Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 09/02/09):
La intervención en el Foro de Davos del primer ministro ruso, Vladimir Putin, y la elección del metropolitano Kiril como nuevo patriarca de la Iglesia ortodoxa renueven el interés por la espinosa cuestión de las relaciones de Rusia con Occidente, rescatadas de la guerra fría en el ocaso del comunismo, sin brújula durante el tumultuoso decenio de Yeltsin, pero que siguen presididas por la desconfianza y han atravesado recientes episodios de tensión debido a la voluntad restauradora del Kremlin, el empleo del gas como arma diplomática y el forcejeo geopolítico en los países que formaron parte de la URSS.
En Davos, Putin empleó un tono conciliatorio y ofreció su colaboración tanto a Europa como a Estados Unidos, refiriéndose a “los intereses mutuos” y la seguridad energética, pero en el turno de preguntas volvió a mostrarse tan nacionalista e intratable como siempre. Cuando el representante de la firma tecnológica Dell le preguntó qué podía hacer su empresa para ayudar a Rusia, replicó: “No necesitamos ayuda, no somos inválidos”, expresión que resume la profunda suspicacia, el orgullo herido y la visión paranoica o aldeana de quien está persuadido de la superioridad nacional y se niega a reconocer el atraso de su país.
Un cuarto de siglo después de la llegada de Mijail Gorbachov al poder, el intento de integrar a Rusia en Occidente ha naufragado, quizá porque, como apunta Putin, necesita más comprensión que ayuda, se indigna con la discriminación, aspira a un trato de gran potencia y exige que se tengan en cuenta sus temores e intereses. Los europeos deben tomar nota y resolver el dilema de considerar a Rusia un socio conveniente o un adversario estratégico. Visto desde Washington, “EEUU debe evitar unas políticas en el estilo de la guerra fría, porque Georgia no es Alemania y Rusia no es la URSS”, como resume el analista Dmitri Trenin, colaborador de la norteamericana Fundación Carnegie.
Cuando la violenta crisis económica extiende la agitación social, como anuncian las manifestaciones de protesta, el Kremlin tropieza con notorias dificultades para propalar el mensaje de una amenaza del extranjero o un ataque contra la soberanía nacional. Los datos son inquietantes: el crecimiento, que fue del 6 % en el 2008, quedará reducido a cero; el paro golpearía ya a seis millones de personas; retrocede el precio de los hidrocarburos y asoma su siniestra oreja el déficit presupuestario; el rublo se ha devaluado el 70% desde mayo último y la inflación prevista será del 13% en el 2009.
DURANTE LA presidencia de Putin (2000-2008), la prosperidad sostenida garantizó la estabilidad política. Los rusos aceptaron la limitación de sus libertades, como explica la revista moscovita Itogui, “a cambio de un aumento ininterrumpido de los salarios y las pensiones, de los dividendos y los beneficios”, pero si la prosperidad retrocede, si la naciente clase media se alarma, ¿cómo resistirá el poder político sin hacer concesiones a una oposición y una intelligentsia maltratadas, sin incoar las reformas estructurales necesarias, pero aplazadas por impopulares, o sin llevar la represión a unos límites intolerables?
El seísmo político de siempre sacude las murallas del Kremlin. Como nos recuerda el periodista Víctor Erofeyev, “la sociedad rusa, inflamada por la crisis económica, está dividida entre nacionalistas irreconciliables y defensores de los valores universales, mientras los poderes están mudos”. En este terreno resbaladizo de la pugna tradicional desde Pedro el Grande, la entronización de Kiril parece una ventana abierta a Occidente, ya que se trata de un patriarca reformista, el primero elegido desde la caída de la URSS, partidario del diálogo ecuménico y en buena sintonía con el papa Benedicto XVI, a pesar de que la Iglesia católica sigue bajo la acusación de proselitismo en las tierras de la ortodoxia.
Las discrepancias en el ámbito cultural son estridentes, más incluso con Europa que con EEUU, aunque Rusia cuenta con importantes valedores en varias capitales europeas. Mientras los dos últimos papas se han quejado de que los líderes de Europa daban la espalda a sus raíces cristianas, negándose a que fueran mencionadas en el preámbulo de la frustrada Constitución europea, el Kremlin se aproxima y se confunde con el poder creciente de una Iglesia ortodoxa que resurge con fuerza después de 70 años de opresión y ostracismo, prevalece en Ucrania y extiende su influencia estabilizadora.
LAS PRIMERAS declaraciones de Obama, Clinton y sus colaboradores fueron bien acogidas por Moscú, en la esperanza de que una nueva colaboración, incluyendo la cuestión nuclear iraní, permita revisar el proyecto de un escudo antimisiles de EEUU con bases en Polonia y la República Checa. No obstante, la partida decisiva se jugará en torno a Ucrania, cuya pretensión de ingresar en la OTAN divide a los europeos y suscita un debate acalorado en Washington.
