Por Javier Valenzuela (EL PAÍS, 10/02/09):
Una de las películas favoritas de Barack Hussein Obama es Lawrence de Arabia. Cuenta la historia de T. E. Lawrence, el fascinante aventurero británico que, durante la Primera Guerra Mundial, se sumó a la Rebelión Árabe contra el dominio turco de Oriente Próximo. Pues bien, ya ha transcurrido casi un siglo desde las campañas de Lawrence junto a los guerreros de Feisal y casi 40 años desde la muerte del último gran líder del panarabismo, el rais Nasser. Triturado por Israel en la Guerra de los Seis Días y fracasado en todos y cada uno de sus intentos de construir países modernos y vigorosos, el nacionalismo árabe ha dejado paso a un nuevo protagonista de la escena internacional: el islamismo. Hoy nadie habla de los árabes, todos lo hacen de los musulmanes. Y sin embargo, los árabes siguen ahí.
A fines de enero, Obama concedió su primera entrevista televisiva como presidente a Al Arabiya, una cadena de noticias que compite con la pionera Al Yazira. Fue un gesto de buena voluntad hacia un mundo árabe atravesado por agudos sentimientos de admiración y odio hacia Estados Unidos, y donde su silencio durante el bombardeo israelí de Gaza había provocado no pocas decepciones.
“Los árabes creen en las personas, no en las instituciones”, escribió Lawrence en Los Siete Pilares de la Sabiduría. Y la persona de Obama despierta la simpatía de la mayoría de los árabes, señala la egipcia Randa Achmawi, reciente ganadora del Premio de Periodismo Mediterráneo. “Las razones son obvias: piel oscura, raíces familiares africanas y musulmanas, nombre y apellido de sonoridad árabes, promesas de cerrar Guantánamo y retirarse de Irak…”. Pero hay más, añade Achmawi: “La llegada de un negro a la Casa Blanca ha revalorizado la democracia estadounidense a los ojos de millones de escépticos árabes”.
Los estadounidenses han demostrado que pueden echar a los neocon, pero ¿pueden los árabes deshacerse de la tiranía, la corrupción, la burocracia, el despilfarro de los poderosos, la miseria de los humildes, la violencia como instrumento político y tantas otras lacras que gangrenan su mundo? Y si la respuesta es afirmativa, ¿cómo hacerlo y cómo puede ayudarles Washington? Ésas son las preguntas que ahora se hacen intelectuales, periodistas y activistas de los derechos humanos árabes.
Desde Mauritania a Omán, el mundo árabe, definido por una comunidad de lengua, cultura e historia, se extiende a lo largo de casi 13 millones de kilómetros cuadrados. Está formado por 22 países -uno de ellos, Palestina, sin Estado- y habitado por unos 325 millones de personas, la mayoría musulmanes, aunque en Egipto, Líbano, Palestina y Siria hay importantes minorías cristianas. Pero su mapa político “no ha cambiado prácticamente desde los años 70 del pasado siglo”, observa el periodista libanés Rami Khoury. Su tumor primario, la tragedia de los palestinos, no ha hecho sino agravarse: Israel ha convertido en un archipiélago de bantustanes y guetos los territorios que conquistó en 1967. Y en cuanto a los otros países de la Liga Árabe, ninguno es un ejemplo de democracia política y/o economía dinámica.
“Los países árabes”, recuerda Khoury, “están generalmente regidos por la autocracia”. Ésta puede ser benevolente, como las monarquías jordana y marroquí y algunos pequeños emiratos del Golfo, o feroz, como el baasismo sirio. De hecho, con el reemplazo de Hafez el Asad por su hijo Bashar, el régimen sirio ha efectuado una aportación árabe a la política contemporánea: la presidencia hereditaria de la república. Hoy la principal preocupación del egipcio Mubarak y el libio Gaddafi es dejarle el cargo a sus respectivos hijos.
La situación no es mejor en lo económico. El maná petrolero ha convertido a Qatar, Kuwait, Dubai y otros emiratos en El Dorado de la industria del lujo y la arquitectura espectacular, pero poco más. Cuando el Extremo Oriente y América Latina han mejorado sus posiciones económicas, el mundo árabe sigue empantanado.
