Por Henry Miller, médico y biólogo
molecular, profesor de filosofía científica y políticas públicas en la
Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Fue el director
fundador de la Oficina de Biotecnología en la Administración de
Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos. Traducido del inglés por
Rocío L. Barrientos (Project Syndicate, 29/02/12):
A finales de los años noventa 1990 apareció un fenómeno singular en
los países de todo el mundo. Las empresas de alimentos y bebidas, una
tras otra, se rindieron ante los activistas que se oponían a una
tecnología nueva y prometedora: la ingeniería genética de las plantas
para la producción de ingredientes. Hasta la fecha aún continúan
rindiéndose ante dichos activistas.
La cervecería japonesa Kirin y la cervecería danesa Carlsberg
eliminaron de sus cervezas ingredientes genéticamente modificados. En
los Estados Unidos, el gigante de comida rápida McDonald’s ha prohibido
incluir dichos ingredientes en sus menús, los fabricantes de alimentos
Heinz y Gerber (en ese momento una división de Novartis, una empresa con
sede en Suiza) retiraron dichos ingredientes de sus líneas de alimentos
para bebés, y Frito-Lay exigió que sus productores agrícolas dejen de
sembrar maíz que había sido genética modificado con el objetivo de
hacerlo resistente ante el ataque de insectos.
Estas medidas se han manejado conceptualmente de varias maneras, pero
la realidad es que, al ceder ante las demandas de un número minúsculo
de activistas hipócritas, las empresas optaron por ofrecer productos
menos seguros a los consumidores, con lo que dichas empresas se exponen a
riesgos legales.
Cada año en todo el mundo se retienen o se retiran del mercado
innumerables productos alimenticios envasados debido a la presencia de
contaminantes “totalmente naturales”, como ser partes de insectos,
hongos tóxicos, bacterias y virus. Debido a que la producción agrícola
es una actividad que se realiza al aíre libre y en la tierra, la
contaminación es un hecho con el que se tiene que vivir. A través de los
siglos y de manera frecuente el principal culpable de la intoxicación
alimentaría masiva ha sido la contaminación por toxinas de hongos que
sufren los productos agrícolas no elaborados; este es un riesgo de que
se ve exacerbado cuando los insectos atacan a los cultivos de alimentos,
abriendo resquebrajaduras que permiten que los hongos (los mohos)
obtengan lugares donde desarrollarse.
Por ejemplo, las fumonisinas y algunas otras toxinas de hongos son
altamente tóxicas, ya que provocan cáncer de esófago en seres humanos y
enfermedades mortales en el ganado cuando se ingiere el maíz infectado.
Las fumonisinas también interfieren con la absorción celular de ácido
fólico, una vitamina que reduce el riesgo de defectos del tubo neural en
los fetos en desarrollo, y por lo tanto puede causar deficiencia de
ácido fólico, y defectos como ser la espina bífida, incluso cuando la
dieta contiene lo que de otra forma se podría considerar como una
cantidad suficiente de dicha vitamina.
Por lo tanto, diversas agencias reguladoras han establecido los
niveles máximos recomendados de fumonisinas que se pueden permitir en
productos alimenticios elaborados con maíz para humanos y para animales.
La forma convencional para cumplir con dichas normas y para evitar el
consumo de toxinas de hongos es, simplemente, llevar a cabo pruebas en
cereales procesados y no procesados y proceder a descartar aquellos que
se determine que están contaminados; este es un enfoque que tiende a
fallar y lleva a grandes derroches.
Pero la tecnología moderna, concretamente, la ingeniería genética de
las plantas que utiliza la tecnología del ADN recombinante (también
conocida como la biotecnología o modificación genética de alimentos),
ofrece una manera de prevenir el problema. De manera contraria a las
afirmaciones de los críticos de los alimentos biotecnológicos, que
insisten en afirmar que los cultivos modificados genéticamente plantean
riesgos (en los hechos, no se ha producido ninguno de dichos riesgos)
relacionados a nuevos alérgenos o toxinas en los alimentos, los
productos de dichos cultivos ofrecen a la industria alimentaria un medio
comprobado y práctico para luchar contra la contaminación por hongos en
el mismo lugar donde se origina.
