jueves, julio 10, 2008

La violencia que nos ata

Por Reyes Mate, profesor de investigación del CSIC y autor del libro Justicia de las víctimas. Terrorismo, memoria, reconciliación (EL PAÍS, 30/06/08):

El azar ha querido que la llegada al poder de la guerrilla colombiana de un filósofo o antropólogo, Alfonso Cano, coincida con la reunión en Medellín de quinientos filósofos iberoamericanos para pensar sobre la convivencia en tiempos violentos. La filosofía tiene una deuda con la violencia que viene de lejos pero se agudizó en Latinoamérica a partir de los años cincuenta. Que los ideales iniciales de justicia social y defensa de los excluidos se metamorfosearan en crímenes indiscriminados, no quita sino pone responsabilidad a los cultivadores de la filosofía.

Hay filósofos como Levinas o Rosenzweig que tildan a la filosofía de ideología de la guerra. La creencia de que pensar es apropiarse del componente más importante de la cosa -la llamada esencia- tirando al cubo de los desperdicios otros elementos menos importantes, que tildamos de accidentes, es un violento gesto intelectual que ha condenado a muerte a lo más frágil de la existencia. Ahora bien, si buceáramos tras las esencias de Occidente (Dios, hombre, mundo), descubriríamos una sarta de intereses inconfesables (poder, dominio, dinero), cuyo precio ha sido declarar desechable otros elementos conceptuales menos glamurosos (el sufrimiento, la pobreza, la esclavitud).

En esto la filosofía no ha sido original. Relatos fundantes de nuestra civilización como La Ilíada y la Biblia están fascinados por la violencia profana o sagrada. Homero canta la grandeza de la guerra, la majestuosidad de sus héroes en el combate, la belleza de las heridas que él se representa como cinceladas por un sabio artesano. Y el primer relato de una muerte en la Biblia es el asesinato de Abel.

La filosofía, es verdad, ha remachado esa historia declarando a la violencia partera de la historia -Marx dixit- de ahí que los movimientos políticos en él inspirados hayan ejercido de comadronas sin mala conciencia. Los movimientos revolucionarios en Iberoamérica, desde los años cincuenta en adelante, llevaban en la mochila una teoría filosófica con la que explicar la maldad de la situación de hecho y un poco del bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. Si nunca fue bueno que los filósofos oficiaran de reyes, menos aún cuando lo que proponían eran dosis de violencia adquiridas en la farmacia de Platón donde, como se sabe, sólo se trataban ideas y no sufrimientos humanos. América Latina consiguió de esta suerte un récord de revoluciones que no han traído más justicia social aunque sí algunos experimentos notables, como en Colombia, donde marxistas de antaño han devenido prósperos narcotraficantes hogaño.

La filosofía que en su momento legitimó estos movimientos y que luego se ha desentendido de sus consecuencias, volcándose en la teoría deliberativa de Habermas y neocontractualista de Rawls, olvidando que esto son pociones para sociedades más desarrolladas e igualitarias, debería volver sobre sus pasos y sacar las consecuencias del uso político de la violencia. Ya sabemos que la toma revolucionaria del poder en nombre del pueblo no significa reconocer a cada miembro del pueblo dominio sobre el propio destino; que no es lo mismo mandar sobre las vidas de los otros, que tomar el poder sobre la propia vida. Sabemos, pues, que no basta liberarse de un tirano para sacudirse la tiranía.

Pero hay algo más decepcionante aún. La lucha contra la injusticia, que en teoría podría explicar la jibarización de la libertad en nombre del bienestar material, ha incrementado el sufrimiento de la gente al sumar a la poca eficacia económica la épica del luchar o morir. Naturalmente que debe de haber causas por las que sacrificarse pero esas causas, en minúscula, consisten en evitar el sufrimiento de los demás, y no en causarlos; en desmontar una tiranía, y no en reinventarla; en denunciar la existencia miserable y no en sublimarla con apelaciones estupendas.

Hay que pasar de una épica filosófica, que subordinaba los sufrimientos del hombre a la conquista de grandes palabras, a una filosofía pobre, como decía Georg Lukács en sus buenos tiempos. No parece que le sea dado a la filosofía salvar al hombre, pero sí indignarse porque se llame destino lo que es maquinación del hombre o de que haya quien quiera confundir la sangre de la guerra con el ketchup de las películas de Hollywood.

Ya que no nos es dado rebobinar la historia, sí pueden los participantes en el III Congreso Iberoamericano de Filosofía, que se celebra estos días en Medellín, rectificar el rumbo, enfrentándose rigurosamente a lo que Benjamin llamaba la “violencia mítica”. Lo que hemos aprendido de nuestros errores y lo que nos han aportado de positivo las catástrofes humanitarias del siglo XX es que las estrategias políticas que valoran más las causas que las víctimas no pueden encontrar amparo en la ética. Lo revolucionario es el quinto mandamiento. No es un programa menor ya que se exigirá a cualquier promesa de salvación una memoria de costos humanos y sociales que ninguna filosofía podrá orillar.

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