Por Mario Trinidad, ex diputado socialista y escritor (EL PAÍS, 18/02/09):
Durante meses hemos oído decir que la actual crisis -primero, financiera pero luego extendida al conjunto de la economía- era una crisis de confianza. Y aunque la acumulación de malas noticias ha ido desvirtuando ese tipo de análisis, todavía hay quien se agarra a él con todas sus fuerzas, como tuvimos ocasión de comprobar no hace mucho en la intervención del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en el programa de la primera cadena de la televisión pública Tengo una pregunta para usted. Por ello, no está de más insistir en que la realidad es mucho más complicada. Reparemos si no en la cadena causal que presentamos a continuación en forma de aforismos:
* La crisis financiera, que es la que ha provocado la tan mentada pérdida de confianza de los actores económicos, no se habría producido sin el estallido de la denominada burbuja inmobiliaria.
* No habría existido una burbuja inmobiliaria si la concesión de crédito por parte de los bancos y otras instituciones financieras no hubiera sido tan alegre (con el beneplácito de las autoridades monetarias).
* El crédito no hubiera sido tan fácil si los tipos de interés no hubieran estado tan bajos.
* Los tipos de interés no habrían caído tanto sin el exceso de liquidez (Emilio Botín) o el exceso de ahorro (Martin Wolf) que hemos conocido en la última década.
* No se habría producido ese exceso de ahorro si el aumento de las desigualdades no hubiera dejado tanto dinero en manos de quienes, por tener ya mucho, no pueden gastárselo. Y si las aventuras bélicas de los EE UU de Bush no hubieran propiciado a partir de 2003 un aumento explosivo del precio del petróleo que ha engordado las arcas de los jeques árabes -y de los clubes de fútbol ingleses- a costa de ponernos en apuros a todos los demás.
* ¿Resulta convincente el razonamiento que hemos tratado de resumir en esos cinco aforismos?
Pues falta lo más importante. Porque si se escarba un poco en ese fenómeno del aumento de las desigualdades al que acabamos de aludir y que ha sido objeto de un reciente informe de la OCDE (octubre 2008), nos encontramos con un acontecimiento trascendental que se ha producido en las dos últimas décadas como consecuencia de la incorporación de China, India y del antiguo Bloque Soviético a la economía mundial. El economista Richard Freeman (The Great Doubling: The Challenge of the New Global Labor Market. Agosto de 2006) se ha referido a ese acontecimiento como la alteración del equilibrio entre el capital y el trabajo; unos términos que la mayoría de nuestros economistas hace tiempo que no emplean. Manejando datos de las Penn World Tables (estadísticas sobre la economía mundial que recoge la Universidad de Pensilvania), Freeman calcula que la fuerza de trabajo a nivel mundial pasó de 1.080 millones poco antes de 1990 a 2.930 en los primeros años de este siglo (las estadísticas de la Organización Internacional del Trabajo arrojan cifras parecidas). Naturalmente que antes de 1990 los trabajadores chinos, indios o de la Europa del Este eran económicamente activos, pero las circunstancias políticas (o institucionales, como les gusta decir a los economistas) les mantenían al margen del mercado mundial.
¿Cómo ha influido la incorporación a la economía mundial de esos trabajadores en el aumento de las desigualdades? Dado el nivel de desarrollo del que partían China e India y el atraso tecnológico de los países del bloque soviético respecto a los occidentales, la incorporación de los trabajadores de esos países a la nueva economía mundial se ha traducido en un fuerte empeoramiento de la posición negociadora de los trabajadores del mundo desarrollado, obligados a competir con los bajos salarios (y las estructuras políticas autoritarias) de esas zonas del mundo; lo que explica el incremento de las desigualdades en los países avanzados.
En cuanto a las tres áreas geográficas a las que nos venimos refiriendo, las desigualdades sociales, según todos los indicadores disponibles, también crecieron sustancialmente entre 1980 y 2000. Un hecho que a veces queda disfrazado porque, simultáneamente, el mismo proceso de integración en la economía mundial contribuyó a que millones de ciudadanos chinos e indios salieran de la economía de subsistencia o de la extrema pobreza.
La utilidad de estas reflexiones es que nos permiten vincular la crisis financiera, no con factores morales tales como la codicia de los banqueros o cosas parecidas, sino con las transformaciones estructurales que se están produciendo en la economía mundial. Aunque este nexo no hará probablemente más felices a nuestros responsables políticos, que se enfrentan, no a un problema (cómo salir de una recesión momentánea provocada por el estallido de las burbujas inmobiliaria y financiera), sino a dos o más (qué hacer con la creciente desigualdad, cómo afrontar la competencia de los países con bajos salarios, etc.). Y a dos escenarios, uno local y otro planetario. Con la consiguiente complejidad política y técnica de las medidas a adoptar.
