Por Eduardo Punset, escritor y divulgador científico (EL MUNDO, 12/02/09):
Si existe una biografía oficial de Charles Darwin y una exposición también oficial -que se inaugura hoy mismo, día de su cumpleaños, en el Museo de Ciencias Naturales de Londres-, esa biografía y esa exposición se las debemos al paleontólogo Niles Eldredge, de la City University de Nueva York. Me acuerdo siempre de él cuando queremos hablar de Darwin porque lo ponía a la altura de Lincoln que, además de ser un buen político, había entendido como nadie la trascendencia de la democracia para la vida ordinaria de la gente. Siendo un científico, Darwin había ido mucho más allá también al conmover toda la filosofía de la vida, descubriendo que los organismos evolucionaban. Marx y Freud fueron muy importantes -cada uno en su campo, dice Eldredge- pero no conmovieron el edificio del pensamiento como hicieron Darwin y Lincoln.
En términos científicos nadie ha podido cuestionar que Darwin tenía razón al sugerir que todos procedemos de un origen común.Hoy hemos podido comprobar que el ADN de la mosca del vinagre es muy parecido al nuestro. Las especies -en contra del pensamiento dogmático y heredado- habían evolucionado. El lo llamaba descendencia con modificación. No era cierto que los distintos arquetipos representaran la voluntad divina, de que perduraran para siempre.La música de la evolución está en la diversidad que trasluce el paso de una especie a otra, mientras que los arquetipos no son sino ruidos instantáneos en la perspectiva del tiempo geológico.
Al asumir una hipótesis científica que consideraba probada, Darwin actuaba en consecuencia en cualquiera de los ámbitos en los que se movía. Cuando uno de los indígenas rescatados de una tribu en Patagonia, en un viaje anterior al de Darwin, decidió por su cuenta y riesgo regresar y reanudar la vida de antes, el capitán del barco lo consideró un fracaso del mundo civilizado y una muestra de la incapacidad de la cultura indígena para adaptarse a la modernidad; para Darwin, en cambio, se trataba de un hecho normal, porque no consideraba que eran dos organismos tan distintos como creía la mayoría de la gente. Un hombre de la calle en Londres y un indígena de la Patagonia. Su honestidad intelectual y su independencia de criterio fueron asombrosas.
Los cambios a lo largo de la evolución se habían hecho mediante la selección natural, modelada por la progresión geométrica de la población y las mutaciones genéticas aleatorias. Siempre hubo más bocas para alimentar que comida disponible; del resto se encargaban las mutaciones aleatorias. Una gran parte de estas mutaciones eran el subproducto del desvarío genético. Otras eran favorables y muchas otras adversas Sin entrar ahora en el debate de si el darwinismo da o no cobijo a la idea de progreso, lo cierto es que, como afirmaba uno de los grandes paleontólogos de Harvard, Stephen J. Gould, darvinista a pesar suyo, «no hay propósito en la evolución». No es cierto que caminemos imperturbablemente hacia un mundo mejor. Si acaso más complejo. «Tenemos cinco dedos» -afirmaba Darwin- «no porque así nos convenga, sino porque los tenían nuestros antepasados anfibios». No es difícil imaginar un mundo más distinto del que existía antes de Darwin. Con anterioridad, no había evolución y en el caso de dar señales de inteligencia era la mano de la divinidad.
PARA el saber en tiempos de Darwin, la Tierra tenía 4.000 años en lugar de 4.000 millones. No hacía falta contar con la perspectiva geológica del tiempo que fundamentaría luego los alambicados procesos de la evolución de las especies. Darwin tuvo que esperar a que los geólogos confirmaran que la historia de la Tierra daba tiempo para que fraguara el largo discurso evolutivo desde las primeras bacterias a los homínidos más recientes.
