Por Ramon-Jordi, director del Centre de Recerca en Governança del Risc de la UAB-UOC (EL PERIÓDICO, 15/02/09):
La xenofobia (odio u hostilidad hacia los extranjeros), que entronca como fenómeno antropológico con el racismo y el etnocentrismo, ataca ahora al núcleo duro de las esencias europeas: la libre circulación de trabajadores en la Unión Europea. El mercado común se basa, entre otros factores, en la libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales. Pues bien, la reciente escalada de protestas laborales en el Reino Unido, calificadas de xenófobas, tiene su origen en el hecho de que la petrolera francesa Total encargó a una empresa italiana la construcción de una refinería, para la que fueron contratados obreros italianos y portugueses.
Frente a esto, la consigna de las protestas ha sido “el empleo británico, para trabajadores británicos”. En resumen: la movilidad de la mano de obra comunitaria está siendo cuestionada y, con ella, la libre circulación y, finalmente, también el mercado común europeo. Es notorio también que no ha tardado en tildarse estas protestas de xenófobas.
ES ASÍ COMO la civilizada Europa, que se autoproclama antixenófoba solo cuando le conviene, muestra uno de sus puntos débiles. Y, para muestra, un botón: las alarmas europeas antixenófobas saltan, como en el caso británico, cuando los extranjeros discriminados son nativos de países comunitarios. La razón es obvia: tolerar esta discriminación liquidaría de raíz el mismo mercado común y, con él, la piedra angular de la política comunitaria. Ello contrasta con la actitud comunitaria y de cada uno de los países miembros frente a los inmigrantes de países terceros, de fuera de la Unión Europea. A estos, ni agua. De los intentos administrativos de contención de la inmigración, el control de fronteras o las patrullas mixtas en aguas de la costa africana hemos pasado directamente a un nuevo concepto: según el ministro italiano del Interior, la Administración tiene que ser “mala” con los inmigrantes ilegales y aplicarles todo el rigor de la ley.
Más recientemente aún, el Senado italiano pretende suprimir la prohibición al personal sanitario de denunciar a los pacientes en situación irregular o, lo que es lo mismo, se pretende que los médicos denuncien a sus pacientes inmigrantes en situación irregular. De este modo se criminaliza lo que debería ser en principio una irregularidad administrativa, se convierte al médico en policía y se inculca el miedo en el paciente inmigrante irregular equiparándole a un delincuente.
ESTA xenofobia, como la que se ejerce en otros países comunitarios (España no es una excepción: a pesar de la regularización, recordemos el trato a los aún sin papeles, las pateras, las retenciones administrativas o los traslados aéreos de subsaharianos a países de origen) no es reconocida en Europa como tal y se la tolera simplemente porque no cuestiona ni el mercado único ni sus bases económicas, como tampoco las cuestiona, por ejemplo, la milenaria y vergonzante xenofobia contra los gitanos. Parece, pues, que en Europa existen dos categorías de xenofobia en función de si la víctima es europea o no: la primera es condenable, la segunda es política de Estado bendecida incluso por algunos parlamentos democráticos. Así, el cosmopolitismo europeo se basa en buena medida en el etnocentrismo, esto es, en nuestro cosmopolitismo.
Ambas xenofobias tienen la misma base: la crisis económica y el riesgo de exclusión social. El mismísimo John Monks (secretario general de la Confederación Europea de Sindicatos) afirmaba recientemente a raíz de los referidos sucesos en el Reino Unido: “Necesitamos una nueva ley europea de migración ya que las normas actuales son insuficientes. En épocas en las que el desempleo crece, esas normas no bastan como garantía de que la mano de obra barata no será importada en masa, en detrimento de determinados colectivos”.
Es la acumulación de riesgos que generan exclusión social la que prende la mecha del conflicto: si a la diferencia cultural le sumamos la crisis económica y de los servicios sociales en el país de acogida y, finalmente, la debacle del mercado laboral –tanto para los oriundos como para los recién llegados–, tenemos el caldo servido: xenofobia, exclusión y conflicto social son distintas caras del mismo problema. Los conflictos por la instalación de equipamientos religiosos, por la celebración de determinados festejos étnicos o por los distintos horarios comerciales de establecimientos regentados por inmigrantes esconden en realidad una alarmante pérdida de la cohesión social que amenaza con extender el conflicto.
FRENTE A ELLO, se hace imprescindible dar potestad con urgencia al poder local –los ayuntamientos y los distritos de nuestras ciudades– con el fin de que pueda intervenir para suturar las heridas intentando restablecer la cohesión social. Para ello es imprescindible invertir en tecnología social, más compleja, también más eficaz que la simple inversión en infraestructuras de ladrillo. A esta conclusión ha llegado incluso el Foro Económico de Davos, que advierte de que, de no mediar acciones coordinadas a escala mundial, también en este campo, pronto se propagarán “drásticos conflictos sociales”. Conflictos agravados por la xenofobia, sea esta contra inmigrantes con o sin papeles.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La xenofobia (odio u hostilidad hacia los extranjeros), que entronca como fenómeno antropológico con el racismo y el etnocentrismo, ataca ahora al núcleo duro de las esencias europeas: la libre circulación de trabajadores en la Unión Europea. El mercado común se basa, entre otros factores, en la libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales. Pues bien, la reciente escalada de protestas laborales en el Reino Unido, calificadas de xenófobas, tiene su origen en el hecho de que la petrolera francesa Total encargó a una empresa italiana la construcción de una refinería, para la que fueron contratados obreros italianos y portugueses.
Frente a esto, la consigna de las protestas ha sido “el empleo británico, para trabajadores británicos”. En resumen: la movilidad de la mano de obra comunitaria está siendo cuestionada y, con ella, la libre circulación y, finalmente, también el mercado común europeo. Es notorio también que no ha tardado en tildarse estas protestas de xenófobas.
ES ASÍ COMO la civilizada Europa, que se autoproclama antixenófoba solo cuando le conviene, muestra uno de sus puntos débiles. Y, para muestra, un botón: las alarmas europeas antixenófobas saltan, como en el caso británico, cuando los extranjeros discriminados son nativos de países comunitarios. La razón es obvia: tolerar esta discriminación liquidaría de raíz el mismo mercado común y, con él, la piedra angular de la política comunitaria. Ello contrasta con la actitud comunitaria y de cada uno de los países miembros frente a los inmigrantes de países terceros, de fuera de la Unión Europea. A estos, ni agua. De los intentos administrativos de contención de la inmigración, el control de fronteras o las patrullas mixtas en aguas de la costa africana hemos pasado directamente a un nuevo concepto: según el ministro italiano del Interior, la Administración tiene que ser “mala” con los inmigrantes ilegales y aplicarles todo el rigor de la ley.
Más recientemente aún, el Senado italiano pretende suprimir la prohibición al personal sanitario de denunciar a los pacientes en situación irregular o, lo que es lo mismo, se pretende que los médicos denuncien a sus pacientes inmigrantes en situación irregular. De este modo se criminaliza lo que debería ser en principio una irregularidad administrativa, se convierte al médico en policía y se inculca el miedo en el paciente inmigrante irregular equiparándole a un delincuente.
ESTA xenofobia, como la que se ejerce en otros países comunitarios (España no es una excepción: a pesar de la regularización, recordemos el trato a los aún sin papeles, las pateras, las retenciones administrativas o los traslados aéreos de subsaharianos a países de origen) no es reconocida en Europa como tal y se la tolera simplemente porque no cuestiona ni el mercado único ni sus bases económicas, como tampoco las cuestiona, por ejemplo, la milenaria y vergonzante xenofobia contra los gitanos. Parece, pues, que en Europa existen dos categorías de xenofobia en función de si la víctima es europea o no: la primera es condenable, la segunda es política de Estado bendecida incluso por algunos parlamentos democráticos. Así, el cosmopolitismo europeo se basa en buena medida en el etnocentrismo, esto es, en nuestro cosmopolitismo.
Ambas xenofobias tienen la misma base: la crisis económica y el riesgo de exclusión social. El mismísimo John Monks (secretario general de la Confederación Europea de Sindicatos) afirmaba recientemente a raíz de los referidos sucesos en el Reino Unido: “Necesitamos una nueva ley europea de migración ya que las normas actuales son insuficientes. En épocas en las que el desempleo crece, esas normas no bastan como garantía de que la mano de obra barata no será importada en masa, en detrimento de determinados colectivos”.
Es la acumulación de riesgos que generan exclusión social la que prende la mecha del conflicto: si a la diferencia cultural le sumamos la crisis económica y de los servicios sociales en el país de acogida y, finalmente, la debacle del mercado laboral –tanto para los oriundos como para los recién llegados–, tenemos el caldo servido: xenofobia, exclusión y conflicto social son distintas caras del mismo problema. Los conflictos por la instalación de equipamientos religiosos, por la celebración de determinados festejos étnicos o por los distintos horarios comerciales de establecimientos regentados por inmigrantes esconden en realidad una alarmante pérdida de la cohesión social que amenaza con extender el conflicto.
FRENTE A ELLO, se hace imprescindible dar potestad con urgencia al poder local –los ayuntamientos y los distritos de nuestras ciudades– con el fin de que pueda intervenir para suturar las heridas intentando restablecer la cohesión social. Para ello es imprescindible invertir en tecnología social, más compleja, también más eficaz que la simple inversión en infraestructuras de ladrillo. A esta conclusión ha llegado incluso el Foro Económico de Davos, que advierte de que, de no mediar acciones coordinadas a escala mundial, también en este campo, pronto se propagarán “drásticos conflictos sociales”. Conflictos agravados por la xenofobia, sea esta contra inmigrantes con o sin papeles.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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