Por Francisco Bustelo, catedrático jubilado de Historia Económica y rector honorario de la Complutense (EL PAÍS, 06/02/08):
Si no tiene sustituto, ¿qué cabe hacer con el capitalismo cuando, tal como sucede en estos últimos tiempos, se descalabra? ¿Cómo se escamonda, es decir, cómo se purga, limpia y recompone? Las recetas varían con las ideas políticas. La derecha ha sido siempre procapitalista y partidaria de la autorregulación del mercado, aunque ahora, ante la cuantía de los estragos, reconoce a regañadientes que algo hay que hacer, siempre, vade retro, que no sea socializar, con la excepción en todo caso de las pérdidas empresariales.
La izquierda, como hasta hace relativamente poco fue anticapitalista, tendría más razones para criticar al sistema e intentar corregirlo. Sin embargo, no es eso lo que ha hecho. Hace ya tiempo que la izquierda de aquende y allende las fronteras, cuando gobierna, no introduce cambios de fondo en la economía capitalista, a la que encuentra más bien encomiable. Es cierto que mientras marche bien, por injusta que sea, esa economía permite atender a necesidades sociales como salud, educación, pensiones, desempleo y demás, lo que resulta satisfactorio para todo gobernante progresista y explica sin duda la aceptación gozosa de lo que en su día se consideró el arquetipo de la explotación del hombre por el hombre.
Sin embargo, una de las reflexiones que suscita la crisis es que las apariencias engañan, por lo que ahora, aunque no cabe resucitar la idea de que hay que enterrar al capitalismo, sí hay que plantearse si no habrá que modificar en él aspectos sustanciales para mantener el progreso económico y social. ¿Pero qué aspectos serían ésos? En un debate parlamentario, el presidente del Gobierno dijo que la producción de bienes y servicios ha de dejarse a la iniciativa privada. Tiene razón, pues está demostrado que si se nacionaliza, esa producción va de mal en peor. El porqué es un misterio, pero parece algo irrefutable. Quizá sea un designio divino para desarmar a la izquierda; al fin y al cabo, tal y como siempre ha creído la gente de derechas, Dios, probablemente, es de ideas conservadoras.
Con ello y con todo, entre una imposible nacionalización de los medios de producción y la liberalización a ultranza de toda la actividad económica hay muchos matices intermedios. Por ejemplo, cabe una mayor regulación. Si toda empresa ha de cumplir obviamente las leyes civiles, penales, mercantiles, laborales, fiscales y hasta ecológicas, ¿no tendría que observar también las leyes económicas? ¿Acaso las cumplían las constructoras que durante la burbuja inmobiliaria actuaron desaforadamente y ahora están asfixiadas, con los consiguientes perjuicios para muchos ciudadanos? ¿No debería haber intervenido el Gobierno para que entraran en razón antes de que fuera demasiado tarde?
Ese mayor intervencionismoregulador, que parecía impensable antes de la crisis, ahora se antoja un corolario lógico de lo que sucede. Un ejemplo es el de los servicios financieros. Tal como se ha visto en Estados Unidos, esos servicios se hipertrofian y descontrolan con facilidad. En ellos se originó la crisis y en ellos es donde ha habido más contagio sistémico, que es como se llama ahora a lo que se extiende por todo el mundo. Como tales servicios son esenciales habrá que extremar la vigilancia sobre las entidades financieras para que no se desmadren, pero también para que no cierren el grifo, como parece que está ocurriendo ahora.
La cuestión, reconozcámoslo, no es sencilla. La raíz del mal puede estar en uno de los defectos principales del capitalismo, esto es, su propensión a la codicia. Fue el afán de ganar más y más lo que impulsó el irrefrenable empacho crediticio que cuarteó al sistema financiero norteamericano. Por ello, tal vez hubiera que empezar por difundir la idea de que incluso dentro del capitalismo cabe una ética que no sea la del becerro de oro. Vaya ingenuidad, dirán algunos, pero ya explicó Max Weber hace cosa de un siglo que podía haber una ética capitalista, la del empresario calvinista, de eficacia y austeridad tanto en lo societario como en lo personal.
Quién sabe si la crisis actual no supondrá un punto de inflexión en el sistema de valores vigente. ¿No cabría combatir en la asignatura de Educación para la Ciudadanía la idea tan extendida de que los triunfadores son quienes apalean millones? Puesto que la codicia es un pecado capital, ¿no podrían los señores obispos, tan proclives a aleccionarnos, oponerse más al materialismo de la sociedad y organizar, como hacen con otros motivos, magnas concentraciones condenatorias? Por lo que se refiere a la política, hasta que empezó a gobernar a principios de los años ochenta, el PSOE era algo extremoso y propugnaba la “propiedad colectiva, social o común”, aspiración que figuraba en el carné de los militantes todavía hace poco. Ese radicalismo de antaño se trocó en la complacencia de hogaño y así, poco antes de la crisis, el presidente socialista se fijaba como objetivo principal ser cada vez más ricos, sin referencia alguna a las deficiencias últimamente tan aparentes y sin hablar para nada de la necesidad de una ética distinta.
Ser un país rico no es nada malo, claro está, pues permite que mucha gente tenga un buen pasar. Sí habría que procurar, sin embargo, que gracias a esa mayor riqueza los pobres fuesen pocos, hasta que llegue el feliz y lejano día en que no haya ninguno. Muy ricos tampoco debería haber, por mor de la equidad, pero evitar tal cosa no se antoja posible en el capitalismo. Al contrario, incluso la izquierda, cuando gobierna, suprime el impuesto sobre el patrimonio o las sucesiones y reduce el tipo fiscal que se aplica a las rentas mayores, con el argumento de que esos tributos inciden también sobre la clase media. Lo cual, siendo verdad, no debería impedir gravar más a los muy ricos, que, según parece, en España, por fas o por nefas, pagan poco. La crisis que padecemos suscita así muchas reflexiones. Es posible que conduzca a cambios grandes en la economía. Y en política, ¿habrá cambios también? La derecha no se da por aludida cuando principios que siempre ha defendido se ven ahora en entredicho, al no haber funcionado bien el liberalismo económico. Tiene la ventaja, en cambio, esa derecha de que cuando las cosas van mal, el ciudadano, descontento, tiende a hacer recaer, con razón o sin ella, buena parte de la culpa sobre el Gobierno. Pero ello no debería conducir al Partido Popular a jugar al catastrofismo, como ya hizo en la legislatura anterior con malos resultados. Decir que lo que hace la izquierda cuando gobierna, en razón de sus equivocadas ideas, es una catástrofe, ya se trate de lucha antiterrorista o de política económica, tiene el inconveniente de que si no se materializan los desastres anunciados, a la hora de votar hay una mayoría que no vota a los catastrofistas.
En cuanto al PSOE, tendría que ser menos triunfalista. La crisis podría ayudar a que unos y otros mejoraran su forma de hacer política. Aunque sea más el ruido que las nueces y afortunadamente no estemos como en los años treinta, ¿no cabría aprovechar que los serios problemas actuales no tienen solución certera, y mucho menos partidista, para que se arrumbara el juego político infantil de tonto tú, listo yo?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Si no tiene sustituto, ¿qué cabe hacer con el capitalismo cuando, tal como sucede en estos últimos tiempos, se descalabra? ¿Cómo se escamonda, es decir, cómo se purga, limpia y recompone? Las recetas varían con las ideas políticas. La derecha ha sido siempre procapitalista y partidaria de la autorregulación del mercado, aunque ahora, ante la cuantía de los estragos, reconoce a regañadientes que algo hay que hacer, siempre, vade retro, que no sea socializar, con la excepción en todo caso de las pérdidas empresariales.
La izquierda, como hasta hace relativamente poco fue anticapitalista, tendría más razones para criticar al sistema e intentar corregirlo. Sin embargo, no es eso lo que ha hecho. Hace ya tiempo que la izquierda de aquende y allende las fronteras, cuando gobierna, no introduce cambios de fondo en la economía capitalista, a la que encuentra más bien encomiable. Es cierto que mientras marche bien, por injusta que sea, esa economía permite atender a necesidades sociales como salud, educación, pensiones, desempleo y demás, lo que resulta satisfactorio para todo gobernante progresista y explica sin duda la aceptación gozosa de lo que en su día se consideró el arquetipo de la explotación del hombre por el hombre.
Sin embargo, una de las reflexiones que suscita la crisis es que las apariencias engañan, por lo que ahora, aunque no cabe resucitar la idea de que hay que enterrar al capitalismo, sí hay que plantearse si no habrá que modificar en él aspectos sustanciales para mantener el progreso económico y social. ¿Pero qué aspectos serían ésos? En un debate parlamentario, el presidente del Gobierno dijo que la producción de bienes y servicios ha de dejarse a la iniciativa privada. Tiene razón, pues está demostrado que si se nacionaliza, esa producción va de mal en peor. El porqué es un misterio, pero parece algo irrefutable. Quizá sea un designio divino para desarmar a la izquierda; al fin y al cabo, tal y como siempre ha creído la gente de derechas, Dios, probablemente, es de ideas conservadoras.
Con ello y con todo, entre una imposible nacionalización de los medios de producción y la liberalización a ultranza de toda la actividad económica hay muchos matices intermedios. Por ejemplo, cabe una mayor regulación. Si toda empresa ha de cumplir obviamente las leyes civiles, penales, mercantiles, laborales, fiscales y hasta ecológicas, ¿no tendría que observar también las leyes económicas? ¿Acaso las cumplían las constructoras que durante la burbuja inmobiliaria actuaron desaforadamente y ahora están asfixiadas, con los consiguientes perjuicios para muchos ciudadanos? ¿No debería haber intervenido el Gobierno para que entraran en razón antes de que fuera demasiado tarde?
Ese mayor intervencionismoregulador, que parecía impensable antes de la crisis, ahora se antoja un corolario lógico de lo que sucede. Un ejemplo es el de los servicios financieros. Tal como se ha visto en Estados Unidos, esos servicios se hipertrofian y descontrolan con facilidad. En ellos se originó la crisis y en ellos es donde ha habido más contagio sistémico, que es como se llama ahora a lo que se extiende por todo el mundo. Como tales servicios son esenciales habrá que extremar la vigilancia sobre las entidades financieras para que no se desmadren, pero también para que no cierren el grifo, como parece que está ocurriendo ahora.
La cuestión, reconozcámoslo, no es sencilla. La raíz del mal puede estar en uno de los defectos principales del capitalismo, esto es, su propensión a la codicia. Fue el afán de ganar más y más lo que impulsó el irrefrenable empacho crediticio que cuarteó al sistema financiero norteamericano. Por ello, tal vez hubiera que empezar por difundir la idea de que incluso dentro del capitalismo cabe una ética que no sea la del becerro de oro. Vaya ingenuidad, dirán algunos, pero ya explicó Max Weber hace cosa de un siglo que podía haber una ética capitalista, la del empresario calvinista, de eficacia y austeridad tanto en lo societario como en lo personal.
Quién sabe si la crisis actual no supondrá un punto de inflexión en el sistema de valores vigente. ¿No cabría combatir en la asignatura de Educación para la Ciudadanía la idea tan extendida de que los triunfadores son quienes apalean millones? Puesto que la codicia es un pecado capital, ¿no podrían los señores obispos, tan proclives a aleccionarnos, oponerse más al materialismo de la sociedad y organizar, como hacen con otros motivos, magnas concentraciones condenatorias? Por lo que se refiere a la política, hasta que empezó a gobernar a principios de los años ochenta, el PSOE era algo extremoso y propugnaba la “propiedad colectiva, social o común”, aspiración que figuraba en el carné de los militantes todavía hace poco. Ese radicalismo de antaño se trocó en la complacencia de hogaño y así, poco antes de la crisis, el presidente socialista se fijaba como objetivo principal ser cada vez más ricos, sin referencia alguna a las deficiencias últimamente tan aparentes y sin hablar para nada de la necesidad de una ética distinta.
Ser un país rico no es nada malo, claro está, pues permite que mucha gente tenga un buen pasar. Sí habría que procurar, sin embargo, que gracias a esa mayor riqueza los pobres fuesen pocos, hasta que llegue el feliz y lejano día en que no haya ninguno. Muy ricos tampoco debería haber, por mor de la equidad, pero evitar tal cosa no se antoja posible en el capitalismo. Al contrario, incluso la izquierda, cuando gobierna, suprime el impuesto sobre el patrimonio o las sucesiones y reduce el tipo fiscal que se aplica a las rentas mayores, con el argumento de que esos tributos inciden también sobre la clase media. Lo cual, siendo verdad, no debería impedir gravar más a los muy ricos, que, según parece, en España, por fas o por nefas, pagan poco. La crisis que padecemos suscita así muchas reflexiones. Es posible que conduzca a cambios grandes en la economía. Y en política, ¿habrá cambios también? La derecha no se da por aludida cuando principios que siempre ha defendido se ven ahora en entredicho, al no haber funcionado bien el liberalismo económico. Tiene la ventaja, en cambio, esa derecha de que cuando las cosas van mal, el ciudadano, descontento, tiende a hacer recaer, con razón o sin ella, buena parte de la culpa sobre el Gobierno. Pero ello no debería conducir al Partido Popular a jugar al catastrofismo, como ya hizo en la legislatura anterior con malos resultados. Decir que lo que hace la izquierda cuando gobierna, en razón de sus equivocadas ideas, es una catástrofe, ya se trate de lucha antiterrorista o de política económica, tiene el inconveniente de que si no se materializan los desastres anunciados, a la hora de votar hay una mayoría que no vota a los catastrofistas.
En cuanto al PSOE, tendría que ser menos triunfalista. La crisis podría ayudar a que unos y otros mejoraran su forma de hacer política. Aunque sea más el ruido que las nueces y afortunadamente no estemos como en los años treinta, ¿no cabría aprovechar que los serios problemas actuales no tienen solución certera, y mucho menos partidista, para que se arrumbara el juego político infantil de tonto tú, listo yo?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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