Rusia no puede aspirar a un derecho de veto sobre las alianzas a que aspiran sus vecinos, pero no es menos cierto que los occidentales deberían evitar imponer un diktat que Rusia reputa oprobioso. En Washington y varias capitales europeas progresa la hipótesis conciliadora de que la adhesión de Ucrania a la UE sería beneficiosa para superar la fractura del continente y alentaría a los liberales rusos, aunque el precio fuera el reconocimiento de que la OTAN ya ha alcanzado su límite oriental.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La intervención en el Foro de Davos del primer ministro ruso, Vladimir Putin, y la elección del metropolitano Kiril como nuevo patriarca de la Iglesia ortodoxa renueven el interés por la espinosa cuestión de las relaciones de Rusia con Occidente, rescatadas de la guerra fría en el ocaso del comunismo, sin brújula durante el tumultuoso decenio de Yeltsin, pero que siguen presididas por la desconfianza y han atravesado recientes episodios de tensión debido a la voluntad restauradora del Kremlin, el empleo del gas como arma diplomática y el forcejeo geopolítico en los países que formaron parte de la URSS.
En Davos, Putin empleó un tono conciliatorio y ofreció su colaboración tanto a Europa como a Estados Unidos, refiriéndose a “los intereses mutuos” y la seguridad energética, pero en el turno de preguntas volvió a mostrarse tan nacionalista e intratable como siempre. Cuando el representante de la firma tecnológica Dell le preguntó qué podía hacer su empresa para ayudar a Rusia, replicó: “No necesitamos ayuda, no somos inválidos”, expresión que resume la profunda suspicacia, el orgullo herido y la visión paranoica o aldeana de quien está persuadido de la superioridad nacional y se niega a reconocer el atraso de su país.
Un cuarto de siglo después de la llegada de Mijail Gorbachov al poder, el intento de integrar a Rusia en Occidente ha naufragado, quizá porque, como apunta Putin, necesita más comprensión que ayuda, se indigna con la discriminación, aspira a un trato de gran potencia y exige que se tengan en cuenta sus temores e intereses. Los europeos deben tomar nota y resolver el dilema de considerar a Rusia un socio conveniente o un adversario estratégico. Visto desde Washington, “EEUU debe evitar unas políticas en el estilo de la guerra fría, porque Georgia no es Alemania y Rusia no es la URSS”, como resume el analista Dmitri Trenin, colaborador de la norteamericana Fundación Carnegie.
Cuando la violenta crisis económica extiende la agitación social, como anuncian las manifestaciones de protesta, el Kremlin tropieza con notorias dificultades para propalar el mensaje de una amenaza del extranjero o un ataque contra la soberanía nacional. Los datos son inquietantes: el crecimiento, que fue del 6 % en el 2008, quedará reducido a cero; el paro golpearía ya a seis millones de personas; retrocede el precio de los hidrocarburos y asoma su siniestra oreja el déficit presupuestario; el rublo se ha devaluado el 70% desde mayo último y la inflación prevista será del 13% en el 2009.
DURANTE LA presidencia de Putin (2000-2008), la prosperidad sostenida garantizó la estabilidad política. Los rusos aceptaron la limitación de sus libertades, como explica la revista moscovita Itogui, “a cambio de un aumento ininterrumpido de los salarios y las pensiones, de los dividendos y los beneficios”, pero si la prosperidad retrocede, si la naciente clase media se alarma, ¿cómo resistirá el poder político sin hacer concesiones a una oposición y una intelligentsia maltratadas, sin incoar las reformas estructurales necesarias, pero aplazadas por impopulares, o sin llevar la represión a unos límites intolerables?
El seísmo político de siempre sacude las murallas del Kremlin. Como nos recuerda el periodista Víctor Erofeyev, “la sociedad rusa, inflamada por la crisis económica, está dividida entre nacionalistas irreconciliables y defensores de los valores universales, mientras los poderes están mudos”. En este terreno resbaladizo de la pugna tradicional desde Pedro el Grande, la entronización de Kiril parece una ventana abierta a Occidente, ya que se trata de un patriarca reformista, el primero elegido desde la caída de la URSS, partidario del diálogo ecuménico y en buena sintonía con el papa Benedicto XVI, a pesar de que la Iglesia católica sigue bajo la acusación de proselitismo en las tierras de la ortodoxia.
Las discrepancias en el ámbito cultural son estridentes, más incluso con Europa que con EEUU, aunque Rusia cuenta con importantes valedores en varias capitales europeas. Mientras los dos últimos papas se han quejado de que los líderes de Europa daban la espalda a sus raíces cristianas, negándose a que fueran mencionadas en el preámbulo de la frustrada Constitución europea, el Kremlin se aproxima y se confunde con el poder creciente de una Iglesia ortodoxa que resurge con fuerza después de 70 años de opresión y ostracismo, prevalece en Ucrania y extiende su influencia estabilizadora.
LAS PRIMERAS declaraciones de Obama, Clinton y sus colaboradores fueron bien acogidas por Moscú, en la esperanza de que una nueva colaboración, incluyendo la cuestión nuclear iraní, permita revisar el proyecto de un escudo antimisiles de EEUU con bases en Polonia y la República Checa. No obstante, la partida decisiva se jugará en torno a Ucrania, cuya pretensión de ingresar en la OTAN divide a los europeos y suscita un debate acalorado en Washington.
Rusia no puede aspirar a un derecho de veto sobre las alianzas a que aspiran sus vecinos, pero no es menos cierto que los occidentales deberían evitar imponer un diktat que Rusia reputa oprobioso. En Washington y varias capitales europeas progresa la hipótesis conciliadora de que la adhesión de Ucrania a la UE sería beneficiosa para superar la fractura del continente y alentaría a los liberales rusos, aunque el precio fuera el reconocimiento de que la OTAN ya ha alcanzado su límite oriental.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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