Por Valentí Puig (ABC, 13/02/09):
La Europa que entra en el siglo XXI por fuerza habrá de considerar la presencia inquietante de un artefacto de apariencia fatalista, un híbrido con componentes de recesión económica y de impactos migratorios. Repliegues, renacionalizaciones y nuevas fronteras son la seducción más primaria. El malestar ya se ha desparramado en varias ocasiones por las calles de Europa. De transformarse eso en un consenso que se institucionalice, la antipolítica devendría hegemónica. Tentados por los sortilegios del nacionalismo económico, no haríamos sino reinventar un viejo óxido de efectos contagiosos y regresivos.
La Unión Europea no es una póliza de seguros contra los conatos de violencia reactiva. Paro e inmigración introducen una turbada relación de causa-efecto que activa los mecanismos más sesgados de la desconfianza y de la desconexión. Desvincula al individuo del sistema habitual de pertenencias y lealtades. Masifica, impersonaliza, también corroe. Propugna un paradigma de identidades que se resisten al agravio comparativo de los otros, de quienes llegaron con visado o en patera, los con o sin papeles, de quienes rezan en la mezquita del barrio u ocupan puestos de trabajo mientras los nacidos en el lugar hacen cola en las oficinas del paro. Las estadísticas de población penitenciaria no niegan una causalidad que antes o después se concreta en inseguridad ciudadana.
Las protestas en la calle y las huelgas salvajes de la campaña «Trabajos británicos para trabajadores británicos» comenzaron al anunciarse que una refinería ubicada en Gran Bretaña recurría a contratar temporalmente mano de obra italiana. En la cuna del librecambio, la «Little England» reimpone condiciones. Estamos en prolegómenos de erupción social. Grecia ya tuvo sus primeros incidentes, de duración inquietante. Irlanda concluyó su luna de miel con los fondos europeos. Alguna forma de descontento se cuece en la Francia de Sarkozy. La imprevisión de los políticos lleva a la desconfianza en el sistema. La palabra es, concretamente, miedo. Extremarlo hasta el pánico y que derive en xenofobia es tarea llevadera para los nuevos populismos, a derecha e izquierda.
En un contexto más globalizado, la República Checa quiere expulsar a miles de trabajadores inmigrados, fundamentalmente vietnamitas y mongoles. El gobierno checo les dará quinientos euros y el billete de avión. Pero no pocos se resisten a repatriarse. En el semi-paraíso europeo, con tanto Estado del bienestar y colesterol, uno vive mejor que en los arrozales de una economía vietnamita de capitalismo salvaje según el modelo chino. El caso de Suiza no es tangencial: con un millón de trabajadores de países comunitarios, ha puesto a votación si seguir dejando entrar a los trabajadores procedentes de los países de la UE y si, en su caso, se incluyen a rumanos y búlgaros. El resultado fue afirmativo, pero con un 40 por ciento de noes. Aunque no sea miembro de la UE, Suiza se beneficia de sus vínculos europeos y la inmigración fue productiva en período de crecimiento pero la crisis la hace gravosa. Más allá del recinto europeo, la recesión ya ha provocado disturbios en una Rusia agitada por el precio del petróleo y una China con masas de parados en migración interna. Japón se ensimisma. Para los Estados Unidos, el estado de gracia del presidente Obama todavía tiene vigencia pero sin la certidumbre de que pueda caminar sobre las aguas. Hubo manifestaciones anticapitalistas en Manhattan.
En España la destrucción de empleo está siendo abismal y va aproximándose a las clases medias. La tensión aflora allá donde el hecho migratorio rebasó el umbral de saturación. Entre los inmigrantes que no regresan al país de origen es detectable un trasvase a la economía sumergida. Llegan noticias de crispación en El Ejido. Aumenta el voto para las candidaturas anti-inmigración en la zona de Vic. El ministerio de Trabajo ha pasado de jalear a los sin papeles a la constricción de criterios al aplicar o matizar la legislatura. «¡Compre español!» es una estrategia tosca y sin horizontes de competitividad.
Hay un elemento de ingeniería social en el pensamiento liberal más partidario del absoluto libre movimiento de las personas en el mundo global. Dada la irracionalidad de vínculos y recelos, el esquema hiper-racionalista no desmonta una realidad instintiva. A decir verdad, si incluso las inmigraciones internas en las Naciones-Estado todavía provocan fricciones, pensar que los sistemas de aspersión del europeismo iban a evitar toda fractura ante la inmigración entre los países-miembro fue siempre de un angelismo equívoco, fácil de ingerir en época de vacas gordas pero casi inasimilable en días de vacas flacas. Más rechazo produciría, por tanto, la vertiente migratoria de la globalización. En eso estamos. Un precedente claro fue el resultado de los referéndums sobre el Tratado Constitucional europeo en algunos países: indujo al voto negativo la aparición de una suerte de personaje de la «commedia dell´arte», un personaje irreal y semi-grotesco. Se le definió como «fontanero polaco» y era el ogro que iba a arrebatar su puesto de trabajo a ciento de miles de personas del resto de países de la UE.