En cualquier caso, es obvio que la crisis actual se resiste a cualquier simplificación y que, por ello, las recetas moralistas, las continuas llamadas a la confianza y al esfuerzo suenan en muchos oídos a música celestial, en el peor de los sentidos que esta expresión tiene en nuestro irreverente idioma.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Durante meses hemos oído decir que la actual crisis -primero, financiera pero luego extendida al conjunto de la economía- era una crisis de confianza. Y aunque la acumulación de malas noticias ha ido desvirtuando ese tipo de análisis, todavía hay quien se agarra a él con todas sus fuerzas, como tuvimos ocasión de comprobar no hace mucho en la intervención del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en el programa de la primera cadena de la televisión pública Tengo una pregunta para usted. Por ello, no está de más insistir en que la realidad es mucho más complicada. Reparemos si no en la cadena causal que presentamos a continuación en forma de aforismos:
* La crisis financiera, que es la que ha provocado la tan mentada pérdida de confianza de los actores económicos, no se habría producido sin el estallido de la denominada burbuja inmobiliaria.
* No habría existido una burbuja inmobiliaria si la concesión de crédito por parte de los bancos y otras instituciones financieras no hubiera sido tan alegre (con el beneplácito de las autoridades monetarias).
* El crédito no hubiera sido tan fácil si los tipos de interés no hubieran estado tan bajos.
* Los tipos de interés no habrían caído tanto sin el exceso de liquidez (Emilio Botín) o el exceso de ahorro (Martin Wolf) que hemos conocido en la última década.
* No se habría producido ese exceso de ahorro si el aumento de las desigualdades no hubiera dejado tanto dinero en manos de quienes, por tener ya mucho, no pueden gastárselo. Y si las aventuras bélicas de los EE UU de Bush no hubieran propiciado a partir de 2003 un aumento explosivo del precio del petróleo que ha engordado las arcas de los jeques árabes -y de los clubes de fútbol ingleses- a costa de ponernos en apuros a todos los demás.
* ¿Resulta convincente el razonamiento que hemos tratado de resumir en esos cinco aforismos?
Pues falta lo más importante. Porque si se escarba un poco en ese fenómeno del aumento de las desigualdades al que acabamos de aludir y que ha sido objeto de un reciente informe de la OCDE (octubre 2008), nos encontramos con un acontecimiento trascendental que se ha producido en las dos últimas décadas como consecuencia de la incorporación de China, India y del antiguo Bloque Soviético a la economía mundial. El economista Richard Freeman (The Great Doubling: The Challenge of the New Global Labor Market. Agosto de 2006) se ha referido a ese acontecimiento como la alteración del equilibrio entre el capital y el trabajo; unos términos que la mayoría de nuestros economistas hace tiempo que no emplean. Manejando datos de las Penn World Tables (estadísticas sobre la economía mundial que recoge la Universidad de Pensilvania), Freeman calcula que la fuerza de trabajo a nivel mundial pasó de 1.080 millones poco antes de 1990 a 2.930 en los primeros años de este siglo (las estadísticas de la Organización Internacional del Trabajo arrojan cifras parecidas). Naturalmente que antes de 1990 los trabajadores chinos, indios o de la Europa del Este eran económicamente activos, pero las circunstancias políticas (o institucionales, como les gusta decir a los economistas) les mantenían al margen del mercado mundial.
¿Cómo ha influido la incorporación a la economía mundial de esos trabajadores en el aumento de las desigualdades? Dado el nivel de desarrollo del que partían China e India y el atraso tecnológico de los países del bloque soviético respecto a los occidentales, la incorporación de los trabajadores de esos países a la nueva economía mundial se ha traducido en un fuerte empeoramiento de la posición negociadora de los trabajadores del mundo desarrollado, obligados a competir con los bajos salarios (y las estructuras políticas autoritarias) de esas zonas del mundo; lo que explica el incremento de las desigualdades en los países avanzados.
En cuanto a las tres áreas geográficas a las que nos venimos refiriendo, las desigualdades sociales, según todos los indicadores disponibles, también crecieron sustancialmente entre 1980 y 2000. Un hecho que a veces queda disfrazado porque, simultáneamente, el mismo proceso de integración en la economía mundial contribuyó a que millones de ciudadanos chinos e indios salieran de la economía de subsistencia o de la extrema pobreza.
La utilidad de estas reflexiones es que nos permiten vincular la crisis financiera, no con factores morales tales como la codicia de los banqueros o cosas parecidas, sino con las transformaciones estructurales que se están produciendo en la economía mundial. Aunque este nexo no hará probablemente más felices a nuestros responsables políticos, que se enfrentan, no a un problema (cómo salir de una recesión momentánea provocada por el estallido de las burbujas inmobiliaria y financiera), sino a dos o más (qué hacer con la creciente desigualdad, cómo afrontar la competencia de los países con bajos salarios, etc.). Y a dos escenarios, uno local y otro planetario. Con la consiguiente complejidad política y técnica de las medidas a adoptar.
En cualquier caso, es obvio que la crisis actual se resiste a cualquier simplificación y que, por ello, las recetas moralistas, las continuas llamadas a la confianza y al esfuerzo suenan en muchos oídos a música celestial, en el peor de los sentidos que esta expresión tiene en nuestro irreverente idioma.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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