Por Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino (EL PAÍS, 06/02/09):
Susan Sontag dejó, al morir hace cuatro años, un caudal incontable de notas dispersas, ensayos inconclusos, anotaciones para un diario.
Su hijo, el periodista y editor David Rieff, dice que jamás recibió instrucciones sobre lo que debía hacer con esos textos. Aunque Sontag sufría un cáncer de la sangre que en general resiste a los tratamientos más avanzados, “siguió creyendo, hasta pocas semanas antes de su muerte, que iba a sobrevivir”.
Dos veces antes había afrontado otras formas de cáncer y había ganado la pelea. De la primera experiencia, a los 42 años, surgieron las ideas de La enfermedad y sus metáforas (1977), uno de sus grandes ensayos.
“Amaba vivir, y tanto su sed de experiencias como sus expectativas de escritora habían aumentado con el paso del tiempo”, escribió Rieff en un libro desolado, Un mar de muerte: recuerdos de un hijo. Allí cita un pasaje de los diarios juveniles de Sontag, que acaba de publicar en los Estados Unidos: “No puedo siquiera imaginar que un día dejaré de vivir”.
Esos diarios y una crónica de Rieff describen el comienzo y el final del personaje de Sontag, esa aristócrata de la contracultura, crítica y protagonista del star-system intelectual. Si en el ocaso se relatan los sufrimientos físicos a los que se sometió para seguir viviendo (un trasplante de médula sin esperanza, entre ellos), en el origen se cuenta el sufrimiento mental por el que pasó hasta descubrir que su vida estaba regida por el afán de conocer más, por saberlo todo.
“Quiero escribir, quiero vivir en una atmósfera intelectual”, anotó a comienzos de 1949, cuando tenía 15 años y estudiaba en Berkeley, poco antes de aceptar una beca en la Universidad de Chicago. “En cuanto llegue a Chicago voy a buscar la experiencia y no esperar que la experiencia venga a mí”.
En París, a fines de 1957, vislumbró lo que de veras quería y, como siempre, se trazó planes y mandatos que cumplía sin vacilar: “Uno debe ir a varios cafés: en promedio, cuatro por noche”. Esas andanzas le permitieron decidir que quería ser una escritora, no una académica.
El registro de los años de bohemia, desde sus 15 a sus 30, cubre la transformación de una adolescente apasionada por La montaña mágica y por Shakespeare en una intelectual compleja. Ante los ojos del lector renace, va inventándose a sí misma, tal como ella misma escribe y como el hijo eligió titular el primero de tres volúmenes de los diarios de Sontag: Reborn.
“Todo comienza ahora”, escribió a mediados de 1949. “He vuelto a nacer”. Se refería a la revelación de su identidad homosexual y a la fe en su pasión intelectual.
La última página de Reborn llega hasta el momento en que está por publicar su primer libro, la novela El benefactor (1963), tres años antes del ensayo que inauguró su fama, Contra la interpretación (1966).
En el medio se abre la cita del escritor francés François de La Rochefoucauld que acompañó muchas de sus reflexiones e inspiró el título de su último libro, Ante el dolor de los demás (2003): “Todos tenemos la fuerza suficiente para soportar el dolor de los demás”.
Su apetito por la vida desbordaba las exigencias cotidianas. Se desvelaba anotando listas de las cosas que necesitaba vivir o conocer. Palabras que alguna vez usaría, como el argot gay, o “noctámbulo”, “prolepsis”, “demótico”. Observaciones sobre sí misma: las cosas en las que creía (”Creo en la vida privada, en la música, en Shakespeare, en los edificios antiguos”), las que le disgustaban (las tareas como madre sola) y las que prefería evitar (”Hablar de dinero”). Una de sus listas enumera los seres que deben coexistir dentro de un escritor: “1) El loco, el obsesivo, 2) el idiota, 3) el estilista, 4) el crítico”.
“Libros por leer” y “Libros para comprar” son entradas que se repiten y van dando cuenta del paso del tiempo en la formación de Sontag: desde Henry James y Joseph Conrad a Saul Bellow y Philip Roth, del filósofo estadounidense John Dewey al filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein.
Sontag lanza afirmaciones con peligrosa seguridad: “La poesía debe ser exacta, intensa, concreta, significante, rítmica, formal, compleja”. A veces incurre en pobres lugares comunes: “Los amores perfectos son los ilícitos”.
Cada una de sus intervenciones, aun las menos lúcidas, confirman la imagen de intelectual irreverente que la marcó hasta el final y que le valió el escarnio de la opinión pública en su país cuando, al hablar de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, dijo que eran “una consecuencia natural de las alianzas y las acciones de los Estados Unidos”, y que de los atacantes se podía decir todo menos que fueran cobardes.
