerlas, la Iglesia católica apela a “la verdad”, absoluta y natural que solo a ella le ha sido revelada, no hay forma humana de que admita que puede haber otras verdades o incluso, que no existe ninguna verdad absoluta, porque, si lo hiciera, dejaría de ser una organización religiosa.
Nadie exige que lo haga, ni siquiera que renuncie a manifestar su opinión en el proceso de elaboración de las leyes. Incluso puede admitirse que, como organización social, aspire a incidir en sus contenidos, por mucho que sus presiones resulten extenuantes, desproporcionadas y opuestas del modelo laico de Estado que consagra la Constitución. Pero una cosa es incidir en la elaboración de las leyes, y otra, impedir que se apliquen una vez aprobadas o, incluso, poner en crisis el sistema democrático de división de poderes como acaba de ocurrir en Italia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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