Eso ocurría cuando, después de las acciones terroristas del islamismo radical, la mayoría de países -un caso arquetípico es Holanda- ya había reformulado en términos restrictivos su leyes de inmigración, por ejemplo respecto al agrupamiento familiar o la naturaleza del derecho al asilo. Esa fue la respuesta al constatar cómo los inmigrantes subsaharianos llegaban en pateras a España o Italia, cruzaban los Pirineos por las rutas de la noche o simplemente entraban fraudulentamente por los aeropuertos nacionales. Para Europa, el colador de los Balcanes resultó incontrolable mientras Bruselas no dejaba de hablar de una política inmigratoria común.
En fin, Europa tenía un problema extramuros, pero también intramuros. Nos gusta la variedad de chocolates que ofrece el mercado único, pero menos complace que vengan trabajadores de otros países comunitarios que asuman puestos de trabajo en nuestra industria del chocolate. Lo que llegará a ser puesto en cuestión, cuanto más avance el derrumbe recesionario, va a ser la normativa comunitaria sobre la movilidad del trabajador a lo largo y ancho de la UE. La Comisión Europea ya ha anunciado el estudio de posibles cambios en la fórmula regulativa para el libre movimiento de trabajadores en la Europa comunitaria. Consecuentemente, el «Financial Times» sale al paso diciendo que no habrá cambios legislativos pero sí la posibilidad de que los gobiernos interpreten más a su aire las normas. «Quod erat demonstrandum». Frente a la tibieza del «Establishment» europeo actúan los grupos euroescépticos que propugnan renacionalizarlo todo y cerrar fronteras.
Al repensarse políticas de inmigración muy laxas la clase política europea estaba aceptando la realidad de lo que en buena medida había alimentado: la aparición de nuevas derechas extremas y populismos. Un dato contrastado fue la transferencia masiva del voto comunista a Le Pen en Francia. Una recesión que interactúa con los grandes posos de inmigración pudiera oxidar lo que llamamos la conciencia moral y política. Es hora de la gran política y no de la micro-insidia frente al bien común. Además de perder ahorros, capacidad adquisitiva y muchos empleos, lo peor para España sería encresparse y hacerse más conflictiva.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La Europa que entra en el siglo XXI por fuerza habrá de considerar la presencia inquietante de un artefacto de apariencia fatalista, un híbrido con componentes de recesión económica y de impactos migratorios. Repliegues, renacionalizaciones y nuevas fronteras son la seducción más primaria. El malestar ya se ha desparramado en varias ocasiones por las calles de Europa. De transformarse eso en un consenso que se institucionalice, la antipolítica devendría hegemónica. Tentados por los sortilegios del nacionalismo económico, no haríamos sino reinventar un viejo óxido de efectos contagiosos y regresivos.
La Unión Europea no es una póliza de seguros contra los conatos de violencia reactiva. Paro e inmigración introducen una turbada relación de causa-efecto que activa los mecanismos más sesgados de la desconfianza y de la desconexión. Desvincula al individuo del sistema habitual de pertenencias y lealtades. Masifica, impersonaliza, también corroe. Propugna un paradigma de identidades que se resisten al agravio comparativo de los otros, de quienes llegaron con visado o en patera, los con o sin papeles, de quienes rezan en la mezquita del barrio u ocupan puestos de trabajo mientras los nacidos en el lugar hacen cola en las oficinas del paro. Las estadísticas de población penitenciaria no niegan una causalidad que antes o después se concreta en inseguridad ciudadana.
Las protestas en la calle y las huelgas salvajes de la campaña «Trabajos británicos para trabajadores británicos» comenzaron al anunciarse que una refinería ubicada en Gran Bretaña recurría a contratar temporalmente mano de obra italiana. En la cuna del librecambio, la «Little England» reimpone condiciones. Estamos en prolegómenos de erupción social. Grecia ya tuvo sus primeros incidentes, de duración inquietante. Irlanda concluyó su luna de miel con los fondos europeos. Alguna forma de descontento se cuece en la Francia de Sarkozy. La imprevisión de los políticos lleva a la desconfianza en el sistema. La palabra es, concretamente, miedo. Extremarlo hasta el pánico y que derive en xenofobia es tarea llevadera para los nuevos populismos, a derecha e izquierda.
En un contexto más globalizado, la República Checa quiere expulsar a miles de trabajadores inmigrados, fundamentalmente vietnamitas y mongoles. El gobierno checo les dará quinientos euros y el billete de avión. Pero no pocos se resisten a repatriarse. En el semi-paraíso europeo, con tanto Estado del bienestar y colesterol, uno vive mejor que en los arrozales de una economía vietnamita de capitalismo salvaje según el modelo chino. El caso de Suiza no es tangencial: con un millón de trabajadores de países comunitarios, ha puesto a votación si seguir dejando entrar a los trabajadores procedentes de los países de la UE y si, en su caso, se incluyen a rumanos y búlgaros. El resultado fue afirmativo, pero con un 40 por ciento de noes. Aunque no sea miembro de la UE, Suiza se beneficia de sus vínculos europeos y la inmigración fue productiva en período de crecimiento pero la crisis la hace gravosa. Más allá del recinto europeo, la recesión ya ha provocado disturbios en una Rusia agitada por el precio del petróleo y una China con masas de parados en migración interna. Japón se ensimisma. Para los Estados Unidos, el estado de gracia del presidente Obama todavía tiene vigencia pero sin la certidumbre de que pueda caminar sobre las aguas. Hubo manifestaciones anticapitalistas en Manhattan.
En España la destrucción de empleo está siendo abismal y va aproximándose a las clases medias. La tensión aflora allá donde el hecho migratorio rebasó el umbral de saturación. Entre los inmigrantes que no regresan al país de origen es detectable un trasvase a la economía sumergida. Llegan noticias de crispación en El Ejido. Aumenta el voto para las candidaturas anti-inmigración en la zona de Vic. El ministerio de Trabajo ha pasado de jalear a los sin papeles a la constricción de criterios al aplicar o matizar la legislatura. «¡Compre español!» es una estrategia tosca y sin horizontes de competitividad.
Hay un elemento de ingeniería social en el pensamiento liberal más partidario del absoluto libre movimiento de las personas en el mundo global. Dada la irracionalidad de vínculos y recelos, el esquema hiper-racionalista no desmonta una realidad instintiva. A decir verdad, si incluso las inmigraciones internas en las Naciones-Estado todavía provocan fricciones, pensar que los sistemas de aspersión del europeismo iban a evitar toda fractura ante la inmigración entre los países-miembro fue siempre de un angelismo equívoco, fácil de ingerir en época de vacas gordas pero casi inasimilable en días de vacas flacas. Más rechazo produciría, por tanto, la vertiente migratoria de la globalización. En eso estamos. Un precedente claro fue el resultado de los referéndums sobre el Tratado Constitucional europeo en algunos países: indujo al voto negativo la aparición de una suerte de personaje de la «commedia dell´arte», un personaje irreal y semi-grotesco. Se le definió como «fontanero polaco» y era el ogro que iba a arrebatar su puesto de trabajo a ciento de miles de personas del resto de países de la UE.
Eso ocurría cuando, después de las acciones terroristas del islamismo radical, la mayoría de países -un caso arquetípico es Holanda- ya había reformulado en términos restrictivos su leyes de inmigración, por ejemplo respecto al agrupamiento familiar o la naturaleza del derecho al asilo. Esa fue la respuesta al constatar cómo los inmigrantes subsaharianos llegaban en pateras a España o Italia, cruzaban los Pirineos por las rutas de la noche o simplemente entraban fraudulentamente por los aeropuertos nacionales. Para Europa, el colador de los Balcanes resultó incontrolable mientras Bruselas no dejaba de hablar de una política inmigratoria común.
En fin, Europa tenía un problema extramuros, pero también intramuros. Nos gusta la variedad de chocolates que ofrece el mercado único, pero menos complace que vengan trabajadores de otros países comunitarios que asuman puestos de trabajo en nuestra industria del chocolate. Lo que llegará a ser puesto en cuestión, cuanto más avance el derrumbe recesionario, va a ser la normativa comunitaria sobre la movilidad del trabajador a lo largo y ancho de la UE. La Comisión Europea ya ha anunciado el estudio de posibles cambios en la fórmula regulativa para el libre movimiento de trabajadores en la Europa comunitaria. Consecuentemente, el «Financial Times» sale al paso diciendo que no habrá cambios legislativos pero sí la posibilidad de que los gobiernos interpreten más a su aire las normas. «Quod erat demonstrandum». Frente a la tibieza del «Establishment» europeo actúan los grupos euroescépticos que propugnan renacionalizarlo todo y cerrar fronteras.
Al repensarse políticas de inmigración muy laxas la clase política europea estaba aceptando la realidad de lo que en buena medida había alimentado: la aparición de nuevas derechas extremas y populismos. Un dato contrastado fue la transferencia masiva del voto comunista a Le Pen en Francia. Una recesión que interactúa con los grandes posos de inmigración pudiera oxidar lo que llamamos la conciencia moral y política. Es hora de la gran política y no de la micro-insidia frente al bien común. Además de perder ahorros, capacidad adquisitiva y muchos empleos, lo peor para España sería encresparse y hacerse más conflictiva.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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