Por Carles Guerra (LA VANGUARDIA, 15/02/09):
El mundo del arte es con frecuencia una fuente de noticias que deja perplejos a los que no participan en él de manera más directa. Visto desde fuera da la impresión de que reina la falta de criterio. Como si los precios de las obras y la fama de sus autores no obedecieran a razones objetivas. Y, en cierto modo, así es. Está sujeto a ciclos rápidos de entusiasmo y decepción, que tanto encumbran como hunden la reputación de los artistas. El británico Damien Hirst, un artista al que incluso los profanos conocen gracias a su reiterada presencia en los medios, a menudo juega con esas percepciones contradictorias. El pasado otoño sorprendió a todo el mundo organizando una subasta de sus propias obras por las que obtuvo un total de 199 millones de dólares. Lo que más impacto causó no fue la cifra alcanzada, sino el hecho de que la espectacular transacción se realizara en un momento de crisis rampante. Como si la confianza en el mercado del arte no sufriera los efectos de la debacle financiera.
La operación dio pruebas de la excepcionalidad del arte, presentado como una forma de valorización que desafía el sentido común y que rompe la correspondencia habitual entre trabajo y remuneración. Mientras todo el mundo cobra un sueldo ponderado, en el mundo del arte se procede sin regulaciones tan estrictas. La indeterminación es norma. Cosa que en el ámbito laboral cada vez es más frecuente, pero en principio no se acepta con la misma naturalidad. Sólo al arte se le permiten formas marginales de fijar el valor de objetos y experiencias. Su lugar en las sociedades capitalistas ha sido descrito como una reserva de excepción que hace gala de una incompatibilidad de criterios con el resto de las actividades mercantiles. Aunque, a juzgar por los acontecimientos recientes, el sistema financiero cada vez se parece más al sistema del arte. Las últimas noticias sobre el sector aseguran que los niveles de confianza en el mercado del arte también han descendido en un 81% desde mayo del 2008.
Y aunque el capitalismo tiende a borrar la excepción del arte y a asimilar como norma sus caprichosas formas de medir el trabajo, el arte sigue anclado en una diferencia radical. Incluso en sitios de internet como Artfacts. net, donde se publican rankings de artistas con la lista de los cien mejores, alegan que la correspondencia entre fama y dinero no se puede demostrar. La llamada economía de atención discrimina entre la multiplicidad y variedad de la que adolece el arte contemporáneo. Diríamos que intenta poner orden donde, a priori, no lo hay. Los artistas ocupan posiciones más privilegiadas o menos en función de las opiniones de los expertos, las ventas de las obras y los circuitos en los que se insertan. Andy Warhol y Picasso ocupan invariablemente las dos primeras plazas. Tras ellos se suceden nombres de artistas vivos y muertos, de todos los estilos y gustos. La heterogeneidad es apabullante, pero aun así, eso no es todo.
El sistema del arte no se reduce al mercado que lo gestiona. Más allá de un valor económico también cataliza un efecto socializador. Da que hablar, produce momentos de acuerdo y desacuerdo, afecto compartido, pasión y conocimiento. Alrededor de las obras de arte se generan comentarios de toda índole, opiniones múltiples e interpretaciones diversas. Algunos sugieren que la calidad de las obras debería calibrarse en función de si se pueden decir cosas más o menos interesantes acerca de ellas. Un caso paradigmático sería lo que le ocurrió al calcetín de Tàpies, un proyecto de escultura para el MNAC que entre 1991 y 1992 soliviantó a la opinión pública. Desató tal oleada de reacciones, a favor y en contra, que la producción discursiva empequeñeció aún más al ya de por sí humilde y pobre calcetín. Alrededor de la ausencia del objeto se fabricó un donut formado por palabras, ideas, apoyos y repulsas. Mucha gente sólo alcanzó a verlo en la prensa. Se acabó el debate y desapareció.