En realidad, las novedades de los últimos lustros en el mundo árabe han sido el auge de los islamistas y el derrocamiento por los norteamericanos de Sadam Husein. Pero lo de Irak, recuerda Achmawi, “no tiene buena prensa entre nosotros, y no porque el déspota iraquí despertara simpatías, sino porque no nos entusiasma que se invada y ocupe un país hermano con falsos pretextos”. Los árabes no han olvidado que, cuando se iban desvaneciendo las patrañas sobre las armas de destrucción masiva y los lazos con Bin Laden, Bush esgrimió un último argumento: la toma de Bagdad iba a alumbrar la democratización de Oriente Próximo. “Sin embargo, y a falta de ver cómo termina lo de Irak, EE UU ha seguido apoyando a los autócratas pro-americanos de siempre, en particular los de Arabia Saudí y Egipto”, denuncia Khoury.
El símbolo del rechazo árabe a Bush ha sido el zapatazo que le lanzó el periodista iraquí Muntadhar al Zeodi. Desde Casablanca a Bagdad, pasando por Argel, El Cairo, Beirut, Damasco y Riad, el ex presidente es identificado con la muerte de decenas de miles de iraquíes; el mantenimiento, ahora so pretexto de la Guerra contra el Terror, de la alianza con tiranos árabes; el ninguneo de Arafat hasta su muerte; el rechazo a Hamás cuando ganó las elecciones palestinas, y el apoyo incondicional a Israel. “Lo relativo a la democratización del mundo árabe se quedó en retórica barata”, dice Achmawi.
Pero los demócratas árabes existen. El egipcio Saad Eddin Ibrahim, sociólogo y activista de los derechos humanos, es uno de ellos. En Líbano, Egipto, Argelia, Marruecos, Qatar y otros países, él y gente como él siguen escribiendo, organizando a la sociedad civil, manifestándose, usando espacios de libertad como las cadenas Al Yazira y Al Arabiya y empleando ingeniosamente instrumentos tecnológicos como los móviles e Internet. Condenado de nuevo a dos años de prisión en el verano de 2008, Ibrahim tuvo que exiliarse.
Cuando Lawrence de Arabia propuso a sus compañeros de armas beduinos atravesar un desierto infernal para atacar Akaba por la espalda y avanzar así hacia Damasco, éstos le dijeron que eso era imposible. “¿Por qué?”, preguntó. “Porque así está escrito”, le respondieron. “Nada está escrito”, sentenció el británico lanzándose hacia las arenas ardientes de El Houl. ¿Está escrito en alguna parte que el mundo árabe deba seguir así? ¿Hay algún mektub o destino que le condene eternamente? No, piensan los reformistas árabes. En su opinión, Obama, al igual que pretende hacerlo en otros escenarios, debería sustituir la ideologizada visión neocon de la era Bush por un pragmatismo progresista. ¿En qué consistiría? Lo resumen así:
1. EE UU debe apoyar a los países árabes que celebren elecciones, establezcan sistemas judiciales independientes, tengan Parlamentos robustos, desarrollen sistemas educativos decentes, garanticen la libertad de prensa, avancen en la igualdad de la mujer… Simultáneamente, debe reducir el sostén a los que no caminen por esta vía. “Pero sin amenazas de forzar un cambio de régimen”, advierte Khoury. “Eso termina siendo contraproducente”.
2. EE UU tiene que comprometerse a aceptar los resultados electorales en los países árabes. “Incluso cuando ganan los islamistas”, precisa Saad Eddin Ibrahim. Como otros especialistas, el periodista español Javier Martín, hasta hace poco director del Servicio Árabe de Efe, sostiene que, por paradójico que parezca, el islamismo político moderado puede ser una vía de acceso a la modernidad, y cita el ejemplo de la Turquía gobernada por Erdogan, un país musulmán aunque no árabe.
3. EE UU no puede seguir manteniendo tanta complicidad con una Arabia Saudí que difunde esa retrógrada versión del islam que es el wahabismo.
4. EE UU ha de emancipar su política exterior de Israel y convertirse en un honest broker, un mediador justo, en el conflicto con los palestinos. Marwan Muasher, ex ministro de Exteriores de Jordania y autor de The Arab Center: The promise of moderation, afirma: “La mejor ayuda de Washington a los moderados árabes sería culminar el proceso de paz israelo-palestino. Y Obama no debe esperar a un segundo mandato para hacerlo”.
¿Llegará Obama a Damasco, se convertirá en ese presidente estadounidense con que sueñan los reformistas árabes? La simpatía personal que despierta está teñida de cierto escepticismo. “No nos hacemos demasiadas ilusiones”, dice Randa Achmawi. “Intuimos que Obama mantendrá la política tradicional respecto a Israel y, además, continuará sosteniendo a los regímenes totalitarios árabes, mientras eso convenga a los intereses económicos y de seguridad de su país. Preferirá el statu quo”.