A pesar de las batallas ideológicas a que ha dado lugar la herencia darviniana, ningún científico ha estado más alejado de la lucha ideológica que Darwin. El mismo era creacionista cuando emprendió el viaje con el Beagle para estudiar la selección natural y la selección sexual, dos columnas básicas de su pensamiento. Es la experimentación la que se interpone en la idea del diseño de un creador y sin duda puso mucho más cuidado en no agraviar a los que se consideraban confesionales que los actuales partidarios de anunciar en los autobuses que Dios no existe. Ahora bien, aunque Darwin pudo modificar algunas de sus hipótesis, es falso que antes de morir aceptara con resignación la doctrina heredada.Darwin sufrió tantas desdichas con la muerte de sus allegados que lo consideró una prueba adicional de la no existencia de Dios. Su amor del alma, Emma -muy religiosa- estaba tan convencida de la ausencia de odio o rabia en la postura agnóstica de Darwin que su lamento por la falta de fe de su marido tenía como única razón «no poder estar con él después de muerto».
Es bastante grotesco calumniar el pensamiento de Darwin tildándolo de una simple teoría. El hablaba siempre de «my theory», de su teoría. Todas las grandes conclusiones de la ciencia son, por supuesto, teorías expuestas a que en un momento determinado se pueda demostrar lo contrario. Darwin nunca escondió sus dos pasiones: ser reconocido por el descubrimiento de la selección natural que modela la evolución y la utilización del método científico en sus análisis. Es muy difícil que el pensamiento dogmático le perdone del todo la osadía de utilizar la ciencia para desmentir mitos como la creación, fruto, supuestamente, de un diseño inteligente y no de la evolución.
Durante un tiempo tampoco se le perdonará que descendamos de un antepasado común de los primates sociales. «Yo no desciendo del mono», me contestó una gran artista de la canción española al sugerirle los principios de la selección natural. Darwin tenía una concepción tan humana de los humanos que escribió el primer libro sobre las emociones básicas y universales con las que venimos al mundo. Aunque ahora cueste creerlo, entonces se consideraba que la ciencia tampoco debía entrar en el análisis de estas emociones a las que, en lugar de conocerlas para gestionarlas luego, había que atropellarlas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Si existe una biografía oficial de Charles Darwin y una exposición también oficial -que se inaugura hoy mismo, día de su cumpleaños, en el Museo de Ciencias Naturales de Londres-, esa biografía y esa exposición se las debemos al paleontólogo Niles Eldredge, de la City University de Nueva York. Me acuerdo siempre de él cuando queremos hablar de Darwin porque lo ponía a la altura de Lincoln que, además de ser un buen político, había entendido como nadie la trascendencia de la democracia para la vida ordinaria de la gente. Siendo un científico, Darwin había ido mucho más allá también al conmover toda la filosofía de la vida, descubriendo que los organismos evolucionaban. Marx y Freud fueron muy importantes -cada uno en su campo, dice Eldredge- pero no conmovieron el edificio del pensamiento como hicieron Darwin y Lincoln.
En términos científicos nadie ha podido cuestionar que Darwin tenía razón al sugerir que todos procedemos de un origen común.Hoy hemos podido comprobar que el ADN de la mosca del vinagre es muy parecido al nuestro. Las especies -en contra del pensamiento dogmático y heredado- habían evolucionado. El lo llamaba descendencia con modificación. No era cierto que los distintos arquetipos representaran la voluntad divina, de que perduraran para siempre.La música de la evolución está en la diversidad que trasluce el paso de una especie a otra, mientras que los arquetipos no son sino ruidos instantáneos en la perspectiva del tiempo geológico.
Al asumir una hipótesis científica que consideraba probada, Darwin actuaba en consecuencia en cualquiera de los ámbitos en los que se movía. Cuando uno de los indígenas rescatados de una tribu en Patagonia, en un viaje anterior al de Darwin, decidió por su cuenta y riesgo regresar y reanudar la vida de antes, el capitán del barco lo consideró un fracaso del mundo civilizado y una muestra de la incapacidad de la cultura indígena para adaptarse a la modernidad; para Darwin, en cambio, se trataba de un hecho normal, porque no consideraba que eran dos organismos tan distintos como creía la mayoría de la gente. Un hombre de la calle en Londres y un indígena de la Patagonia. Su honestidad intelectual y su independencia de criterio fueron asombrosas.