Un excelente ejemplo es el maíz que se obtiene al modificar un gen (o
genes) mediante un proceso co-transcripcional de corte y empalme
utilizando una bacteria inofensiva con el objetivo de obtener variedades
comerciales de dichos genes. Los genes bacterianos producen proteínas
que son tóxicas para los insectos barrenadores del maíz, pero que son
inofensivas para las aves, peces y mamíferos, incluyendo para los seres
humanos. A medida que el maíz modificado mantiene a raya a las plagas de
insectos, también se reducen los niveles de moho Fusarium, lo que a su
vez reduce los niveles de fumonisinas.
Justamente los investigadores de Iowa State University y del
Departamento de Agricultura de EE.UU. han determinado que se reduce el
nivel de fumonisinas en el maíz modificado hasta en un 80% en
comparación con el nivel que está presente en el maíz convencional. De
manera similar, un estudio italiano con lechones destetados que fueron
alimentados ya sea con maíz convencional o con la misma variedad
modificada que sintetiza una proteína bacteriana que confiere
resistencia a la depredación de insectos ha determinado que la variedad
modificada contenía niveles más bajos de fumonisinas. Es aún más
importante el hecho de que los lechones que consumieron el maíz
modificado lograron un mayor peso final, lo que se constituye en una
medida de su salud en general, a pesar de que no existieron diferencias
en la cantidad de alimento que se consumió en ambos grupos.
Teniendo en cuenta los beneficios para la salud, sin tener que entrar
a hablar sobre el hecho de que frecuentemente la producción agrícola es
más alta y más confiable, los gobiernos deberían introducir incentivos
para el uso cada vez mayor de dichos granos y de otros cereales que se
han sido genéticamente modificados. Además, cabría esperar que los
defensores de salud pública exijan que se cultiven y se utilicen estas
variedades mejoradas, un pedido que no es diferente al de que se añada
flúor y cloro al agua potable. Y los productores de alimentos que tienen
el compromiso de ofrecer los mejores y más garantizados productos a sus
clientes deberían entrar en competencia para lograr que los productos
modificados genéticamente ingresen al mercado.
Desafortunadamente, nada de esto ha ocurrido. Los activistas siguen
oponiéndose a voz en cuello y de manera tenaz a los alimentos
genéticamente modificados, a pesar de que ya han transcurrido casi 20
años en los cuales se han demostrado importantes beneficios,
incluyéndose entre ellos, el uso reducido de pesticidas químicos (y por
lo tanto menos residuos químicos en las vías fluviales), un mayor uso de
prácticas agrícolas que evitan la erosión de los suelos, mayores
ganancias para los agricultores, y menos contaminación por hongos.
En respuesta a los clamores de los activistas, las autoridades han
supeditado a las pruebas y a la comercialización de cultivos
genéticamente modificados a reglamentos no científicos y draconianos, lo
que conlleva graves consecuencias. Un estudio pionero de la economía
política en biotecnología agrícola llegó a la conclusión de que el
exceso de regulación causa “demoras en la difusión global de tecnologías
probadas, resultando en una menor tasa de crecimiento de la oferta
mundial de alimentos y en precios de alimentos que son altos”. Las
políticas actuales también crean “desincentivos para invertir en más
actividades investigación y desarrollo, lo que conduce a una
desaceleración en la innovación de las tecnologías de segunda generación
previstas para introducir vastos beneficios para los consumidores y el
medio ambiente”.
Todas las personas involucradas en la producción y consumo de
alimentos han sufrido: los consumidores (sobre todo en los países en
desarrollo) han sido sometidos a riesgos de salud que podrían evitarse, y
los productores de alimentos se han puesto en peligro legal debido a
que venden productos que se sabe que tienen “defectos de diseño”.
Las políticas públicas que discriminan innovaciones vitales y
desalientan la producción de alimentos no son políticas que toman a
pecho el interés del público en general.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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