Por Carles Casajuana, diplomático, escritor, embajador de España en el Reino Unido y ganador del Premio de las Letras Catalanas Ramón Llull (EL PAÍS, 07/02/09):
Voltaire vivió exiliado en Inglaterra y allí publicó -en inglés- sus Cartas filosóficas. Samuel Johnson visitó París en 1775 y, como no se sentía muy seguro de su francés, hablaba en latín con sus amigos, que no tenían dificultad en entenderle porque habían recibido una educación muy parecida a la suya. Nietzsche amaba Italia, país al que viajaba con frecuencia, se sentía heredero de los moralistas franceses (de Pascal, Vauvenargues, La Rochefoucauld, etcétera) y tenía a Sterne por el escritor más libre de todos los tiempos.
Habían de transcurrir todavía muchos años para que, sobre las cenizas humeantes de la Segunda Guerra Mundial, alguien pensara en crear una Comunidad del Carbón y del Acero, pero la Europa de los escritores, los artistas y los filósofos -cuyo ocaso quedó magistralmente descrito en las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer- era una realidad tan asentada como las firmes raíces históricas comunes de las naciones del continente. Las ideas y las corrientes artísticas circulaban con la misma libertad que las personas, que antes de la Primera Guerra Mundial no necesitaban poseer un pasaporte para ir de un país a otro. Una vasta red de resonancias y de influencias mutuas unía a todos los que cultivaban el espíritu.
¿Somos los europeos de hoy conscientes de ello? ¿No es el insuficiente conocimiento de nuestro pasado común una de las razones de la debilidad de la identidad europea, y esta debilidad, a su vez, uno de los obstáculos que nos impiden avanzar y actuar juntos cuando más lo necesitamos?
Hace unos meses, el no irlandés al Tratado de Lisboa volvió a poner de manifiesto el desapego de muchos ciudadanos por la Unión Europea y la ausencia de una visión política compartida del camino que queremos recorrer juntos. La Europa con la que los europeos estamos dispuestos a identificarnos no es siempre la misma para todos. Unos queremos una Europa federal y otros desean un área de libre cambio. Unos hablan de raíces cristianas y otros de los valores laicos. Unos quieren que la Unión sea un baluarte contra la globalización y otros que sea capaz de impulsarla y beneficiarse de ella. No estamos de acuerdo sobre las fronteras futuras de la Unión. En general, todos deseamos disfrutar de los beneficios de pertenecer a una Unión con voz y peso en el mundo, pero pocos estamos dispuestos para ello a pagar el precio de atemperar las identidades nacionales. Uno de los rasgos que parecen unirnos sin lugar a dudas es el rechazo de la pena de muerte, pero habría que ver lo que ocurría si este rechazo tuviera que ser ratificado por referéndum en todos los Estados miembros.
Hay un déficit de identidad europea, y mientras no se cubra será difícil evitar los tropiezos. Todos deseamos un proyecto europeo nítido reflejado en unos textos legibles, pero en su estado actual este proyecto es como una manta que, para cubrir los pies de uno, deja al descubierto los hombros de otro. En vez de forcejear para abrigarnos en detrimento de los demás, debemos agrandar la manta entre todos, y para ello lo mejor es tratar de reforzar la identidad común en terrenos que no resulten controvertidos y que faciliten la adhesión de los ciudadanos a los ideales europeos en todos los países miembros. El Programa Erasmus, que todos los años abre los ojos de miles de estudiantes a la realidad del continente, es un buen ejemplo de lo mucho que se puede hacer con ideas acertadas.
El legado histórico y cultural europeo ofrece muchas posibilidades. La Unión se ha construido partiendo de los cimientos económicos y hasta ahora pocos han sentido la necesidad de fortalecer los vínculos culturales, obvios para unos e innecesariamente problemáticos para otros. Pero la Europa de Schengen y del euro, la Europa que aspira a dotarse de una defensa común y a proyectar sus valores en el mundo, necesitará cada vez más sustentarse sobre un sentimiento compartido de su identidad.
Dante, Montaigne, Shakespeare, Cervantes y Goethe se sentían hijos de una tradición que hundía sus raíces en Roma y Atenas. Durante siglos, este sentimiento era común entre las personas educadas, que raramente se sentían extranjeras dentro del continente. ¿Se puede decir lo mismo de los ciudadanos europeos de hoy? ¿No sería bueno que, antes de entrar en la universidad, los estudiantes de la Unión tuvieran que superar, en uno de los cursos de secundaria, una asignatura de historia y cultura europeas con un temario parecido en todos los Estados miembros?