Pero tampoco eso está escrito. Obama, el admirador de Lawrence, tiene cuatro años por delante para redactar su propia historia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Una de las películas favoritas de Barack Hussein Obama es Lawrence de Arabia. Cuenta la historia de T. E. Lawrence, el fascinante aventurero británico que, durante la Primera Guerra Mundial, se sumó a la Rebelión Árabe contra el dominio turco de Oriente Próximo. Pues bien, ya ha transcurrido casi un siglo desde las campañas de Lawrence junto a los guerreros de Feisal y casi 40 años desde la muerte del último gran líder del panarabismo, el rais Nasser. Triturado por Israel en la Guerra de los Seis Días y fracasado en todos y cada uno de sus intentos de construir países modernos y vigorosos, el nacionalismo árabe ha dejado paso a un nuevo protagonista de la escena internacional: el islamismo. Hoy nadie habla de los árabes, todos lo hacen de los musulmanes. Y sin embargo, los árabes siguen ahí.
A fines de enero, Obama concedió su primera entrevista televisiva como presidente a Al Arabiya, una cadena de noticias que compite con la pionera Al Yazira. Fue un gesto de buena voluntad hacia un mundo árabe atravesado por agudos sentimientos de admiración y odio hacia Estados Unidos, y donde su silencio durante el bombardeo israelí de Gaza había provocado no pocas decepciones.
“Los árabes creen en las personas, no en las instituciones”, escribió Lawrence en Los Siete Pilares de la Sabiduría. Y la persona de Obama despierta la simpatía de la mayoría de los árabes, señala la egipcia Randa Achmawi, reciente ganadora del Premio de Periodismo Mediterráneo. “Las razones son obvias: piel oscura, raíces familiares africanas y musulmanas, nombre y apellido de sonoridad árabes, promesas de cerrar Guantánamo y retirarse de Irak…”. Pero hay más, añade Achmawi: “La llegada de un negro a la Casa Blanca ha revalorizado la democracia estadounidense a los ojos de millones de escépticos árabes”.
Los estadounidenses han demostrado que pueden echar a los neocon, pero ¿pueden los árabes deshacerse de la tiranía, la corrupción, la burocracia, el despilfarro de los poderosos, la miseria de los humildes, la violencia como instrumento político y tantas otras lacras que gangrenan su mundo? Y si la respuesta es afirmativa, ¿cómo hacerlo y cómo puede ayudarles Washington? Ésas son las preguntas que ahora se hacen intelectuales, periodistas y activistas de los derechos humanos árabes.
Desde Mauritania a Omán, el mundo árabe, definido por una comunidad de lengua, cultura e historia, se extiende a lo largo de casi 13 millones de kilómetros cuadrados. Está formado por 22 países -uno de ellos, Palestina, sin Estado- y habitado por unos 325 millones de personas, la mayoría musulmanes, aunque en Egipto, Líbano, Palestina y Siria hay importantes minorías cristianas. Pero su mapa político “no ha cambiado prácticamente desde los años 70 del pasado siglo”, observa el periodista libanés Rami Khoury. Su tumor primario, la tragedia de los palestinos, no ha hecho sino agravarse: Israel ha convertido en un archipiélago de bantustanes y guetos los territorios que conquistó en 1967. Y en cuanto a los otros países de la Liga Árabe, ninguno es un ejemplo de democracia política y/o economía dinámica.
“Los países árabes”, recuerda Khoury, “están generalmente regidos por la autocracia”. Ésta puede ser benevolente, como las monarquías jordana y marroquí y algunos pequeños emiratos del Golfo, o feroz, como el baasismo sirio. De hecho, con el reemplazo de Hafez el Asad por su hijo Bashar, el régimen sirio ha efectuado una aportación árabe a la política contemporánea: la presidencia hereditaria de la república. Hoy la principal preocupación del egipcio Mubarak y el libio Gaddafi es dejarle el cargo a sus respectivos hijos.
La situación no es mejor en lo económico. El maná petrolero ha convertido a Qatar, Kuwait, Dubai y otros emiratos en El Dorado de la industria del lujo y la arquitectura espectacular, pero poco más. Cuando el Extremo Oriente y América Latina han mejorado sus posiciones económicas, el mundo árabe sigue empantanado.
En realidad, las novedades de los últimos lustros en el mundo árabe han sido el auge de los islamistas y el derrocamiento por los norteamericanos de Sadam Husein. Pero lo de Irak, recuerda Achmawi, “no tiene buena prensa entre nosotros, y no porque el déspota iraquí despertara simpatías, sino porque no nos entusiasma que se invada y ocupe un país hermano con falsos pretextos”. Los árabes no han olvidado que, cuando se iban desvaneciendo las patrañas sobre las armas de destrucción masiva y los lazos con Bin Laden, Bush esgrimió un último argumento: la toma de Bagdad iba a alumbrar la democratización de Oriente Próximo. “Sin embargo, y a falta de ver cómo termina lo de Irak, EE UU ha seguido apoyando a los autócratas pro-americanos de siempre, en particular los de Arabia Saudí y Egipto”, denuncia Khoury.