Los cambios a lo largo de la evolución se habían hecho mediante la selección natural, modelada por la progresión geométrica de la población y las mutaciones genéticas aleatorias. Siempre hubo más bocas para alimentar que comida disponible; del resto se encargaban las mutaciones aleatorias. Una gran parte de estas mutaciones eran el subproducto del desvarío genético. Otras eran favorables y muchas otras adversas Sin entrar ahora en el debate de si el darwinismo da o no cobijo a la idea de progreso, lo cierto es que, como afirmaba uno de los grandes paleontólogos de Harvard, Stephen J. Gould, darvinista a pesar suyo, «no hay propósito en la evolución». No es cierto que caminemos imperturbablemente hacia un mundo mejor. Si acaso más complejo. «Tenemos cinco dedos» -afirmaba Darwin- «no porque así nos convenga, sino porque los tenían nuestros antepasados anfibios». No es difícil imaginar un mundo más distinto del que existía antes de Darwin. Con anterioridad, no había evolución y en el caso de dar señales de inteligencia era la mano de la divinidad.
PARA el saber en tiempos de Darwin, la Tierra tenía 4.000 años en lugar de 4.000 millones. No hacía falta contar con la perspectiva geológica del tiempo que fundamentaría luego los alambicados procesos de la evolución de las especies. Darwin tuvo que esperar a que los geólogos confirmaran que la historia de la Tierra daba tiempo para que fraguara el largo discurso evolutivo desde las primeras bacterias a los homínidos más recientes.
A pesar de las batallas ideológicas a que ha dado lugar la herencia darviniana, ningún científico ha estado más alejado de la lucha ideológica que Darwin. El mismo era creacionista cuando emprendió el viaje con el Beagle para estudiar la selección natural y la selección sexual, dos columnas básicas de su pensamiento. Es la experimentación la que se interpone en la idea del diseño de un creador y sin duda puso mucho más cuidado en no agraviar a los que se consideraban confesionales que los actuales partidarios de anunciar en los autobuses que Dios no existe. Ahora bien, aunque Darwin pudo modificar algunas de sus hipótesis, es falso que antes de morir aceptara con resignación la doctrina heredada.Darwin sufrió tantas desdichas con la muerte de sus allegados que lo consideró una prueba adicional de la no existencia de Dios. Su amor del alma, Emma -muy religiosa- estaba tan convencida de la ausencia de odio o rabia en la postura agnóstica de Darwin que su lamento por la falta de fe de su marido tenía como única razón «no poder estar con él después de muerto».
Es bastante grotesco calumniar el pensamiento de Darwin tildándolo de una simple teoría. El hablaba siempre de «my theory», de su teoría. Todas las grandes conclusiones de la ciencia son, por supuesto, teorías expuestas a que en un momento determinado se pueda demostrar lo contrario. Darwin nunca escondió sus dos pasiones: ser reconocido por el descubrimiento de la selección natural que modela la evolución y la utilización del método científico en sus análisis. Es muy difícil que el pensamiento dogmático le perdone del todo la osadía de utilizar la ciencia para desmentir mitos como la creación, fruto, supuestamente, de un diseño inteligente y no de la evolución.
Durante un tiempo tampoco se le perdonará que descendamos de un antepasado común de los primates sociales. «Yo no desciendo del mono», me contestó una gran artista de la canción española al sugerirle los principios de la selección natural. Darwin tenía una concepción tan humana de los humanos que escribió el primer libro sobre las emociones básicas y universales con las que venimos al mundo. Aunque ahora cueste creerlo, entonces se consideraba que la ciencia tampoco debía entrar en el análisis de estas emociones a las que, en lugar de conocerlas para gestionarlas luego, había que atropellarlas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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