La historia y la cultura de Europa se han forjado a escala continental. Desde Atenas y Roma hasta el nacimiento de la Unión, pasando por el lento despertar de la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo, no debería resultar imposible a los especialistas ponerse de acuerdo sobre las líneas generales de un programa que mostrase la comunidad de ideas sobre la que la Europa actual se asienta y que presentase el Tratado de Roma como un verdadero tratado de paz tras las dos guerras civiles europeas que, al menos en su inicio, fueron en realidad las dos guerras mundiales.
La Unión Europea se creó mediante un cambio de paradigma: tras siglos de enfrentamientos, los Estados europeos resolvieron refundar sus relaciones sobre un principio de cooperación y de ayuda mutua. La proyección de este paradigma sobre el estudio de nuestro pasado nos haría ver el futuro con otros ojos. Lógicamente, esta asignatura no debería sustituir a la enseñanza de la historia propia de cada país. Tampoco se trataría de establecer el germen de un sistema educativo común, ni de dar competencias a la Comisión Europea en materia educativa. Estas competencias están muy bien donde están. Bastaría acordar unas directrices básicas para que fueran aplicadas por los ministerios o consejerías competentes en cada Estado miembro que deseara sumarse a la iniciativa.
Sé que no es cosa fácil. Si ya nos cuesta ponernos de acuerdo dentro de España sobre nuestra historia, ¿cómo nos vamos a poner de acuerdo todos los europeos sobre una asignatura de esta índole? Soy consciente, además, de que el momento no es propicio. Las fases recesivas nunca han sido las mejores para impulsar el proyecto europeo, y ahora el horno no está para estos bollos. Pero la crisis pasará -todas pasan-, y que no sea cosa fácil ni oportuna no quiere decir que no sea deseable y, a largo plazo, probablemente imprescindible. Tampoco parecían fáciles la moneda única o la supresión de fronteras y ahí están.
Llegará un momento en que será muy difícil avanzar a menos que todos los ciudadanos de la Unión tengamos la misma conciencia de pertenecer a un espacio común que tenían las clases ilustradas de hace dos siglos. ¿Cómo vamos a construir de verdad una Unión política sin una idea compartida de nuestro pasado?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Voltaire vivió exiliado en Inglaterra y allí publicó -en inglés- sus Cartas filosóficas. Samuel Johnson visitó París en 1775 y, como no se sentía muy seguro de su francés, hablaba en latín con sus amigos, que no tenían dificultad en entenderle porque habían recibido una educación muy parecida a la suya. Nietzsche amaba Italia, país al que viajaba con frecuencia, se sentía heredero de los moralistas franceses (de Pascal, Vauvenargues, La Rochefoucauld, etcétera) y tenía a Sterne por el escritor más libre de todos los tiempos.
Habían de transcurrir todavía muchos años para que, sobre las cenizas humeantes de la Segunda Guerra Mundial, alguien pensara en crear una Comunidad del Carbón y del Acero, pero la Europa de los escritores, los artistas y los filósofos -cuyo ocaso quedó magistralmente descrito en las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer- era una realidad tan asentada como las firmes raíces históricas comunes de las naciones del continente. Las ideas y las corrientes artísticas circulaban con la misma libertad que las personas, que antes de la Primera Guerra Mundial no necesitaban poseer un pasaporte para ir de un país a otro. Una vasta red de resonancias y de influencias mutuas unía a todos los que cultivaban el espíritu.
¿Somos los europeos de hoy conscientes de ello? ¿No es el insuficiente conocimiento de nuestro pasado común una de las razones de la debilidad de la identidad europea, y esta debilidad, a su vez, uno de los obstáculos que nos impiden avanzar y actuar juntos cuando más lo necesitamos?
Hace unos meses, el no irlandés al Tratado de Lisboa volvió a poner de manifiesto el desapego de muchos ciudadanos por la Unión Europea y la ausencia de una visión política compartida del camino que queremos recorrer juntos. La Europa con la que los europeos estamos dispuestos a identificarnos no es siempre la misma para todos. Unos queremos una Europa federal y otros desean un área de libre cambio. Unos hablan de raíces cristianas y otros de los valores laicos. Unos quieren que la Unión sea un baluarte contra la globalización y otros que sea capaz de impulsarla y beneficiarse de ella. No estamos de acuerdo sobre las fronteras futuras de la Unión. En general, todos deseamos disfrutar de los beneficios de pertenecer a una Unión con voz y peso en el mundo, pero pocos estamos dispuestos para ello a pagar el precio de atemperar las identidades nacionales. Uno de los rasgos que parecen unirnos sin lugar a dudas es el rechazo de la pena de muerte, pero habría que ver lo que ocurría si este rechazo tuviera que ser ratificado por referéndum en todos los Estados miembros.
Hay un déficit de identidad europea, y mientras no se cubra será difícil evitar los tropiezos. Todos deseamos un proyecto europeo nítido reflejado en unos textos legibles, pero en su estado actual este proyecto es como una manta que, para cubrir los pies de uno, deja al descubierto los hombros de otro. En vez de forcejear para abrigarnos en detrimento de los demás, debemos agrandar la manta entre todos, y para ello lo mejor es tratar de reforzar la identidad común en terrenos que no resulten controvertidos y que faciliten la adhesión de los ciudadanos a los ideales europeos en todos los países miembros. El Programa Erasmus, que todos los años abre los ojos de miles de estudiantes a la realidad del continente, es un buen ejemplo de lo mucho que se puede hacer con ideas acertadas.
El legado histórico y cultural europeo ofrece muchas posibilidades. La Unión se ha construido partiendo de los cimientos económicos y hasta ahora pocos han sentido la necesidad de fortalecer los vínculos culturales, obvios para unos e innecesariamente problemáticos para otros. Pero la Europa de Schengen y del euro, la Europa que aspira a dotarse de una defensa común y a proyectar sus valores en el mundo, necesitará cada vez más sustentarse sobre un sentimiento compartido de su identidad.
Dante, Montaigne, Shakespeare, Cervantes y Goethe se sentían hijos de una tradición que hundía sus raíces en Roma y Atenas. Durante siglos, este sentimiento era común entre las personas educadas, que raramente se sentían extranjeras dentro del continente. ¿Se puede decir lo mismo de los ciudadanos europeos de hoy? ¿No sería bueno que, antes de entrar en la universidad, los estudiantes de la Unión tuvieran que superar, en uno de los cursos de secundaria, una asignatura de historia y cultura europeas con un temario parecido en todos los Estados miembros?
La historia y la cultura de Europa se han forjado a escala continental. Desde Atenas y Roma hasta el nacimiento de la Unión, pasando por el lento despertar de la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo, no debería resultar imposible a los especialistas ponerse de acuerdo sobre las líneas generales de un programa que mostrase la comunidad de ideas sobre la que la Europa actual se asienta y que presentase el Tratado de Roma como un verdadero tratado de paz tras las dos guerras civiles europeas que, al menos en su inicio, fueron en realidad las dos guerras mundiales.
La Unión Europea se creó mediante un cambio de paradigma: tras siglos de enfrentamientos, los Estados europeos resolvieron refundar sus relaciones sobre un principio de cooperación y de ayuda mutua. La proyección de este paradigma sobre el estudio de nuestro pasado nos haría ver el futuro con otros ojos. Lógicamente, esta asignatura no debería sustituir a la enseñanza de la historia propia de cada país. Tampoco se trataría de establecer el germen de un sistema educativo común, ni de dar competencias a la Comisión Europea en materia educativa. Estas competencias están muy bien donde están. Bastaría acordar unas directrices básicas para que fueran aplicadas por los ministerios o consejerías competentes en cada Estado miembro que deseara sumarse a la iniciativa.
Sé que no es cosa fácil. Si ya nos cuesta ponernos de acuerdo dentro de España sobre nuestra historia, ¿cómo nos vamos a poner de acuerdo todos los europeos sobre una asignatura de esta índole? Soy consciente, además, de que el momento no es propicio. Las fases recesivas nunca han sido las mejores para impulsar el proyecto europeo, y ahora el horno no está para estos bollos. Pero la crisis pasará -todas pasan-, y que no sea cosa fácil ni oportuna no quiere decir que no sea deseable y, a largo plazo, probablemente imprescindible. Tampoco parecían fáciles la moneda única o la supresión de fronteras y ahí están.
Llegará un momento en que será muy difícil avanzar a menos que todos los ciudadanos de la Unión tengamos la misma conciencia de pertenecer a un espacio común que tenían las clases ilustradas de hace dos siglos. ¿Cómo vamos a construir de verdad una Unión política sin una idea compartida de nuestro pasado?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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