El matrimonio irrumpe por sorpresa en su vida. En los diarios menciona por primera vez al sociólogo Philip Rieff el 21 de noviembre de 1949. El 2 de diciembre registra su compromiso y el 3 de enero de 1950 anota: “Me caso con Philip con plena conciencia y con miedo a mi vocación por la autodestrucción”.
Estaba por cumplir 17 años. El resto de sus notas sobre el matrimonio serían diatribas contra la institución y detalles sórdidos de peleas.
La edición del diario desborda de anécdotas sobre la homosexualidad de Sontag, quien compartió los últimos años de su vida con la fotógrafa Annie Leibovitz. Aunque la escritora habló pródigamente de su intimidad, eludió el punto con extremo cuidado.
Desde la primera mención a sus “tendencias lésbicas” en 1948 hasta sus dolorosas relaciones con una mujer identificada como H. y con la dramaturga cubana Maria Irene Fornes, Reborn muestra la lucha de Sontag por aceptar su identidad sexual.
En abril de 1949 se esfuerza por acercarse a un hombre: “¡Lo intenté! ¡Yo quería reaccionar! Quería sentirme físicamente atraída por él y probar que, al menos, soy bisexual”. Un mes después anota, junto a esa frase: “¡Qué pensamiento estúpido, ‘al menos bisexual’!”.
H. la llevó por los bares de gays en San Francisco, de los que también hay una lista, y le reveló una noción que gana peso mientras avanzan las páginas: “Nada, nada me impide hacer cualquier cosa. Sólo yo me lo impido”.
En la selección de textos, Rieff se revela como un hijo indigno del talento enorme de su madre. Deja en pie los fragmentos que podrían saciar la curiosidad morbosa de los lectores y escamotea otros que supone aburridos pero que servirían para entender cómo se fueron conformando las visiones del mundo de Sontag.
Ella, sin embargo, veía el diario como un instrumento para entender cómo iba haciéndose a sí misma, cómo su yo se iba creando día tras día. Esa creación se extinguió el 28 de diciembre de 2004 en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Murió defendiéndose contra la muerte, tras un tenaz combate cuyo final inevitable no quería aceptar.
“Mi ambición o mi consuelo”, se lee en el diario, “ha sido entender la vida”.
La entendió con una lucidez de la que carece la mayoría de los seres humanos. Sólo ante el último paso de la vida se volvió ciega y se privó de una experiencia irrepetible, la más misteriosa de todas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Susan Sontag dejó, al morir hace cuatro años, un caudal incontable de notas dispersas, ensayos inconclusos, anotaciones para un diario.
Su hijo, el periodista y editor David Rieff, dice que jamás recibió instrucciones sobre lo que debía hacer con esos textos. Aunque Sontag sufría un cáncer de la sangre que en general resiste a los tratamientos más avanzados, “siguió creyendo, hasta pocas semanas antes de su muerte, que iba a sobrevivir”.
Dos veces antes había afrontado otras formas de cáncer y había ganado la pelea. De la primera experiencia, a los 42 años, surgieron las ideas de La enfermedad y sus metáforas (1977), uno de sus grandes ensayos.
“Amaba vivir, y tanto su sed de experiencias como sus expectativas de escritora habían aumentado con el paso del tiempo”, escribió Rieff en un libro desolado, Un mar de muerte: recuerdos de un hijo. Allí cita un pasaje de los diarios juveniles de Sontag, que acaba de publicar en los Estados Unidos: “No puedo siquiera imaginar que un día dejaré de vivir”.
Esos diarios y una crónica de Rieff describen el comienzo y el final del personaje de Sontag, esa aristócrata de la contracultura, crítica y protagonista del star-system intelectual. Si en el ocaso se relatan los sufrimientos físicos a los que se sometió para seguir viviendo (un trasplante de médula sin esperanza, entre ellos), en el origen se cuenta el sufrimiento mental por el que pasó hasta descubrir que su vida estaba regida por el afán de conocer más, por saberlo todo.
“Quiero escribir, quiero vivir en una atmósfera intelectual”, anotó a comienzos de 1949, cuando tenía 15 años y estudiaba en Berkeley, poco antes de aceptar una beca en la Universidad de Chicago. “En cuanto llegue a Chicago voy a buscar la experiencia y no esperar que la experiencia venga a mí”.
En París, a fines de 1957, vislumbró lo que de veras quería y, como siempre, se trazó planes y mandatos que cumplía sin vacilar: “Uno debe ir a varios cafés: en promedio, cuatro por noche”. Esas andanzas le permitieron decidir que quería ser una escritora, no una académica.
El registro de los años de bohemia, desde sus 15 a sus 30, cubre la transformación de una adolescente apasionada por La montaña mágica y por Shakespeare en una intelectual compleja. Ante los ojos del lector renace, va inventándose a sí misma, tal como ella misma escribe y como el hijo eligió titular el primero de tres volúmenes de los diarios de Sontag: Reborn.
“Todo comienza ahora”, escribió a mediados de 1949. “He vuelto a nacer”. Se refería a la revelación de su identidad homosexual y a la fe en su pasión intelectual.
La última página de Reborn llega hasta el momento en que está por publicar su primer libro, la novela El benefactor (1963), tres años antes del ensayo que inauguró su fama, Contra la interpretación (1966).
En el medio se abre la cita del escritor francés François de La Rochefoucauld que acompañó muchas de sus reflexiones e inspiró el título de su último libro, Ante el dolor de los demás (2003): “Todos tenemos la fuerza suficiente para soportar el dolor de los demás”.
Su apetito por la vida desbordaba las exigencias cotidianas. Se desvelaba anotando listas de las cosas que necesitaba vivir o conocer. Palabras que alguna vez usaría, como el argot gay, o “noctámbulo”, “prolepsis”, “demótico”. Observaciones sobre sí misma: las cosas en las que creía (”Creo en la vida privada, en la música, en Shakespeare, en los edificios antiguos”), las que le disgustaban (las tareas como madre sola) y las que prefería evitar (”Hablar de dinero”). Una de sus listas enumera los seres que deben coexistir dentro de un escritor: “1) El loco, el obsesivo, 2) el idiota, 3) el estilista, 4) el crítico”.
“Libros por leer” y “Libros para comprar” son entradas que se repiten y van dando cuenta del paso del tiempo en la formación de Sontag: desde Henry James y Joseph Conrad a Saul Bellow y Philip Roth, del filósofo estadounidense John Dewey al filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein.
Sontag lanza afirmaciones con peligrosa seguridad: “La poesía debe ser exacta, intensa, concreta, significante, rítmica, formal, compleja”. A veces incurre en pobres lugares comunes: “Los amores perfectos son los ilícitos”.
Cada una de sus intervenciones, aun las menos lúcidas, confirman la imagen de intelectual irreverente que la marcó hasta el final y que le valió el escarnio de la opinión pública en su país cuando, al hablar de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, dijo que eran “una consecuencia natural de las alianzas y las acciones de los Estados Unidos”, y que de los atacantes se podía decir todo menos que fueran cobardes.
El matrimonio irrumpe por sorpresa en su vida. En los diarios menciona por primera vez al sociólogo Philip Rieff el 21 de noviembre de 1949. El 2 de diciembre registra su compromiso y el 3 de enero de 1950 anota: “Me caso con Philip con plena conciencia y con miedo a mi vocación por la autodestrucción”.
Estaba por cumplir 17 años. El resto de sus notas sobre el matrimonio serían diatribas contra la institución y detalles sórdidos de peleas.
La edición del diario desborda de anécdotas sobre la homosexualidad de Sontag, quien compartió los últimos años de su vida con la fotógrafa Annie Leibovitz. Aunque la escritora habló pródigamente de su intimidad, eludió el punto con extremo cuidado.
Desde la primera mención a sus “tendencias lésbicas” en 1948 hasta sus dolorosas relaciones con una mujer identificada como H. y con la dramaturga cubana Maria Irene Fornes, Reborn muestra la lucha de Sontag por aceptar su identidad sexual.
En abril de 1949 se esfuerza por acercarse a un hombre: “¡Lo intenté! ¡Yo quería reaccionar! Quería sentirme físicamente atraída por él y probar que, al menos, soy bisexual”. Un mes después anota, junto a esa frase: “¡Qué pensamiento estúpido, ‘al menos bisexual’!”.
H. la llevó por los bares de gays en San Francisco, de los que también hay una lista, y le reveló una noción que gana peso mientras avanzan las páginas: “Nada, nada me impide hacer cualquier cosa. Sólo yo me lo impido”.
En la selección de textos, Rieff se revela como un hijo indigno del talento enorme de su madre. Deja en pie los fragmentos que podrían saciar la curiosidad morbosa de los lectores y escamotea otros que supone aburridos pero que servirían para entender cómo se fueron conformando las visiones del mundo de Sontag.
Ella, sin embargo, veía el diario como un instrumento para entender cómo iba haciéndose a sí misma, cómo su yo se iba creando día tras día. Esa creación se extinguió el 28 de diciembre de 2004 en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Murió defendiéndose contra la muerte, tras un tenaz combate cuyo final inevitable no quería aceptar.
“Mi ambición o mi consuelo”, se lee en el diario, “ha sido entender la vida”.
La entendió con una lucidez de la que carece la mayoría de los seres humanos. Sólo ante el último paso de la vida se volvió ciega y se privó de una experiencia irrepetible, la más misteriosa de todas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario