Por Estrella de Diego, ensayista y catedrática de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro publicado es Contra el mapa, Siruela (EL PAÍS, 09/02/09):
Fue el verano pasado: las gentes se desperezaban aún de las vacaciones. Entonces se hablaba de ciertos cambios en el mundo de arte, de los nuevos coleccionistas de Rusia o de algunos países con millonarios emergentes, pero nadie sospechaba la magnitud de la debacle financiera y económica que el planeta estaba a punto de presenciar, de propiciar.
Así que la noticia se leía a medio camino entre gesto conceptualizante y deseo urgente de cash -ninguna de las dos cosas grandes novedades en el mundo del arte-. Y pese a todo, como si de un presagio oscuro se tratase, el asunto acaparaba las primeras páginas al lado de la absurda calavera cubierta de brillantes: el artista inglés Damien Hirst vendía buena parte de su producción en una conocida sala de subastas londinense y lo hacía, además, de forma directa, sin intermediarios, sin galeristas ni marchantes, organizando la operación desde su puesta en escena corporativa. El propio Hirst daba una explicación elegante para sus “restos de temporada”: la venta simbolizaba el deseo de comenzar una nueva vida artística. Sin embargo, para muchos el despliegue obedecía más bien al consejo de su conocido asesor financiero: vende ahora porque las piezas han llegado a su tope.
“Qué a tiempo”, debieron pensar los implicados en la operación semanas más tarde, en medio del colapso de las grandes corporaciones. Ninguno de los pronósticos se iba a hacer realidad: la venta de los artefactos de Hirst no cambió el modelo del mercado del arte, ni hizo desaparecer a las galerías, entre otras cosas porque son pocos los creadores que tienen un aparato organizativo que los respalde con tanta eficacia.
Pese a todo, visto con meses de colapsos a la espalda, sumergidos en un cambio de paradigma de dimensiones que parecen imposibles de vaticinar, llama la atención la perspicacia y no sólo el sentido comercial del artista británico: ¿cómo no entendimos que si uno de los más agudos comerciantes de la escena artística vendía masivamente había llegado la hora de vender?
Claro que al ver todos aquellos formoles de vacas y moscas llenando la sala de subastas, antes frecuentada por objetos lujosos y grandes maestros, llevados hasta la puerta casi por el artista en persona además, intuimos que algo pasaba. Se pensó -qué incautos- que el mercado del arte -y hasta el mundo del arte- estaba saturado. Lo probaban, además, otras subastas millonarias de los nuevos viejos maestros, por ejemplo Bacon o Warhol, que habían llegado a cifras astronómicas al alcance sólo de las nuevas fortunas.
Ahora se sabe que el problema tenía mucha mayor envergadura: lo que estaba saturado es un sistema entero para el cual, por ahora, tampoco hay alternativa precisa, parecería. Y mientras lo decimos no acabamos de creérnoslo. Lo decimos y queremos pensar que estamos hablando aún de cosas sin mucha trascendencia, curiosidades como la noticia veraniega de Hirst. No obstaste, si es cierto que el sistema y sus fórmulas están en medio de una crisis severa, tal vez merecería la pena preguntarse por el futuro de esa forma de consumo cultural que se ha ido desarrollando en estos últimos años de manera inusitada desde lo público y lo privado; entre todas las capas sociales, entre quienes poseen los artefactos artísticos y quienes se limitan a mirarlos. El arte está de moda: no se puede negar.
A medio camino entre fórmula de entretenimiento e icono de prestigio, las artes visuales han pasado a ser uno de los territorios más consolidados y más rentables de eso que se ha dado en llamar “industria cultural”. Entre grandes coleccionistas y museos, pasando por las políticas locales o el fenómeno turístico, ha ido surgiendo un cada vez más creciente interés no ya por Goya, Leonardo o Manet, sino por las producciones contemporáneas. Y es aquí, quizás, donde surge la peculiaridad del fenómeno, el camino hasta cierto punto inverso que se ha recorrido. El actual éxito masivo de instituciones consolidadas como el Prado, la National Gallery o el Metropolitan, ha sido hasta cierto punto consecuencia de un fenómeno típico de los años 80, la creación de museos de arte contemporáneo que contribuyeron de forma inequívoca a la puesta en escena de la “industria cultural”.
Dicho fenómeno daba lugar a contradicciones flagrantes como las que se experimentaron en tantos museos de carácter histórico y de las cuales no nos libramos tampoco aquí: mientras se abrían museos grandes y modestos de arte contemporáneo, a menudo sin colección, muchas obras del siglo XIX o hasta anteriores languidecían en unas salas sin condiciones de conservación adecuadas.
Inscritas en la misma necesidad de novedades se hallaban las frecuentes exposiciones temporales y la entrada del arte del siglo XX incluso a aquellos museos con colecciones más clásicas. Se trataba, ya en los años 80 y 90 -y se trata ahora-, de exposiciones de “clásicos populares”, capaces de atraer multitudes, dado que a los museos, como a toda corporación, se les exigen resultados: dicho de otro modo, número de visitantes. En una era de dispendios y excesos es preciso alimentar las voracidades de novedad.
El propio ARCO, a punto de abrir, habla de algunas de esas exasperaciones en el Estado español. Pocas ferias en el mundo tienen tanta afluencia de curiosos y tan poca de coleccionistas que no sean las instituciones públicas. Más que a poseer los artefactos culturales, allí se va a mirarlos, y termina por tener -o hasta cierto punto- estructura de bienal en lo que a visitantes se refiere. Será de hecho interesante ver los resultados de este año al encontrarse las instituciones sometidas a sus recortes presupuestarios, igual que resulta esclarecedor el modo en el cual las grandes corporaciones están dirigiendo sus fondos hacia lugares más “rentables” socialmente hablando en el momento presente.
¿Va a dejar el arte de estar de moda? Y es aquí donde vamos llegando hasta el meollo de la cuestión, pues si el arte es consumo e industria cultural, nadie garantiza que no vaya a sufrir las mismas restricciones que el resto de los artículos de lujo. Si, como se comenta, algunos de los grandes millonarios han sufrido un revés importante con el escándalo Madoff, ¿no empezarán a recortar en sus inversiones en obras de arte? ¿Qué va sobre todo a pasar cuando los fondos escaseen en este mundo insaciable de novedades? ¿Dónde se invertirá? ¿En valores seguros, libres de un alto riesgo?
Las cosas van a cambiar, y mucho. Eso parece obvio. De ahora en adelante habrá que agudizar el ingenio porque los recursos van a escasear y será importante el modo de repartirlos. Si cada temporada se ha ido consolidando una nueva tendencia en el mundo del arte con más o menos éxito o permanencia a través de bienales y exposiciones -arte de países emergentes, desde hace pocos años a la moda el arte asiático; las propuestas de género o las archivísticas como revisión de la memoria y la identidad; trabajos colectivos o redes- queda por preguntar qué se llevará en el nuevo orden que nadie consigue intuir siquiera.
Quizás se radicalizarán las propuestas y se abrirá el camino de reflexión que planteaba la última Bienal de São Paulo, premonitoria, pero que curiosamente a pocos gustó quizás porque tenía poco de espectáculo. O habrá una nueva “llamada al orden”, como en los 30, con grandes exposiciones de grandes maestros, regreso a la pintura y hasta a la belleza tradicional. Tampoco me parece tan descabellada esta segunda posibilidad: en tiempos de crisis se suele regresar a lo seguro, a lo previsible, quién sabe si a un inmenso parque temático igual que el actual pero lleno de obras clasicistas. Lo único que parece indudable es que la era de los banquetes que hemos estado viviendo estos últimos años, vacía y glotona, puede darse por clausurada.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Fue el verano pasado: las gentes se desperezaban aún de las vacaciones. Entonces se hablaba de ciertos cambios en el mundo de arte, de los nuevos coleccionistas de Rusia o de algunos países con millonarios emergentes, pero nadie sospechaba la magnitud de la debacle financiera y económica que el planeta estaba a punto de presenciar, de propiciar.
Así que la noticia se leía a medio camino entre gesto conceptualizante y deseo urgente de cash -ninguna de las dos cosas grandes novedades en el mundo del arte-. Y pese a todo, como si de un presagio oscuro se tratase, el asunto acaparaba las primeras páginas al lado de la absurda calavera cubierta de brillantes: el artista inglés Damien Hirst vendía buena parte de su producción en una conocida sala de subastas londinense y lo hacía, además, de forma directa, sin intermediarios, sin galeristas ni marchantes, organizando la operación desde su puesta en escena corporativa. El propio Hirst daba una explicación elegante para sus “restos de temporada”: la venta simbolizaba el deseo de comenzar una nueva vida artística. Sin embargo, para muchos el despliegue obedecía más bien al consejo de su conocido asesor financiero: vende ahora porque las piezas han llegado a su tope.
“Qué a tiempo”, debieron pensar los implicados en la operación semanas más tarde, en medio del colapso de las grandes corporaciones. Ninguno de los pronósticos se iba a hacer realidad: la venta de los artefactos de Hirst no cambió el modelo del mercado del arte, ni hizo desaparecer a las galerías, entre otras cosas porque son pocos los creadores que tienen un aparato organizativo que los respalde con tanta eficacia.
Pese a todo, visto con meses de colapsos a la espalda, sumergidos en un cambio de paradigma de dimensiones que parecen imposibles de vaticinar, llama la atención la perspicacia y no sólo el sentido comercial del artista británico: ¿cómo no entendimos que si uno de los más agudos comerciantes de la escena artística vendía masivamente había llegado la hora de vender?
Claro que al ver todos aquellos formoles de vacas y moscas llenando la sala de subastas, antes frecuentada por objetos lujosos y grandes maestros, llevados hasta la puerta casi por el artista en persona además, intuimos que algo pasaba. Se pensó -qué incautos- que el mercado del arte -y hasta el mundo del arte- estaba saturado. Lo probaban, además, otras subastas millonarias de los nuevos viejos maestros, por ejemplo Bacon o Warhol, que habían llegado a cifras astronómicas al alcance sólo de las nuevas fortunas.
Ahora se sabe que el problema tenía mucha mayor envergadura: lo que estaba saturado es un sistema entero para el cual, por ahora, tampoco hay alternativa precisa, parecería. Y mientras lo decimos no acabamos de creérnoslo. Lo decimos y queremos pensar que estamos hablando aún de cosas sin mucha trascendencia, curiosidades como la noticia veraniega de Hirst. No obstaste, si es cierto que el sistema y sus fórmulas están en medio de una crisis severa, tal vez merecería la pena preguntarse por el futuro de esa forma de consumo cultural que se ha ido desarrollando en estos últimos años de manera inusitada desde lo público y lo privado; entre todas las capas sociales, entre quienes poseen los artefactos artísticos y quienes se limitan a mirarlos. El arte está de moda: no se puede negar.
A medio camino entre fórmula de entretenimiento e icono de prestigio, las artes visuales han pasado a ser uno de los territorios más consolidados y más rentables de eso que se ha dado en llamar “industria cultural”. Entre grandes coleccionistas y museos, pasando por las políticas locales o el fenómeno turístico, ha ido surgiendo un cada vez más creciente interés no ya por Goya, Leonardo o Manet, sino por las producciones contemporáneas. Y es aquí, quizás, donde surge la peculiaridad del fenómeno, el camino hasta cierto punto inverso que se ha recorrido. El actual éxito masivo de instituciones consolidadas como el Prado, la National Gallery o el Metropolitan, ha sido hasta cierto punto consecuencia de un fenómeno típico de los años 80, la creación de museos de arte contemporáneo que contribuyeron de forma inequívoca a la puesta en escena de la “industria cultural”.
Dicho fenómeno daba lugar a contradicciones flagrantes como las que se experimentaron en tantos museos de carácter histórico y de las cuales no nos libramos tampoco aquí: mientras se abrían museos grandes y modestos de arte contemporáneo, a menudo sin colección, muchas obras del siglo XIX o hasta anteriores languidecían en unas salas sin condiciones de conservación adecuadas.
Inscritas en la misma necesidad de novedades se hallaban las frecuentes exposiciones temporales y la entrada del arte del siglo XX incluso a aquellos museos con colecciones más clásicas. Se trataba, ya en los años 80 y 90 -y se trata ahora-, de exposiciones de “clásicos populares”, capaces de atraer multitudes, dado que a los museos, como a toda corporación, se les exigen resultados: dicho de otro modo, número de visitantes. En una era de dispendios y excesos es preciso alimentar las voracidades de novedad.
El propio ARCO, a punto de abrir, habla de algunas de esas exasperaciones en el Estado español. Pocas ferias en el mundo tienen tanta afluencia de curiosos y tan poca de coleccionistas que no sean las instituciones públicas. Más que a poseer los artefactos culturales, allí se va a mirarlos, y termina por tener -o hasta cierto punto- estructura de bienal en lo que a visitantes se refiere. Será de hecho interesante ver los resultados de este año al encontrarse las instituciones sometidas a sus recortes presupuestarios, igual que resulta esclarecedor el modo en el cual las grandes corporaciones están dirigiendo sus fondos hacia lugares más “rentables” socialmente hablando en el momento presente.
¿Va a dejar el arte de estar de moda? Y es aquí donde vamos llegando hasta el meollo de la cuestión, pues si el arte es consumo e industria cultural, nadie garantiza que no vaya a sufrir las mismas restricciones que el resto de los artículos de lujo. Si, como se comenta, algunos de los grandes millonarios han sufrido un revés importante con el escándalo Madoff, ¿no empezarán a recortar en sus inversiones en obras de arte? ¿Qué va sobre todo a pasar cuando los fondos escaseen en este mundo insaciable de novedades? ¿Dónde se invertirá? ¿En valores seguros, libres de un alto riesgo?
Las cosas van a cambiar, y mucho. Eso parece obvio. De ahora en adelante habrá que agudizar el ingenio porque los recursos van a escasear y será importante el modo de repartirlos. Si cada temporada se ha ido consolidando una nueva tendencia en el mundo del arte con más o menos éxito o permanencia a través de bienales y exposiciones -arte de países emergentes, desde hace pocos años a la moda el arte asiático; las propuestas de género o las archivísticas como revisión de la memoria y la identidad; trabajos colectivos o redes- queda por preguntar qué se llevará en el nuevo orden que nadie consigue intuir siquiera.
Quizás se radicalizarán las propuestas y se abrirá el camino de reflexión que planteaba la última Bienal de São Paulo, premonitoria, pero que curiosamente a pocos gustó quizás porque tenía poco de espectáculo. O habrá una nueva “llamada al orden”, como en los 30, con grandes exposiciones de grandes maestros, regreso a la pintura y hasta a la belleza tradicional. Tampoco me parece tan descabellada esta segunda posibilidad: en tiempos de crisis se suele regresar a lo seguro, a lo previsible, quién sabe si a un inmenso parque temático igual que el actual pero lleno de obras clasicistas. Lo único que parece indudable es que la era de los banquetes que hemos estado viviendo estos últimos años, vacía y glotona, puede darse por clausurada.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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