El símbolo del rechazo árabe a Bush ha sido el zapatazo que le lanzó el periodista iraquí Muntadhar al Zeodi. Desde Casablanca a Bagdad, pasando por Argel, El Cairo, Beirut, Damasco y Riad, el ex presidente es identificado con la muerte de decenas de miles de iraquíes; el mantenimiento, ahora so pretexto de la Guerra contra el Terror, de la alianza con tiranos árabes; el ninguneo de Arafat hasta su muerte; el rechazo a Hamás cuando ganó las elecciones palestinas, y el apoyo incondicional a Israel. “Lo relativo a la democratización del mundo árabe se quedó en retórica barata”, dice Achmawi.
Pero los demócratas árabes existen. El egipcio Saad Eddin Ibrahim, sociólogo y activista de los derechos humanos, es uno de ellos. En Líbano, Egipto, Argelia, Marruecos, Qatar y otros países, él y gente como él siguen escribiendo, organizando a la sociedad civil, manifestándose, usando espacios de libertad como las cadenas Al Yazira y Al Arabiya y empleando ingeniosamente instrumentos tecnológicos como los móviles e Internet. Condenado de nuevo a dos años de prisión en el verano de 2008, Ibrahim tuvo que exiliarse.
Cuando Lawrence de Arabia propuso a sus compañeros de armas beduinos atravesar un desierto infernal para atacar Akaba por la espalda y avanzar así hacia Damasco, éstos le dijeron que eso era imposible. “¿Por qué?”, preguntó. “Porque así está escrito”, le respondieron. “Nada está escrito”, sentenció el británico lanzándose hacia las arenas ardientes de El Houl. ¿Está escrito en alguna parte que el mundo árabe deba seguir así? ¿Hay algún mektub o destino que le condene eternamente? No, piensan los reformistas árabes. En su opinión, Obama, al igual que pretende hacerlo en otros escenarios, debería sustituir la ideologizada visión neocon de la era Bush por un pragmatismo progresista. ¿En qué consistiría? Lo resumen así:
1. EE UU debe apoyar a los países árabes que celebren elecciones, establezcan sistemas judiciales independientes, tengan Parlamentos robustos, desarrollen sistemas educativos decentes, garanticen la libertad de prensa, avancen en la igualdad de la mujer… Simultáneamente, debe reducir el sostén a los que no caminen por esta vía. “Pero sin amenazas de forzar un cambio de régimen”, advierte Khoury. “Eso termina siendo contraproducente”.
2. EE UU tiene que comprometerse a aceptar los resultados electorales en los países árabes. “Incluso cuando ganan los islamistas”, precisa Saad Eddin Ibrahim. Como otros especialistas, el periodista español Javier Martín, hasta hace poco director del Servicio Árabe de Efe, sostiene que, por paradójico que parezca, el islamismo político moderado puede ser una vía de acceso a la modernidad, y cita el ejemplo de la Turquía gobernada por Erdogan, un país musulmán aunque no árabe.
3. EE UU no puede seguir manteniendo tanta complicidad con una Arabia Saudí que difunde esa retrógrada versión del islam que es el wahabismo.
4. EE UU ha de emancipar su política exterior de Israel y convertirse en un honest broker, un mediador justo, en el conflicto con los palestinos. Marwan Muasher, ex ministro de Exteriores de Jordania y autor de The Arab Center: The promise of moderation, afirma: “La mejor ayuda de Washington a los moderados árabes sería culminar el proceso de paz israelo-palestino. Y Obama no debe esperar a un segundo mandato para hacerlo”.
¿Llegará Obama a Damasco, se convertirá en ese presidente estadounidense con que sueñan los reformistas árabes? La simpatía personal que despierta está teñida de cierto escepticismo. “No nos hacemos demasiadas ilusiones”, dice Randa Achmawi. “Intuimos que Obama mantendrá la política tradicional respecto a Israel y, además, continuará sosteniendo a los regímenes totalitarios árabes, mientras eso convenga a los intereses económicos y de seguridad de su país. Preferirá el statu quo”.
Pero tampoco eso está escrito. Obama, el admirador de Lawrence, tiene cuatro años por delante para redactar su propia historia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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