Por eso, obras cuya apariencia se confunde con objetos vulgares o esas otras cuya consistencia material es exigua encarnan la última prueba. Los readymades de Duchamp son buenos ejemplos de ello. Una vez llegan al mercado su precio es el reflejo de un valor que obliga a olvidarnos de que aquello es un botellero, una rueda de bicicleta, un urinario, un peine o cualquier cosa que puede ser adquirida en el establecimiento de la esquina. Se trata de cachivaches que han seguido un proceso de valorización atípico y complejo. Junto a factores que escapan a su racionalización también intervienen argumentos propios de la historia del arte, no mucho más lógicos que los otros. De manera que el valor del objeto artístico, aunque su aspecto sea insignificante y opaco, resume este itinerario. Cuenta tanto el contenido intrínseco como los avatares por los que ha pasado. El riesgo forma parte de esta alquimia. Lo saben los que hacen arte, los que lo venden y los que lo compran.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El mundo del arte es con frecuencia una fuente de noticias que deja perplejos a los que no participan en él de manera más directa. Visto desde fuera da la impresión de que reina la falta de criterio. Como si los precios de las obras y la fama de sus autores no obedecieran a razones objetivas. Y, en cierto modo, así es. Está sujeto a ciclos rápidos de entusiasmo y decepción, que tanto encumbran como hunden la reputación de los artistas. El británico Damien Hirst, un artista al que incluso los profanos conocen gracias a su reiterada presencia en los medios, a menudo juega con esas percepciones contradictorias. El pasado otoño sorprendió a todo el mundo organizando una subasta de sus propias obras por las que obtuvo un total de 199 millones de dólares. Lo que más impacto causó no fue la cifra alcanzada, sino el hecho de que la espectacular transacción se realizara en un momento de crisis rampante. Como si la confianza en el mercado del arte no sufriera los efectos de la debacle financiera.
La operación dio pruebas de la excepcionalidad del arte, presentado como una forma de valorización que desafía el sentido común y que rompe la correspondencia habitual entre trabajo y remuneración. Mientras todo el mundo cobra un sueldo ponderado, en el mundo del arte se procede sin regulaciones tan estrictas. La indeterminación es norma. Cosa que en el ámbito laboral cada vez es más frecuente, pero en principio no se acepta con la misma naturalidad. Sólo al arte se le permiten formas marginales de fijar el valor de objetos y experiencias. Su lugar en las sociedades capitalistas ha sido descrito como una reserva de excepción que hace gala de una incompatibilidad de criterios con el resto de las actividades mercantiles. Aunque, a juzgar por los acontecimientos recientes, el sistema financiero cada vez se parece más al sistema del arte. Las últimas noticias sobre el sector aseguran que los niveles de confianza en el mercado del arte también han descendido en un 81% desde mayo del 2008.
Y aunque el capitalismo tiende a borrar la excepción del arte y a asimilar como norma sus caprichosas formas de medir el trabajo, el arte sigue anclado en una diferencia radical. Incluso en sitios de internet como Artfacts. net, donde se publican rankings de artistas con la lista de los cien mejores, alegan que la correspondencia entre fama y dinero no se puede demostrar. La llamada economía de atención discrimina entre la multiplicidad y variedad de la que adolece el arte contemporáneo. Diríamos que intenta poner orden donde, a priori, no lo hay. Los artistas ocupan posiciones más privilegiadas o menos en función de las opiniones de los expertos, las ventas de las obras y los circuitos en los que se insertan. Andy Warhol y Picasso ocupan invariablemente las dos primeras plazas. Tras ellos se suceden nombres de artistas vivos y muertos, de todos los estilos y gustos. La heterogeneidad es apabullante, pero aun así, eso no es todo.
El sistema del arte no se reduce al mercado que lo gestiona. Más allá de un valor económico también cataliza un efecto socializador. Da que hablar, produce momentos de acuerdo y desacuerdo, afecto compartido, pasión y conocimiento. Alrededor de las obras de arte se generan comentarios de toda índole, opiniones múltiples e interpretaciones diversas. Algunos sugieren que la calidad de las obras debería calibrarse en función de si se pueden decir cosas más o menos interesantes acerca de ellas. Un caso paradigmático sería lo que le ocurrió al calcetín de Tàpies, un proyecto de escultura para el MNAC que entre 1991 y 1992 soliviantó a la opinión pública. Desató tal oleada de reacciones, a favor y en contra, que la producción discursiva empequeñeció aún más al ya de por sí humilde y pobre calcetín. Alrededor de la ausencia del objeto se fabricó un donut formado por palabras, ideas, apoyos y repulsas. Mucha gente sólo alcanzó a verlo en la prensa. Se acabó el debate y desapareció.
Por eso, obras cuya apariencia se confunde con objetos vulgares o esas otras cuya consistencia material es exigua encarnan la última prueba. Los readymades de Duchamp son buenos ejemplos de ello. Una vez llegan al mercado su precio es el reflejo de un valor que obliga a olvidarnos de que aquello es un botellero, una rueda de bicicleta, un urinario, un peine o cualquier cosa que puede ser adquirida en el establecimiento de la esquina. Se trata de cachivaches que han seguido un proceso de valorización atípico y complejo. Junto a factores que escapan a su racionalización también intervienen argumentos propios de la historia del arte, no mucho más lógicos que los otros. De manera que el valor del objeto artístico, aunque su aspecto sea insignificante y opaco, resume este itinerario. Cuenta tanto el contenido intrínseco como los avatares por los que ha pasado. El riesgo forma parte de esta alquimia. Lo saben los que hacen arte, los que lo venden y los que lo compran.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario