Por Joschka Fischer, ex ministro de Exteriores, vicecanciller de Alemania y líder del Partido Verde de ese país. © Project Syndicate/Institute for Human Sciences, 2008. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 07/12/08):
El 15 de noviembre de 2008 es una fecha para el recuerdo porque, ese día, se hizo historia. Por primera vez, el G-20, formado por las principales economías del mundo, se reunió en Washington, D. C. para encontrar una solución a la crisis financiera y económica mundial. Aunque de esa primera reunión no salieron más que declaraciones de intenciones, no hay duda de que fue un momento histórico.
Ante la crisis financiera y económica más grave que ha visto el mundo desde los años treinta, las naciones industrializadas occidentales (incluida Rusia) que antes dominaban la economía mundial ya no son capaces de hallar una respuesta eficaz. Las esperanzas de mitigar o incluso superar la crisis están depositadas exclusivamente en las potencias económicas emergentes, la primera de todas China.
Como consecuencia, el G-8, que excluye a los principales países emergentes, ha dejado definitivamente de ser significativo. La globalización ha provocado un cambio duradero en el reparto de poder y de oportunidades, y ha sentado las bases de un nuevo orden mundial para el siglo XXI.
Cuando pase la actual crisis mundial, nada volverá a ser igual que antes. Occidente -Estados Unidos y Europa- sufre un declive relativo, mientras que las potencias emergentes de Asia y Latinoamérica estarán entre los ganadores.
Estados Unidos ha reaccionado ante su pérdida de poder en el mundo de forma impresionante, con la elección de su primer presidente afroamericano, Barack Obama. En medio de una de las peores crisis de su historia, ese país se ha demostrado a sí mismo, y ha demostrado al mundo, su capacidad de reinventarse. Y no hay duda de que esta decisión tendrá tres consecuencias a largo plazo.
En primer lugar, la elección de un presidente negro enterrará el trágico legado de la esclavitud y la Guerra de Secesión. A partir de ahora, factores como el color de la piel, la forma de los ojos o el sexo ya no serán decisivos a la hora de escoger a un candidato para altos cargos, ni siquiera para el más alto de todos. El sistema político estadounidense refleja los cambios demográficos de un país en el que los sectores que no son blancos son los que están creciendo a más velocidad.
Segundo, la elección de Obama desembocará en una reorientación de la política exterior estadounidense a medio plazo. En particular, la relación transatlántica con Europa, que siempre ha sido el centro de dicha política y se ha dado por descontada, será, cada vez más, una cosa del pasado.
Tercero, la reestructuración interna de la perspectiva político-cultural de Estados Unidos se verá reforzada por el actual traspaso de la riqueza y el poder en el mundo, de Occidente a Oriente.
Las potencias del noreste asiático -China, Japón y Corea del Sur- ya son, con mucho, las principales acreedoras de Estados Unidos, y su importancia aumentará todavía más como consecuencia de la crisis financiera. En un futuro inmediato, las mayores oportunidades de crecimiento se encuentran en esa región y Estados Unidos, tanto por motivos económicos como por motivos geopolíticos, prestará cada vez más atención a la zona del Pacífico y reducirá su orientación transatlántica.
Todo esto es una mala noticia para Europa, porque, cuando la crisis mundial quede atrás, los europeos, sencillamente, habrán perdido importancia. Y, por desgracia, Europa no sólo no está haciendo nada para evitar o invertir ese declive, sino que está acelerando el proceso con su propia conducta.
Con la elección de Obama, Estados Unidos ha vuelto la mirada hacia el futuro, hacia un mundo globalizado y multipolar; por el contrario, Europa, en estos momentos de crisis, está volviendo a descubrir la acción nacional, es decir, recurriendo al pasado. La Constitución Europea ha fracasado, el Tratado de Lisboa para la reforma está en el limbo después de que los irlandeses lo rechazaran, la desunión entre Alemania y Francia impide una mano más firme a la hora de gobernar la economía europea. La reacción de los Estados miembros de la Unión Europea ante este impasse que ellos mismos han provocado está muy clara: en vez de intentar volver a impulsar el proceso de integración política y económica, actúan cada uno por su cuenta para tratar de llenar el vacío que se ha creado.
Desde luego, hay una coordinación entre los Estados miembros que en ocasiones incluso logra resultados, pero, sin unas instituciones europeas fuertes, esos éxitos aislados no durarán.
Existe un verdadero peligro de que Europa desperdicie este histórico giro estratégico hacia un mundo multipolar y pague un precio muy alto por ello. Después de la cumbre de Washington, todos los europeos -incluidos los euroescépticos de las Islas Británicas- deberían haber comprendido que esa reestructuración estratégica se está produciendo ya. Si los europeos no pueden hacerse a la idea de que el siglo XIX se acabó hace tiempo, la caravana mundial seguirá adentrándose en el siglo XXI sin ellos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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